Movimiento Cívico-Militar CONDOR

Malvinas

Publicacion

José Mguel Palacios

Doctrina Militar Rusa: Herencia Soviética, Realidades Post-Sovieticas, Perspectiva Europea

José Miguel Palacios*
Paloma Arana**

RESUMEN

El propósito de este artículo es analizar la evolución que ha experimentado la doctrina militar rusa desde la disolución de la URSS (diciembre de 1991), y relacionarla con el proceso de creación y desarrollo de una política exterior propia de la Federación Rusa. Para ello se estudia la forma en que tanto la Doctrina como la política exterior se han desprendido de la herencia soviética – su origen –, y han asumido la nueva realidad de la existencia de Rusia como Estado independiente, con una posición internacional menos sólida que la que tuvo en tiempos la URSS, y con unos aliados y responsabilidades distintos.

Finalmente, se llega a la conclusión que en estos momentos la Doctrina rusa ha alcanzado ya un grado elevado de madurez, circunstancia que permite prever que su desarrollo dependerá, sobre todo, de las transformaciones que se produzcan en el panorama internacional y, en particular, de la posición que Rusia adopte en relación con la construcción de un sistema de seguridad paneuropeo.

Revista CIDOB d’Afers Internacionals, núm. 59, p. 81-103

*Analista político del Ministerio de Defensa. Doctor en Ciencias Políticas jmpalacios@oc.mde.es
**Analista político y de seguridad del Ministerio de Defensa. Doctora en Ciencias Políticas
parana@oc.mde.es

EL QUÉ Y EL PORQUÉ DE LA DOCTRINA MILITAR RUSA

La doctrina militar [1] constituía uno de los conceptos más importantes de la teoría militar soviética. Situada en el punto de contacto entre la política general y la de defensa permitía encuadrar el fenómeno de la guerra en un marco amplio que excediera la acepción estrictamente militar. Proporcionaba, además, unas previsiones básicas que servían como guía para la asignación de recursos a la defensa dentro del proceso de  lanificación centralizada, y orientaba la labor del mando en la organización y despliegue de la fuerza, así como en materia de equipamiento e instrucción.

La Doctrina, sin embargo, no contenía indicaciones sobre cuál podría ser la actitud concreta que adoptaría la URSS en caso de conflicto, lo que permitía a los dirigentes políticos conservar una libertad de acción muy notable (Lambeth, 1978).

La aparición de la Doctrina soviética se inscribe en la corriente intelectual que intentó sistematizar la experiencia de la Gran Guerra con objeto de identificar unos criterios básicos (la doctrina) que hicieran posible alcanzar la victoria en cualquier circunstancia.

A lo largo de los años veinte y treinta se desarrolló en toda Europa un intenso debate sobre la necesidad o no de disponer de un instrumento de esas características. Frente   los doctrinarios entusiastas, otros teóricos militares abogaban por la permanente adaptación a las circunstancias (terreno, enemigo, medios) y aventuraban que la imposición de criterios rígidos derivaría en que los mandos militares aplicaran mecánicamente unos procedimientos preestablecidos que, quizá, no fueran los más adecuados a las condiciones reales del momento y lugar[2].

En la URSS se enfrentaron también dos escuelas de pensamiento basadas en principios similares a los expuestos, y el debate entre ellas alcanzó su punto culminante durante la conferencia de delegados militares en el XI Congreso del Partido Comunista Ruso (bolchevique), en abril de 1922, poco después de terminar la guerra civil rusa. El entonces Comisario del Pueblo para Asuntos Militares y Navales, Lev Trotsky, se opuso a la elaboración de una Doctrina y se mostró partidario de que los militares se concentraran en la resolución de problemas prácticos. El que más tarde sería su sucesor, Mijaíl Frunze, encabezó las filas de los doctrinarios (Kokoshin, 1997). La victoria final de Frunze sobre Trotsky fue producto, en gran medida, de la lucha dentro del liderazgo por el poder supremo tras la muerte de Lenin, pero también se debió al hecho de que el enfoque doctrinario se adaptaba mejor a la naturaleza del sistema soviético, caracterizado por la pretensión de justificar científicamente todas y cada una de las decisiones que se adoptaban, así como por la particular situación que en él ocupaba el mando militar como parte integrante de la elite política.

La definición de Doctrina propuesta por Frunze, que se convertiría en la base de todas las posteriores, constataba que:

“La doctrina militar única consiste en las enseñanzas adoptadas en un Estado concreto que establecen el tipo de organización de las fuerzas armadas del país, los métodos de instrucción de las tropas y su mando, sobre la base de la visión dominante en el Estado acerca del carácter de los problemas militares que debe afrontar y de las formas de resolverlos, las cuales se derivan de la esencia clasista del Estado y están condicionadas por el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas del país” (Kokoshin, 1987).

El concepto de Doctrina apenas cambió hasta la llegada al poder de Mijaíl Gorbachov. A tenor de la última edición del Diccionario Enciclopédico Militar soviético (Ajromeiev, 1987: 240)[3], que seguía ofreciendo una definición semejante a la de Frunze, la doctrina militar representaba un

“sistema de enfoques sobre la esencia, finalidades y carácter de una posible guerra futura, sobre la preparación del país para ella y sobre las formas de conducirla”.

Se precisaba, además, que la Doctrina constaba de dos aspectos estrechamente relacionados: el sociopolítico y el técnico militar. El primero, que se consideraba determinante, tenía un carácter de relativa permanencia, por cuanto era reflejo de la “naturaleza de clase y las finalidades políticas del Estado”.

El aspecto técnico militar, subordinado al sociopolítico, abarcaba las cuestiones directamente relacionadas con la organización de las fuerzas armadas, su dotación e instrucción, así como las formas de conducción de las operaciones militares y de la guerra en su conjunto.

La Doctrina representaba, sobre todo, una superestructura formal que pretendía dotar de coherencia a un conjunto de soluciones prácticas alcanzadas a lo largo del tiempo como consecuencia de la evolución del propio sistema soviético. Aunque diversos elementos doctrinales impregnaban los reglamentos y otros textos normativos soviéticos, la Doctrina, como tal, nunca llegó a traducirse en un documento oficial único (Kokoshin, 1997:[4]).

En la práctica, consistía en un compendio de sobreentendidos, lo bastante flexible como para admitir en todo momento una lectura adaptada a las necesidades políticas coyunturales. Incluso cuando Gorbachov, en mayo de 1987, empujó al Comité Político Consultivo del Pacto de Varsovia a hacer públicos los puntos principales de su Doctrina (la del Pacto, no la soviética, aunque puede asumirse que la identificación entre ambas era casi total), sólo se difundió una declaración muy general que incluía una serie de compromisos políticos de no agresión, parecidos a los que se habían venido repitiendo retóricamente desde hacía varias décadas (Scott, 1988: 102-103).

El concepto de doctrina militar experimentó una clara evolución desde la época de Gorbachov y a lo largo de los años noventa. Los primeros cambios están relacionados con la elaboración y el desarrollo de la política exterior y de seguridad de la perestroika y, en particular, con la voluntad de mostrar el carácter puramente defensivo del sistema militar soviético. Así, en una entrevista publicada en enero de 1987, el mariscal Ajroméyiev presentaba ya una versión algo ampliada del concepto de doctrina militar, que caracterizaba como un “sistema de puntos de vista fundamentales sobre la esencia y la prevención de la guerra”[5].

La primera definición de doctrina militar rusa constituyó una fórmula de transición, todavía estrechamente emparentada con la que había sido utilizada durante la perestroika. Así, según las Bases de la doctrina militar de 1993, ésta consistía en

“un sistema de enfoques adoptado oficialmente por el Estado sobre la prevención de las guerras y conflictos armados, la organización militar, la preparación del país para la defensa, la organización de contramedidas ante las amenazas a la seguridad militar del Estado y sobre la utilización de las fuerzas armadas de la Federación Rusa y otras tropas para la defensa de los intereses vitales de la Federación Rusa” (“Osnovnyje polozenija...”, 1993).

Se trata de una acepción coincidente, en esencia con la empleada durante la fase final de la perestroika, de la que se diferencia por la mención explícita a “otras tropas” (Ministerio del Interior), algo que implica el reconocimiento expreso de que el conflicto interno constituía una de las amenazas principales a las que tenía que hacer frente el sistema de seguridad del país (Holcomb/Boll, 1994:[6]).

Durante los años noventa se produjo un proceso de maduración del pensamiento doctrinal, conforme a las nuevas circunstancias de la Rusia independiente y a un entorno internacional muy distinto del que había prevalecido durante las décadas anteriores. La Doctrina pasó a formar parte de un conjunto de documentos legales (Concepto de Seguridad Nacional, Concepto de Política Exterior) que establecían las líneas directrices de la política exterior y de seguridad de Rusia a medio y largo plazo.

Fruto de esta adaptación es la definición que incorpora la Doctrina de 2000, completamente novedosa:

“conjunto de posturas oficiales que determinan los fundamentos político-militares, estratégico-militares y económico-militares de la garantía de la seguridad militar de la Federación Rusa”.

Como puede verse, en ella ha desaparecido toda referencia expresa a la guerra (ni siquiera en sentido negativo: prevención de la guerra) y la misma formulación de la Doctrina queda supeditada a la elaboración previa del concepto de seguridad militar.

El propósito de este artículo es analizar la evolución que ha experimentado la doctrina militar rusa desde la disolución de la URSS, en diciembre de 1991, y relacionarla con el proceso de creación y desarrollo de una política exterior propia de la Federación Rusa. Estudiaremos la forma en que tanto la Doctrina como la política exterior se han desprendido de la herencia soviética, su origen, y han asumido la nueva realidad de la existencia de Rusia como Estado independiente, con una posición internacional menos sólida que la que tuvo la URSS, y con unos aliados y responsabilidades distintos. Concluiremos que en estos momentos la Doctrina rusa ha alcanzado ya un grado elevado de madurez, circunstancia que permite prever que su desarrollo dependerá, sobre todo, de las transformaciones que se produzcan en el panorama internacional y, en particular, de la posición que Rusia adopte en relación con la construcción de un sistema de seguridad paneuropeo.

LOS CAMBIOS EN LA ESCENA INTERNACIONAL COMO FACTOR DETERMINANTE DE LA EVOLUCIÓN DE LA DOCTRINA MILITAR

Tal y como avanzábamos en nuestra introducción, la evolución de la Doctrina se ha visto fuertemente condicionada por los acontecimientos internacionales que se han sucedido a lo largo de los últimos diez años. Este hecho obliga a aludir a los cambios acaecidos en ese período en el sector exterior al objeto de identificar los intereses rusos en el controvertido campo de la seguridad y defensa, y de determinar su influencia sobre la elaboración de aquel texto.

Cuando Rusia se separa de la URSS, a finales de diciembre de 1991, irrumpe en la escena internacional en unas condiciones radicalmente distintas a las que habían estado vigentes en etapas anteriores. Con un régimen político nuevo, unas fronteras diferentes y un entorno geopolítico también transformado, la Federación Rusa tuvo que enfrentarse en muchos aspectos a problemas similares a los de los nuevos estados (Ivanov, 2001:[7]). A lo largo de los años noventa se desarrollará un proceso de toma de conciencia de la identidad rusa y se delimitarán los intereses fundamentales del Estado, lo que acabará conduciendo a la formulación, en el año 2000, de los Conceptos de

Seguridad Nacional y de Política Exterior, así como de una doctrina militar, con vocación de permanencia.

En el momento de la independencia se entendió que las prioridades exteriores del Estado se debían centrar en el

· reconocimiento internacional de la Federación Rusa como sucesor único de la URSS 5;
· en el mantenimiento, en lo posible, del estatuto de gran potencia; y
· en garantizar la seguridad militar del país.

Son, como vemos, tres objetivos ligados al poder del Estado y a su seguridad, que reflejan la continuidad con respecto a la política exterior soviética, enfocada tradicionalmente en estas direcciones. Sin embargo, las cuestiones económicas, que ocupaban una parte importante de las relaciones exteriores de Rusia y condicionaban su actuación internacional, no se consideraban aún un objetivo prioritario.

Durante el mandato de Andrei Kozyrev como ministro de Asuntos Exteriores (1992-96), la política exterior rusa mostraba una orientación manifiestamente prooccidental.

Superadas las anteriores contradicciones ideológicas, las directrices que inspiraban la  gestión exterior del Estado ruso reflejaban entonces un sentimiento generalizado de optimismo acerca de cómo se articularía en el futuro un sistema de relaciones entre países que ya no se consideraban rivales y que parecían comprometidos a establecer nuevos esquemas de colaboración en los ámbitos político, económico y de seguridad (Konovalov, 2001).

Pero los dirigentes rusos constataron pronto que el final de la Guerra Fría había sido interpretado de forma idílica, subestimando la dimensión de los cambios que aparecerían después de extinguirse la anterior estructura bipolar. A finales de mayo de 1992,

Rusia hacía causa común con Occidente para la aprobación en el Consejo de Seguridad

de la ONU (CSNU) de una resolución que imponía sanciones a la República Federal de

Yugoslavia (RFY) (Guskova, 1993: 71-72), pero ésta sería la última ocasión en que Moscú alcanzara un acuerdo de forma natural y sin problemas con las potencias occidentales. A las pocas semanas, la mayoría parlamentaria en el Soviet Supremo ya se oponía abiertamente a la política de Kozyrev y pedía a los representantes rusos una actitud de mayor firmeza frente a los Estados Unidos (Guskova, 1993: 232-2333).

En los años sucesivos se siguieron acumulando causas de fricción entre Rusia y Occidente. Particularmente grave fue la decisión atlántica (enero de 1994) de proceder a la ampliación hacia el Este de la Alianza, algo que Moscú consideró como gravemente lesivo para sus intereses nacionales, y peligroso para su seguridad. La expansión de la OTAN hacia los antiguos satélites de la URSS fue asumida por la mayor parte de la sociedad rusa como “un acercamiento del peligro a las fronteras de Rusia”. Estas tensiones se mantuvieron a pesar de la adhesión rusa a la Asociación para la Paz (APP) en junio de 1994 y del inicio de un nuevo nivel de entendimiento ruso-occidental con la firma del “Acta Fundacional sobre las relaciones, la cooperación y la seguridad mutuas”

(“Founding Act...”, 1997) en mayo de 1997, así como con la constitución del Consejo Permanente Conjunto (CPC).

La sustitución, en febrero de 1996, de Andréi Kózyrev por Eugueni Primakov marca el comienzo de una nueva etapa, en la política exterior rusa, caracterizada por un cierto distanciamiento de Occidente, con el que, a pesar de todo, se mantendría en el terreno práctico un grado importante de cooperación. Primakov, antiguo jerarca soviético y, a partir de finales de 1991, director del Servicio de Inteligencia Exterior 6, abogaba por una actitud rusa más independiente en el terreno exterior y por una defensa más enérgica de los intereses del Estado 7.

De hecho, uno de los objetivos de Primakov fue asegurar que Rusia tuviese voz en las principales instituciones de seguridad euro-atlánticas e influencia en la toma de decisiones. Aunque la nueva posición oficial de Moscú puede interpretarse como una reacción a la estrategia de la Alianza Atlántica, que se mostraba poco sensible hacia las pretensiones de Rusia, en ella también influyeron otros factores que aconsejaban la ruptura de la sintonía con Occidente. En efecto, la postura de la cúpula política de Rusia se derivaba, asimismo, de la sensación de aislamiento que afectaba al país, reforzada por el entorno internacional, en el que quedaba patente la progresiva pérdida del “parachoques de seguridad” que, en su día, conformaban los integrantes del Pacto de Varsovia.

Sólo razones de pragmatismo político condujeron al Kremlin a asumir, no sin oposición interna, una ampliación de la OTAN que no podía frenar. Tras la primera ola de adhesiones, el comportamiento ruso siguió orientado a limitar los efectos de dicha ampliación, a conseguir las máximas garantías al respecto y a extraer, en la medida de lo posible, algún beneficio del proceso[8].

Tras la adhesión de Polonia, Hungría y República Checa a la Alianza, Rusia reforzó su oposición al proceso de ampliación y, en concreto, a la eventual inclusión en él de los tres estados bálticos. Quizá por nostalgia de la época soviética y por vivir en ellos una fuerte minoría rusófona, Moscú insistía en aplicarles el viejo concepto de “esferas de influencia”, es decir, en reservarse el derecho a decidir cuál debía ser la política de alianzas y el porvenir de países que, de hecho, eran plenamente independientes y soberanos (Taibo, 2000: 274).

Aun con todo, el mandato de Primakov como ministro de Asuntos Exteriores y, posteriormente (septiembre de 1998), como primer ministro se caracterizó por un progresivo incremento de la cooperación ruso-aliada, lo que creó expectativas prometedoras para el futuro de dicho diálogo.

Sin embargo, la pervivencia de estereotipos de la Guerra Fría, así como la contradicción que suponía la voluntad de Primakov de restaurar el papel de gran potencia de Rusia con los escasos medios de que disponía el país, se convirtieron en un grave obstáculo para el desarrollo de la cooperación. Para los rusos, privados de la posibilidad de influir en las políticas de la OTAN antes de la toma de decisiones, el formato “19+1” se transformó en “19 contra 1”, algo que quedó patente con motivo de la crisis de Kosovo.

La utilización de la fuerza por parte de la OTAN sin resolución expresa del CSNU devaluó no sólo el derecho de veto de Rusia, sino también el verdadero peso internacional de la anterior superpotencia, que apareció impotente para impedir una operación militar internacional en un ámbito que tradicionalmente había considerado clave para su posición preeminente en Europa. El hecho de que el objetivo del ataque atlántico fuera un país, la República Federal de Yugoslavia, que Rusia consideraba como un aliado menor, se interpretó en Moscú como prueba adicional de que Occidente no estaba dispuesto a respetar ni siquiera sus intereses mínimos. La congelación de las relaciones fue la confirmación de las dificultades existentes entre ambas partes y de sus planteamientos divergentes en la escena internacional.

Cualquier iniciativa proveniente de la Organización Atlántica era rechazada de inmediato por las autoridades rusas, cuya gestión exterior se encontraba, además, mediatizada por la violenta reacción de la opinión pública interna frente a la operación de la OTAN contra Yugoslavia, pero, sobre todo, por la percepción negativa que a raíz de esa crisis se extendió en las fuerzas militares de la Federación Rusa, donde se llegó a mantener la impresión de que las acciones aliadas en los Balcanes suponían en realidad un primer paso en las pretensiones de la Alianza de intervenir en otros focos de conflicto, entre los que se citaba de manera expresa el Cáucaso (Antonenko,1999-2000).

De igual forma, la adopción del Nuevo Concepto Estratégico de la Alianza en la cumbre de Washington (primavera de 1999), y la intención manifiesta de la OTAN de intervenir en cualquier lugar del continente europeo en defensa de la estabilidad y de los derechos humanos despertaron temores en Moscú sobre dónde atacarían los aliados la próxima vez.

En agosto de 1999, Eugueni Primakov fue sustituido como primer ministro ruso por el antiguo oficial de la KGB Vladímir Putin, quien pocos meses más tarde, se convertía en presidente interino y, en marzo de 2000, sería elegido presidente de Rusia.

En el comienzo de su mandato, el nuevo líder abordará la compleja recapitulación de toda la experiencia acumulada en materia de política exterior y de seguridad desde la desintegración de la URSS, trabajo que quedará plasmado en tres documentos básicos:

-         el Concepto de Seguridad Nacional,
-         la doctrina militar y el
-         Concepto de Política Exterior[9].

La gestión de Putin se caracterizará por la rehabilitación de parte de la herencia soviética, en el terreno simbólico; por una marcada continuidad con respecto a la etapa anterior en lo que se refiere a objetivos estatales; y por un notable pragmatismo en la ejecución de la política exterior. La recuperación económica le permitirá, además, gozar de una libertad de acción muy superior a la que tuvo su predecesor.

El Concepto de Política Exterior de 2000 (“National Security Concept...”, 2000) supone una innovación destacable con respecto a los principios que habían regido la actuación internacional rusa (soviética) durante las décadas anteriores. Superada la orientación preferente hacia temas de seguridad, la acción exterior de la Federación perseguirá como objetivo prioritario el afianzamiento del poder del Estado, aspiración que se pondrá de manifiesto en el Concepto, que se basa en tres pilares fundamentales:

-         la mejora de la situación económica interna,
-         la lucha contra el terrorismo internacional y la
-         búsqueda de un mundo multipolar.

Como destaca el ministro de Asuntos Exteriores, Igor Ivanov, la política exterior rusa de la era Putin está enfocada a crear unas condiciones óptimas para el desarrollo de la economía del país, por lo que se establecerán como principales tareas el mantenimiento de la estabilidad estratégica y la creación en torno a Rusia de un cinturón de buena vecindad, en un intento de diseñar una línea de actuación internacional realista y predecible (“Otvety...”, 2001).

Desde el punto de vista declaratorio, la política exterior de Putin es “multivectorial” y se dirige tanto hacia Asia como hacia la región euro-atlántica (Meshkov, 2002), sin que prime un área geográfica o grupo de países sobre otros. En la práctica, sin embargo, la atención paralela a Europa y Asia implica necesariamente una orientación prioritaria hacia los Estados Unidos, única potencia con la que Rusia se encuentra en ambos escenarios. Esta tendencia, vigente ya durante la época soviética (las relaciones entre las dos superpotencias constituían la base del orden internacional), se adapta, además, a un rasgo singular de los sucesivos regímenes ruso-soviéticos, marcados por un elevado personalismo.

A las autoridades rusas les resulta más fácil tratar con una potencia exterior “personalizable”, los Estados Unidos, que con un interlocutor abstracto, como pueda serlo la Unión Europea.

En cualquier caso, la elección de Putin como presidente de Rusia ha allanado el camino para la restauración de una relación más fluida con la OTAN, de forma que en mayo de 2000 se reanudaron las actividades del CPC. Desde entonces, y a pesar del rechazo internacional a las operaciones rusas en Chechenia, Rusia y la Alianza Atlántica incrementaron progresivamente el alcance de sus actividades conjuntas. En la primavera de 2001, tras la apertura en febrero de ese mismo año de la Oficina de Información de la OTAN en Moscú, la agenda del CPC era casi tan extensa como a finales de 1998.

La llegada de Putin al poder ha supuesto, asimismo, un punto de inflexión en la política de Moscú hacia la UE, a la que se ha pasado a prestar más atención que en épocas anteriores. Comprometido con el empeño de articular un sistema paneuropeo de seguridad, Putin observa con detenimiento cualquier iniciativa que se plantee en este sentido y concede un peso específico a los países europeos y al desarrollo de la Política Europea de Seguridad y Defensa. Además y, como consecuencia del rumbo que habían tomado las relaciones con la OTAN tras la guerra de Kosovo, Moscú se esforzó por establecer contactos bilaterales con los aliados europeos al margen de la Alianza, en un intento de equilibrar el papel preeminente de los Estados Unidos en la OTAN, así como de intensificar en el plano institucional sus relaciones con la UE.

Así, las conversaciones de Rusia con la UE han progresado independientemente de las fricciones en el diálogo de Rusia con la OTAN, y a pesar de que los principales socios europeos lo son, asimismo, de la Alianza y, por tanto, responsables de las decisiones que se adoptan en ese foro. El Kremlin persigue alcanzar una asociación con Europa en la que Moscú participaría en pie de igualdad con los restantes miembros, erigiéndose ese vínculo en un polo alternativo a los Estados Unidos en la escena internacional.

Sin embargo, hasta hace poco tiempo las autoridades rusas desconocían en gran medida el proceso de integración europea, infravaloraban la complejidad de las instituciones y mecanismos comunitarios y mostraban una clara incomprensión hacia los valores de la Unión. Eso hacía que las conversaciones con la UE se circunscribieran básicamente a aspectos de carácter económico.

En la actualidad, las relaciones de Rusia con la Unión están marcadas por fuertes contradicciones (Timmermann, 1999), derivadas, parcialmente, de la búsqueda rusa de una nueva identidad en el ámbito internacional. No obstante, se han producido avances significativos, como la adopción de la “Estrategia Común de la Unión Europea para Rusia” (“Common Strategy of the European Union...”, 1999), en junio de 1999, que se remite al Acuerdo de Asociación y Cooperación en vigor desde 1997, y que pretende articular un diálogo político permanente entre las dos partes, al objeto de acercar posiciones y encontrar soluciones comunes ante retos colectivos.

El propio Putin expresó con énfasis que “si la Unión comparte el interés ruso, el nuevo siglo podría suponer el punto de partida de una estrecha cooperación ruso-comunitaria” [10] y dio respuesta a la “Estrategia común” con la aprobación de la “Estrategia a medio plazo para el desarrollo de las relaciones entre la Federación Rusa y la Unión Europea (2000-2010)” [“Medium-term Strategy...”, 2000]. Cabe llamar la atención sobre el hecho de que fue Putin el que presentó dicho documento, circunstancia que permite considerarlo como una auténtica declaración de principios sobre Europa y, en concreto, sobre la UE.

Aun con todo, la actitud de Rusia respecto al proceso de ampliación de la Unión hacia el Este es ambivalente. Por una parte, reconoce con realismo que resulta inevitable, y aprecia las ventajas de que una fuerza exterior, la propia UE, se encargue de verificar que algunos de los candidatos (los países bálticos) se adaptan a los elevados estándares de protección de los derechos humanos y colectivos en vigor en la parte occidental del continente [Avdeiev, 2000] [“Otvety...”, 2001]. En un plano más práctico, sin embargo, se quiere evitar que la ampliación redunde en perjuicio del comercio ruso con los países de Europa Centrooriental (“Otvety...”, 2001). Finalmente, se teme que la integración en la UE de los actuales candidatos pueda conducir al aislamiento de Rusia, en el supuesto que este país quedara excluido de políticas comunes como el espacio de Schengen.

De ahí que Moscú aspire a incrementar progresivamente el diálogo con Bruselas, con el fin de prevenir la intensificación de las diferencias que se están produciendo ya entre la frontera occidental de Rusia y los límites territoriales de la Unión. Un claro ejemplo de esta aproximación ruso-comunitaria lo constituye la reciente cumbre de Moscú (28 de mayo de 2002), uno de cuyos temas centrales fue la búsqueda de una solución para el enclave de Kaliningrado.

Los límites de esta apertura de Rusia hacia la UE vienen marcados por la aún evidente adhesión de las elites moscovitas a la idea de la multipolaridad y por el vacilante europeísmo de los rusos, muchos de los cuales siguen sintiéndose más cómodos pensando en su país como en algo diferente, de carácter más euroasiático que propiamente europeo. El mismo Putin sentenciaba en su “Estrategia a medio plazo” que

“como potencia mundial situada entre dos continentes, Rusia debería mantener la libertad de determinar e implementar su política interior y exterior, su estatuto (...) y la independencia de sus posturas y actividades en las organizaciones internacionales”.

Un análisis de las referidas declaraciones conduce a valorar que Rusia pretende consolidar una posición independiente en el panorama político internacional, aunque intenta no permanecer al margen de los procesos integradores que se están desarrollando en la actualidad.

1993: PRIMERA DOCTRINA MILITAR POSTSOVIÉTICA

Para comprender en su plenitud las doctrinas de 1993 y 2000, y evaluar la naturaleza de las soluciones que en ellas se preconizan hemos querido situar ambos documentos en el contexto histórico en el que surgieron. Después de todo, hace apenas una década que acabó la Guerra Fría, y las transformaciones acaecidas desde entonces en la escena internacional han influido, como se pondrá de manifiesto a lo largo de nuestra exposición, en la gestación de los dos textos a que nos referimos.

Aunque en 1990 se había hecho público un borrador de la Doctrina soviética, fue en  1993 cuando, por primera vez en la historia de la URSS/Rusia, se aprobó formalmente la doctrina militar del país (“Osnovnyje polozenija...”, 1993). Se trataba de un documento transitorio, en el que se efectuaba una aproximación inicial al nuevo papel de Rusia en el mundo, así como a la posición de sus fuerzas armadas en el conjunto del  sistema estatal, tras la desaparición de la Unión Soviética y el final del sistema bipolar de relaciones internacionales.

Este texto refleja la incidencia de dos elementos contradictorios entre sí: la fuerza de la rutina, muy importante en un Ejército que continuaba planeando grandes ofensivas años después de que Gorbachov hubiera proclamado la vocación puramente defensiva  de las fuerzas armadas del país (Holcomb/Boll, 1994: 16-19), y la evidencia de que la  Doctrina soviética había resultado inadecuada para proteger al país de enemigos distintos a la confrontación global con el capitalismo (Holcomb/Boll, 1994: 20).

La Doctrina soviética no reconocía la existencia de conflictos armados internos y no preveía el uso de fuerzas militares en misiones de apoyo a las tropas del Ministerio del Interior. Los desgraciados acontecimientos de los años finales de la perestroika (los sucesos de Tbilisi, Bakú, Vilnius, etc.), cuando el Ejército recibió órdenes de actuar contra civiles desarmados, no hicieron sino reforzar el descontento de los militares por tener que intervenir en conflictos internos. La experiencia de los primeros dos años tras la ruptura de la URSS mostraba, sin embargo, que este tipo de acciones era cada vez más frecuente, dada la incapacidad de las tropas del Ministerio del Interior para controlar los numerosos estallidos de violencia.

A pesar de que en el verano de 1992 ya se había publicado un primer borrador, la elaboración de la Doctrina quedó prácticamente interrumpida durante todo un año. Sin embargo, cuando en octubre de 1993, Yeltsin, con el respaldo decisivo del Ejército, consiguió aplastar la resistencia de sus enemigos políticos, atrincherados en la sede del Soviet Supremo ruso (la “Casa Blanca”), una de sus primeras medidas fue hacerse eco de las preocupaciones corporativas de los militares y aceptar, el día seis del mismo mes, el proyecto definitivo de una Doctrina que legitimaba la actuación del Ejército dentro de las fronteras del país (Kirshin, 1993).

La Doctrina de 1993 intentaba conciliar elementos tan dispares como el occidentalismo un poco ingenuo de la política exterior rusa en la época del ministro Kózyrev, la sensación de vulnerabilidad del país, mucho menos poderoso que en la época soviética, y los conflictos reales, de carácter étnico, con los que se enfrentaba a diario el Ejército ruso.

Como señala Jacob Kipp, a diferencia del pasado, en que la ideología influía decisivamente sobre la determinación de la amenaza y de los medios para hacerle frente,

“la era postsoviética está dominada por la preocupación sobre la estabilidad del propio Ejército, la prevención de la guerra, la emergencia de la geopolítica como una nueva teoría de campo, y el problema de la gestión de conflictos en el extranjero próximo”[11] (Kipp, 1995).

Partiendo de estas premisas, un conflicto armado global ya no se consideraba inevitable, ni próximo, y el concepto de amenaza fue reemplazado por el de riesgo:

“el final de la Guerra Fría eliminó la amenaza ideológicamente asumida de una guerra general contra una coalición global de potencias hostiles, encabezada por los Estados Unidos, y transformó así la amenaza inmediata en peligros más generales” (Kipp, 1995).

Las amenazas reales para la seguridad del país se percibían, más bien, dentro de las fronteras de la antigua Unión Soviética: conflictos étnicos y fronterizos, con o sin participación rusa; discriminación de los ciudadanos rusos o rusófonos en algunos de los nuevos estados independientes; participación de estos estados en alianzas potencialmente hostiles a la Federación Rusa, etc.

Todos estos condicionantes, tan distintos de los que imperaban en la época soviética, contribuyeron a que la primera Doctrina tras la independencia supusiera un cambio radical en la política de defensa y militar de Rusia, a pesar de que se había trabajado sobre una base conceptual heredada y aprovechando borradores anteriores. De ahí que, como afirma Valentín Larionov[12] (Larionov, 1994), la Doctrina incorporara ya en la fase inicial tres importantes novedades:

- la exclusión de la solemne renuncia a ser los primeros en hacer uso de armas nucleares,
- la autorización al Ejército a participar en la resolución de conflictos internos y
- la declaración de intenciones respecto a la implicación activa en operaciones de mantenimiento de la paz en las regiones fronterizas con Rusia.

El documento de 1993 no contenía una definición explícita de qué se entiende por guerra, ni tampoco de los tipos de guerra en los que Rusia podría verse implicada. Consideraba muy poco probables el conflicto nuclear, o el conflicto convencional con otras grandes potencias, y mucho más las guerras locales de objetivos limitados, así como los conflictos armados dentro de las fronteras de Rusia.

La versión desclasificada de la Doctrina no enumeraba amenazas concretas[13], sino un listado general de fuentes de riesgo[14] para la seguridad de la Federación Rusa, tanto de carácter externo como interno. Las primeras podían agruparse, como lo hace el general Gareiev (Gareiev, 1999), en tres grandes grupos:

- Las armas nucleares de otras potencias, todas ellas orientadas contra Rusia. El peligro de proliferación de armamento nuclear.
- La política a largo plazo de las grandes potencias, cuyo objetivo es limitar la independencia de Rusia actuando desde dentro, mediante el fomento del terrorismo y de los conflictos internos o fronterizos. Aspiraciones de dominar el mundo por parte de algunos países.
- Existencia de fuertes concentraciones militares en la proximidad de las fronteras rusas. Ampliación de la OTAN.

La mayor parte de las directrices que la versión no clasificada de la Doctrina establecía

para garantizar la seguridad de la Federación Rusa tenía carácter político-diplomático (política de alianzas, inclusión de Rusia en sistemas colectivos de seguridad, mejora de los mecanismos de control de la proliferación de armamento, etc.), mientras que las disposiciones de índole puramente militar (mantenimiento de la capacidad de combate de las fuerzas armadas y otras tropas a un nivel que garantiza de forma fiable la protección de los intereses vitales de Rusia; la prevención de los daños a la seguridad de la Federación Rusa como consecuencia de la violación de acuerdos anteriores de desarme convencional o nuclear) resultaban muy vagas. Quizá el único aspecto recogido de forma explícita en la Doctrina era el del posible uso de armas nucleares. Frente a la tradición soviética previa a Gorbachov, que consideraba las armas nucleares un elemento más de combate y preveía su uso en ciertas circunstancias, y la de la época de la perestroika, caracterizada por la renuncia al primer uso, la Doctrina de 1993 introducía la idea de disuasión y convertía el armamento nuclear en garantía suprema de la seguridad del país[15].

Así, a tenor del documento de 1993, (“Osnovnyje polozenija...”, 1993, punto 2.1) la Federación Rusa,

“no empleará sus armas nucleares contra estados que sean parte del Tratado de no proliferación (...) y no posean armas nucleares excepto en los casos de: a) ataque armado contra la Federación Rusa, su territorio, sus fuerzas armadas, otras tropas o sus aliados por parte de cualquier Estado ligado mediante un acuerdo de alianza con un Estado que posea armas nucleares; b) acciones conjuntas de ese Estado con otro que posea armas nucleares para llevar a cabo o apoyar una invasión o ataque armado contra la Federación Rusa, su territorio, sus fuerzas armadas, otras tropas o sus aliados”.

En definitiva, a partir de 1993 Rusia consideró el arma nuclear como un medio de disuasión frente a posibles ataques convencionales, tanto contra el Estado ruso como contra sus aliados, quedando excluida de posibles represalias nucleares únicamente los países neutrales no nuclearizados.

Aunque la Doctrina atribuía una gran importancia a los medios diplomáticos para garantizar la seguridad del país, la delimitación de la política de alianzas evidenciaba el aislamiento ruso en la escena mundial. De los tres niveles de cooperación internacional enumerados, sólo el primero se correspondía con una auténtica alianza, y en él estaban incluidos de forma exclusiva los países de la Comunidad de Estados Independientes que habían suscrito con Rusia el tratado de seguridad colectiva. En virtud de esa alianza, en su esencia asimétrica, la Federación Rusa concedía garantías de seguridad a las demás repúblicas, compromiso que se traducía en la eventual actuación militar rusa fuera de sus fronteras, en Tadzhikistán, por ejemplo.

En cuanto a los dos niveles de cooperación restantes, la Doctrina los abordaba de manera muy general. En cualquier caso, no cabe calificarlos de alianzas, sino de “escenarios” en los que Rusia defendería sus intereses de seguridad por la vía diplomática, oponiéndose a socios que, en ocasiones, sostendrían intereses opuestos. En el primero de estos escenarios estaban comprendidos los países miembros de la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), así como otros estados y estructuras de seguridad (por ejemplo, la OTAN) situados en las proximidades de las fronteras rusas. Al segundo y último pertenecía toda la comunidad internacional, representada por las Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad.

2000: ¿UNA DOCTRINA MILITAR PARA EL FUTURO?

La Doctrina del año 2000 es producto de la evolución registrada en el terreno de la política exterior y de seguridad de la Federación Rusa a lo largo de los años noventa. Aunque no contiene grandes novedades con respecto a la de 1993, sí se muestra más alejada de la herencia soviética, presenta una mejor sistematización e incluye referencias más concretas a los problemas reales de seguridad que deberá afrontar el país en el comienzo del nuevo milenio.

A diferencia de lo que ocurría en la época soviética, en que la Doctrina constituía una construcción relativamente independiente, la del año 2000 se deriva de un concepto previo, el de Seguridad Nacional, que abarca e integra los aspectos más importantes de la política del Estado. El Concepto de Política de Seguridad, aprobado el 17 de diciembre de 1999 (“National Security Concept...”, 2000), comprende versiones embrionarias de la Doctrina y del Concepto de Política Exterior – que se aprobarían pocos meses más tarde – y parte de la consideración de que en la escena internacional se observan dos tendencias enfrentadas: la unipolar, liderada por los Estados Unidos y sus aliados, y la multipolar. El Concepto reconoce que

“objetivamente, existe una comunidad de intereses entre Rusia y otros estados en muchos problemas de seguridad internacional, incluyendo la resistencia a la proliferación de armas de destrucción masiva, la prevención y resolución de conflictos internacionales, la lucha contra el terrorismo internacional y el tráfico de drogas”, pero, al mismo tiempo, constata que “algunos estados han incrementado sus esfuerzos para debilitar la posición de Rusia en los terrenos político, económico, militar y otros”.

De ahí que en el documento se valore que

“estos intentos de ignorar los intereses de Rusia en el tratamiento de los principales problemas en las relaciones internacionales, incluyendo situaciones de conflicto, pueden minar la seguridad y la estabilidad internacionales y ralentizar los cambios positivos en las relaciones internacionales” (“National Security Concept...”, 2000).

El Concepto de Política de Seguridad y la doctrina militar de 2000 se redactaron bajo el impacto de las acciones de la OTAN contra Yugoslavia en 1999, que Rusia valoró como un peligroso precedente. De ahí que la primera de las tres grandes amenazas apuntadas en la Doctrina de 1993 (acciones contra la estabilidad interna del país) se contemplara como una hipótesis mucho más probable, y que dicha apreciación quedara reconocida de manera explícita en el Concepto de Política de Seguridad: “El nivel y la escala de las amenazas militares han aumentado”.

Es verdad que la Doctrina sigue admitiendo la disuasión nuclear como protección última frente a operaciones similares a la desarrollada contra Yugoslavia, pero especialistas de renombre, como el general del Ejército Gareiev[16], consideran muy improbable una represalia nuclear como respuesta a una acción diferente a un ataque nuclear enemigo. En la presente situación de debilidad militar de Rusia, la única alternativa posible consistiría en reforzar los elementos de multipolaridad existentes en el sistema internacional, así como las organizaciones (ONU, OSCE) y normas que los encarnan.

En este sentido, la esperanza de Moscú consistiría en un futuro acercamiento a otras grandes potencias no occidentales (China, India) que, aunque orientadas en la actualidad hacia la cooperación con los Estados Unidos y la UE, comparten con Rusia el interés por evitar en sus respectivos territorios un nuevo Kosovo (Gareiev, 1999).

Por lo que se refiere a su contenido concreto, la Doctrina de 2000 no determina qué debe entenderse por guerra, aunque sí incorpora una clasificación (justa o injusta; con uso o no de armas nucleares y otro armamento de destrucción masiva; local, regional o global) y enumera las características generales de la guerra moderna: influencia sobre todas las esferas de la actividad humana, carácter de coalición, amplio uso de medios de ataque a distancia y electrónicos, confrontación informativa, la desorganización del sistema de dirección estatal y militar del enemigo como objetivo prioritario, etc.

Además, el documento introduce un nuevo concepto, el de “conflicto armado”, que tampoco define, pero que parece similar a lo que en Occidente se denomina “conflicto de baja intensidad”. En efecto, las características que le atribuye la Doctrina van precisamente en este sentido: alto grado de implicación de la población local, empleo de fuerzas irregulares, amplio uso de acciones terroristas o de comando, necesidad de dedicar una parte considerable de los recursos a la protección de vías de comunicación, difícil situación psicológico-moral en la que debe actuar el Ejército, etc.

La superación de la etapa idealista en la política exterior rusa, durante la cual se elaboró el texto de 1993, hace que en la Doctrina de 2000 se abandone el concepto de “riesgos” y se retorne al término tradicional de “amenazas”. La lista de amenazas no contiene, sin embargo, ninguna novedad significativa con respecto a la anterior de riesgos, y las variaciones que se aprecian afectan casi exclusivamente a la redacción.

La adición más llamativa es la de las acciones informativas hostiles contra Rusia y sus aliados, algo que, a la luz de la experiencia en la antigua Yugoslavia, parece constituir una de las formas preferentes de conflicto en el mundo contemporáneo.

Por lo que respecta a los medios con los que hacer frente a estas amenazas, el documento de 2000 mantiene la posibilidad de emplear las fuerzas armadas y otras tropas (las del Ministerio del Interior, por ejemplo) tanto para rechazar una agresión contra el  país, como para cumplir las obligaciones internacionales o hacer frente a amenazas de tipo interno: acciones anticonstitucionales, levantamientos armados, etc. Como ya ocurría en la Doctrina de 1993, el fundamento de la defensa frente a agresiones externas lo constituye la disuasión nuclear. Por ello, se mantiene prácticamente en los mismos términos la posibilidad de utilizar armas nucleares incluso en primer lugar y contra países no nuclearizados.

No obstante, se precisa más el contexto en que estas armas pueden emplearse: como respuesta al uso de armas nucleares contra Rusia o sus aliados, o bien para rechazar una agresión convencional a gran escala en situaciones críticas para la seguridad nacional de Rusia.

Cambia, por último, la consideración de las alianzas militares. La evolución de la CEI y la desigual coordinación de las políticas de defensa de los estados miembros hacen que la Doctrina deje de considerarlos a todos en el mismo plano. Así, el documento establece un primer nivel (integración defensiva plena), en el que sólo se incluye a Bielorrusia, cuya seguridad queda garantizada en el mismo grado que la de la propia Rusia.

En un segundo plano se sitúan todos los otros aliados de la CEI, mientras que en el tercero se encuentra la comunidad internacional en general, sin referencias directas o indirectas a alianzas regionales, como podría ser la OTAN.

EVOLUCIÓN TRAS EL 11 DE SEPTIEMBRE

Los dos primeros años de Vladímir Putin en el poder han sido testigos de una cierta recuperación de la posición internacional de Rusia. Por una parte, la situación económica del país ha mejorado considerablemente, algo que ha servido para incrementar la capacidad de maniobra del líder ruso en el sector exterior. Por otra, el nuevo presidente se ha ganado una reputación de hombre pragmático y eficaz, que controla su país y con el que se puede llegar a acuerdos razonables. Todo ello ha permitido que se registren importantes avances en las relaciones con la UE y con China, lo que ha desembocado en que la administración Bush reconsidere su postura inicial neo-aislacionista y preste mayor atención al diálogo con Moscú.

A pesar de estos indudables éxitos, las perspectivas a largo plazo no eran demasiado prometedoras. Por una parte, ni China ni la UE se mostraban dispuestas a enfrentarse con los Estados Unidos en aras de la multipolaridad. Por otra, Washington, que estaba interesado en avanzar hacia la construcción y despliegue del sistema de Defensa contra Misiles Nucleares (NMD), podía, en último extremo, prescindir de la opinión de Moscú y actuar unilateralmente. La situación interna rusa, estable desde la llegada al poder de Putin, corría riesgo de deteriorarse en el futuro si no se apreciaban resultados concretos en un plazo breve.

El 11 de septiembre ha revolucionado el panorama internacional y creado una situación única en los últimos diez años. Por primera vez desde el final de la Guerra Fría, los Estados Unidos reclamaron la ayuda de otros países y apreciaron visiblemente la que  recibieron.

Si hasta entonces, los motivos por los que Occidente prestaba atención a Rusia eran  “el átomo, el veto y la situación”, a partir de los ataques contra las torres gemelas y el Pentágono esta última adquirió una importancia aún mayor (Stent, 2002). La rápida reacción de Putin y su respaldo sin reservas a Washington han abierto, en palabras de

Serguéi Rogov, una “ventana de oportunidad” (Rogov, 2001), por la que la política exterior rusa se ha apresurado a entrar. Aunque con posterioridad, según se iba estabilizando la situación, se han producido nuevos ejemplos de unilateralismo norteamericano (la denuncia del Tratado antimisiles balísticos, ABM, en diciembre de 2001, por ejemplo) y, a pesar de que en ciertos círculos de Moscú es palpable el desencanto ante el escaso rendimiento que Rusia está obteniendo por su apoyo a los Estados Unidos, lo cierto es que en el liderazgo ruso predomina la valoración positiva de lo alcanzado.

La nueva relación con la OTAN, que se ha concretado en la sustitución del CPC (fórmula “19+1”) por el Consejo OTAN-Rusia (fórmula “20”), que convierte a la Federación en una especie de miembro asociado de la Alianza Atlántica (“NATO-Russia Relations...”, 2002), y la firma en Moscú en mayo de 2002 de un nuevo Tratado ruso-norteamericano de limitación de armas estratégicas son hasta ahora los principales frutos de esta política. Mientras tanto, la vieja oposición de Rusia a la ampliación de la OTAN, o su disgusto por la denuncia norteamericana del Tratado ABM, se han suavizado extraordinariamente. Sin renunciar a sus objetivos a largo plazo, Putin, haciendo gala de un gran realismo, continúa adelantándose a lo inevitable y aceptando de buen grado lo que, en definitiva, son hechos consumados. De momento, el componente pragmático de la política norteamericana, alejado del idealismo que impregna la filosofía de la UE, favorece el entendimiento entre los dos países en una fase en la que Putin ha dado prioridad a la gobernabilidad sobre la libertad interna.

PERSPECTIVAS A MEDIO Y LARGO PLAZO

Sin embargo, aunque Moscú parece haber optado por asumir una postura conciliadora

frente a Occidente, se mantiene la duda sobre si dicha actitud responde a una “apuesta estratégica” o si, por el contrario, refleja la intención real de Rusia de adoptar una línea de acción distinta a la que ha protagonizado a lo largo de la última década.

No cabe descartar la hipótesis de que el objetivo principal de la Federación no haya variado, es decir, que todavía persiga restaurar su condición de gran potencia y ejercitar un poder influyente en las principales instituciones de seguridad euro-atlánticas, así como en la toma de decisiones de la comunidad internacional en materia de seguridad

y defensa. En este último supuesto, las actuaciones más recientes de Putin habrían obedecido a la voluntad del líder ruso de concentrar su política exterior en la salvaguarda de los intereses económicos de Moscú, como un primer paso dirigido a rehabilitar la posición del país como punto de referencia obligado y con un renovado peso específico en el escenario internacional.

Atendiendo a esta estrategia, Putin iría muy por delante de otros miembros de la elite rusa de seguridad y defensa, así como de amplios sectores de la sociedad, que consideran excesivas las concesiones que su presidente está realizando en los últimos meses. Acontecimientos como la cumbre aliada de Praga (noviembre de 2002) pueden resultar indicativos de la previsible evolución de la situación.

Habida cuenta de que en la actualidad los principales desafíos a la seguridad de la Federación Rusa se derivan de la inestabilidad en el Cáucaso y en Asia Central, resulta comprensible que Moscú haya apostado por estrechar a corto y medio plazo la cooperación con Washington, relegando a un plano secundario la lucha por la multipolaridad.

Además, el puesto de Rusia entre las potencias de segundo nivel (UE, China, Japón) depende, en gran medida, de la importancia que la superpotencia norteamericana concede a cada una de ellas (Rogov, 2002). Por último, Rusia es consciente del papel determinante que los Estados Unidos desempeñan en los organismos económicos y comerciales internacionales, circunstancia que aconseja mantener un diálogo fluido con Washington.

Por el contrario, la estrategia de la UE hacia Rusia debe ser evaluada a largo plazo, dado su carácter “incrementalmente integracionista, multidimensional, multi-nivel (subnacional, nacional y supranacional)” [De Spiegeleire, 2002].

Siguiendo la lógica de la construcción europea, que se apoya en la intensificación de la cooperación económica como primer escalón del proceso de integración, cabe prever que la Federación Rusa experimentará una progresiva europeización. De hecho, la UE es ya el primer socio comercial de Moscú y la futura ampliación comunitaria hasta las fronteras mismas de Rusia, que afectará a más de un millón de ruso-hablantes, favorecerá, sin duda, la aproximación de la Federación a la UE, diluyendo paulatinamente la condición “euroasiática” del país[17]. De forma simultánea, los intereses de ambas partes en materia de seguridad tenderán a coincidir.

Los argumentos enunciados reflejan un evidente cambio en el entorno internacional de Rusia, circunstancia que debería motivar una reforma profunda de la doctrina militar. Aunque su versión actual habla de cooperación con Occidente, las ideas fundamentales sobre las que se basa son que Rusia continuará siendo una potencia básicamente aislada en la escena internacional y que la Alianza Atlántica puede, en potencia, convertirse en una fuente de amenaza para la seguridad del país. Por el momento, Moscú no ha procedido a una revisión formal de la Doctrina y ni siquiera ha iniciado las discusiones previas a su eventual reforma, pero las decisiones políticas adoptadas en el pasado reciente (cooperación militar con Estados Unidos en Asia Central, tratado de desarme nuclear, etc.) indican que las autoridades rusas están abandonando en la práctica el espíritu que inspiró el texto del año 2000.

 

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