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Benedicto XVI Está Magníficamente Correcto

http://www.atimes.com/atimes/Global_Economy/JL09Dj02.html

"El Presidente Roosevelt está magníficamente correcto," escribió John Maynard Keynes de la decisión del presidente Franklin Delano Roosevelt de devaluar el dólar americano en 1933. Si cualquier posición sobre política económica merece tal alabanza hoy, es la del Papa Benedicto XVI cuyas vistas sobre ética y economía ocasionaron una agitación de comentarios el mes pasado. El Ministro de Finanzas de Italia Giulio Tremonti observó, "La predicción que una economía indisciplinada se derrumbaría por sus propias reglas puede encontrarse" en un papel de 1985 (vea Market Economy and Ethics, Acton Institute) por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger que Tremonti llamó "profético." Yo no sé si era profético, pero el futuro Papa estaba correcto, y así magníficamente.

Una economía inmoral, argumentó él, se auto-destruirá, y la economía no puede determinar si alguna actividad es ética o no. Las valoraciones de acciones de Internet, el engaño del mercado de hace una década, presumió que pornografía, juego por dinero, transmitir música y hacer compras serían las fuerzas tendencia de la economía futura. Es fácil de ridiculizar esta contabilidad del Alicia-en-el-país de las maravillas después del hecho, así como es fácil reírse de anuncios de televisión que hasta hoy urgen a los americanos a comprar casas porque sus precios se doblan cada 10 años (por ejemplo este anuncio por la National Association of Realtors anunciada en YouTube). Pero ¿Qué debemos decir nosotros de una economía basada en consumir tanto como uno pueda sin preocuparse para traer a niños al mundo? Aquí está lo que el entonces Cardenal Ratzinger dijo hace 20 años sobre eso:

Está volviéndose un hecho cada vez más obvio de la historia económica que el desarrollo de los sistemas económicos que concentran el bien común bueno depende de un determinado sistema ético que a su vez puede nacer y sólo puede sostenerse por fuertes convicciones religiosas. Recíprocamente, también se ha vuelto obvio que la decadencia de tal disciplina puede causar realmente, por las leyes del mercado, el derrumbe. Una política económica a la que no sólo se ordena el bien del grupo - de hecho, no sólo al bien común de un estado determinado - sino el bien común de la familia del hombre demanda un máximo de disciplina ética y así un máximo de fuerza religiosa.

¿Qué causó a las leyes del mercado el derrumbe en 2008? En otra situación (vea El monstruo y las salchichas, Asia Times Online, el 20 de mayo de 2008), yo defendí que la protuberancia de obreros que en EEUU y Europa que se acerca a la edad jubilatoria es la última causa de la crisis financiera. La demasiada de capital cazó demasiado pocas oportunidades de inversión, y la industria financiera encontró la demanda vendiendo orejas de cerda con la tasa de crédito de colectas de seda.

Subyacente a la crisis es el repudio de la vida del mundo Occidental, a través de un hedonismo que pone el consumo o "auto-realización" delante de criar niños. El mundo desarrollado está cambiando de un perfil demográfico en que los muy joven (niños cuatro años y abajo) superan los ancianos (65 y más viejo), a un perfil en que hay 10 veces tantos jubilados como niños de cuatro o más jóvenes. La economía absolutamente nunca ha tenido que confrontar una situación en que simplemente faltó la próxima generación.

No son solo los profesionales que fueron desafiados éticamente. Los banqueros que insistieron en bailar hasta que la música se detenga, como el ex presidente del Citigroup Chuck Prince explicó antes de su  despido 2007, merecen la rabia del público. Así los analistas que trabajan para Moody's Investor Services que reconocieron en mensajes hechos público por investigadores del Congreso que "nosotros vendimos nuestra alma al diablo por la ganancia."

Porcentaje de la población de naciones desarrolladas más joven de cuatro años y más viejo que 65 años

La putrefacción moral alcanza la mayoría de las familias en el mundo desarrollado. En el papel citado, el Cardenal Ratzinger levantó un hueso con el determinismo del modelo económico "mercado libre":

Siguiendo la tradición inaugurada por Adam Smith, esta posición sostiene que el mercado es incompatible con la ética porque las acciones voluntario "morales" contradicen las reglas del mercado y sacan al empresario moralizador fuera de juego. Durante mucho tiempo, entonces, la ética comercial sonó como metal hueco porque la economía fue sostenida para trabajar sobre la eficacia y no la moralidad. La lógica interna del mercado debe liberarnos precisamente de la necesidad de tener que depender de la moralidad de sus participantes.

El verdadero juego de las leyes del mercado garantiza mejor el progreso e incluso la justicia distributiva... Este determinismo, en el que el hombre está completamente controlado por las leyes que unen el mercado mientras cree que él actúa en libertad de ellas, todavía incluye otra presuposición y quizás más asombrosa aun, a saber, que las leyes naturales del mercado son en esencia buenas (si pueden permitirme por así decirlo) y necesariamente trabajan para el bien, cualquier cosa puede ser verdad de la moralidad de individuos.

Hay algo profundamente no-ingenuo sobre el puro modelo de libre-mercado al que una objeción aun más fuerte podría levantarse, a saber que posiblemente no puede existir. Del mercado no surgen guerreros como de los dientes del dragón por Cadmus. Los mercados son parte de la sociedad, y si la sociedad pasa el punto demográfico de no retorno, el mercado morirá junto con todas las otras instituciones sociales.

Hay una falla obvia, brillante en el modelo del determinista: aun cuando nosotros asumimos que ninguna vez estafó, mintió, o robó, el mercado no puede determinar quién entra en esto y quién lo deja. En primer lugar, éstos dependen del nacimiento y muerte, y segundo de la ley y la costumbre. Por ejemplo: ¿a quién se permite tomar depósitos del público, y hace préstamos?

En el puro modelo del libre-mercado, cada banco que toma depósitos haría préstamos en su propio dinero, y el público valoraría un dólar de JP Morgan diferente de un dólar de Bank of America o un dólar de Citigroup, para no mencionar un dólar de la última y no lamentada Washington Mutual.

Hasta 1863, eso fue cómo operaron los bancos americanos. El último Milton Friedman, un consecuente si a veces Quijote defensor de los mercados libres, propuso un retorno a este caos. Si la tesorería pública garantiza depósitos de bancos, él observó, el mercado ya no es libre.

En testimonio del congreso este otoño, el ex presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan admitió notoriamente que su filosofía del libre-mercado era inadecuada. Todavía nada que lo que ocurrió bajo la tenencia de Greenspan tenía que ver con la libertad. Los bancos que disfrutaron un monopolio debido a sus cartas constitucionales federales para transferir recursos lejos de sus hojas de balance a otras entidades y les permitieron usar mucho menos capital para apoyar sus recursos que en el pasado. Aun peor, la Reserva Federal permitió bancos más grandes y más sofisticados para poner menos capital contra recursos que cargaron una valuación alta de Moody's y Standard & Poor's - las agencias que después admitieron haber vendido sus almas al diablo por ganancias.

Greenspan, a su vez, presidió sobre una burbuja fabricada por las compañías privadas más reguladas en el mundo, los grandes bancos comerciales que operan con garantía implícita de la Tesorería americana. Cuando los bancos entraron en un agujero, la garantía de la Tesorería se hizo explícita, y mantuvo a flote a los bancos con varios billones de dólares de dinero real y probable de contribuyentes.

Los intereses privados apropiados son un fragmento pequeño pero notable de la riqueza de América, emulando de una manera muy pequeña la conducta de los intereses privados en Argentina que típicamente roban toda la riqueza nacional así como cualquier cosa que ellos pueden pedir prestado de los extranjeros.

El futuro Papa hizo dos puntos paralelos: primero, esa moralidad no puede ser eficaz sin economía competente, y segundo la economía no puede tratar con la moralidad confiando en operaciones supuestamente automáticas del mercado:

Una moralidad que se cree capaz de dispensar con el conocimiento técnico de las leyes económicas no es moralidad sino moralizadora. Como tal es la antítesis de moralidad. Un enfoque científico que se cree capaz de manejarse sin un ethos entiende mal la realidad del hombre. Por consiguiente no es científico. Hoy nosotros necesitamos un máximo de comprensión económica especializada, pero también un máximo de ethos así especializará la comprensión económica que pueda entrar al servicio de las metas correctas. Sólo en esta manera será su conocimiento políticamente factible y socialmente tolerable.

Una manera más clara de hacer estas distinciones, quizás, es observar que el mecanismo del mercado tiene una función negativa pero no una positiva. El mercado no puede decidir qué innovaciones o prácticas son beneficiosas a la sociedad. Puede castigar sólo la incompetencia e ineficacia. La "Destrucción creativa", en la famosa frase del economista austriaco Joseph Schumpeter, se refiere al Mefistófeles de Goethe que intenta hacer el mal pero en cambio termina haciendo el bien. Sin el trabajo diabólico de destrucción que mata la incompetencia, los monopolios establecidos ahogarían sin innovación.

Nada en el mecanismo de mercado, sin embargo, puede distinguir entre pornografía y arte, medicina y drogas recreativas, desarrollo y barrio bajo suburbano, o, para esa materia, formación familiar y consumo adictivo. El mercado moderno se levantó durante los siglos 16 y 17 por la demanda por seda, especias, ron y tabaco, y destruyó la mayoría de la población de América del Sur y quizás una tercera parte de la población de Africa Occidental.

En el proceso, el Oeste aprendió a formar compañías de acciones, escribir seguros, opciones de comercio, y establecer bancos centrales. Todo esto después contribuyó poderosamente a su desarrollo económico, a pesar de sus orígenes ajedrezados.

Si la putrefacción moral ha tomado sostén de una sociedad, el mecanismo de mercado la llevará al infierno más rápido y eficazmente que cualquiera de las alternativas. Hay una falla aun mayor en la teoría del mercado libre, quizás, y está en la aserción que el mercado puede formar expectativas adecuadas sobre la rentabilidad futura de empresas y hacer juicios apropiados sobre la asignación de capital.

¿Cómo explicamos nosotros la mala locación de capital a las acciones de Internet durante los finales 1990 y a las casas en los Estados Unidos (y en otras partes) durante los años resultantes?

El mundo simplemente es demasiado incierto para el mercado para ver a más de un año o dos sobre el horizonte. El cambio tecnológico y social ocurre de maneras inesperadas y dramáticas y frustra las suposiciones más buenas de los empresarios más inteligentes, para no mencionar las decisiones indigestas de los proyectistas centrales. El mercado no puede formar expectativas exactas a largo plazo; en lo mejor de esto pueden imaginar los resultados futuros. La calidad de su imaginación en este caso depende de factores culturales que transcienden el juicio económico.

Los americanos pasaron los años noventa en un mundo de fantasía, donde supuestamente el cambio tecnológico transformaría la condición humana, tomando como su guía intelectual escritores de ciencia-ficción como William Gibson. No había nada malo con el mecanismo del mercado como tal; lo que fue un cable de pasto era la imaginación infantil del público americano.

El  papel de 1985 del Papa futuro insiste que sea mera moralización, no la moralidad, para desechar lo qué la economía ha aprendido sobre el mecanismo del mercado. Pero la economía no puede encontrar un remedio para la imaginación de un corazón malo, o uno tonto, para esa materia. La Ética fundadas en la religión es la condición previa para el éxito económico a largo plazo, si por ninguna otra razón las economías dependen de formación familiar. Si la crisis económica presente ayuda el Oeste para reflejar su debilidad moral, el costo bien puede valer la pena.

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