Movimiento Cívico-Militar CONDOR

Malvinas

Publicacion

S.S. Benedicto XVI

Encíclica SPE SALVI - Parte II

La verdadera fisonomía de la esperanza cristiana

24. Preguntémonos ahora de nuevo: ¿qué podemos esperar? Y ¿qué es lo que no podemos esperar? Ante todo hemos de constatar que un progreso acumulativo sólo es posible en lo material. Aquí, en el conocimiento progresivo de las estructuras de la materia, y en relación con los inventos cada día más avanzados, hay claramente una continuidad del progreso hacia un dominio cada vez mayor de la naturaleza. En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio. Es verdad que las nuevas generaciones pueden construir a partir de los conocimientos y experiencias de quienes les han precedido, así como aprovecharse del tesoro moral de toda la humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede tener la misma evidencia que los inventos materiales. El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella. Pero esto significa que:

a) El recto estado de las cosas humanas, el bienestar moral del mundo, nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras, por muy válidas que éstas sean. Dichas estructuras no sólo son importantes, sino necesarias; sin embargo, no pueden ni deben dejar al margen la libertad del hombre. Incluso las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario. La libertad necesita una convicción; una convicción no existe por sí misma, sino que ha de ser conquistada comunitariamente siempre de nuevo.

b) Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez. La libre adhesión al bien nunca existe simplemente por sí misma. Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada –buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas.

25. Una consecuencia de lo dicho es que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación; nunca es una tarea que se pueda dar simplemente por concluida. No obstante, cada generación tiene que ofrecer también su propia aportación para establecer ordenamientos convincentes de libertad y de bien, que ayuden a la generación sucesiva, como orientación al recto uso de la libertad humana y den también así, siempre dentro de los límites humanos, una cierta garantía también para el futuro. Con otras palabras: las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior. Francis Bacon y los seguidores de la corriente de pensamiento de la edad moderna inspirada en él, se equivocaban al considerar que el hombre sería redimido por medio de la ciencia. Con semejante expectativa se pide demasiado a la ciencia; esta especie de esperanza es falaz. La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre y al mundo si no está orientada por fuerzas externas a ella misma. Por otra parte, debemos constatar también que el cristianismo moderno, ante los éxitos de la ciencia en la progresiva estructuración del mundo, se ha concentrado en gran parte sólo sobre el individuo y su salvación. Con esto ha reducido el horizonte de su esperanza y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su cometido, si bien es importante lo que ha seguido haciendo para la formación del hombre y la atención de los débiles y de los que sufren.

26. No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de « redención » que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: « Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro » (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es « redimido », suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha « redimido ». Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana « causa primera » del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: « Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí » (Ga 2,20).

27. En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando « hasta el extremo », « hasta el total cumplimiento » (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente « vida ». Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos encontrado en el rito del Bautismo: de la fe se espera la « vida eterna », la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud. Jesús que dijo de sí mismo que había venido para que nosotros tengamos la vida y la tengamos en plenitud, en abundancia (cf. Jn 10,10), nos explicó también qué significa « vida »: « Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo » (Jn 17,3). La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces « vivimos ».

28. Pero ahora surge la pregunta: de este modo, ¿no hemos recaído quizás en el individualismo de la salvación? ¿En la esperanza sólo para mí que además, precisamente por eso, no es una esperanza verdadera porque olvida y descuida a los demás? No. La relación con Dios se establece a través de la comunión con Jesús, pues solos y únicamente con nuestras fuerzas no la podemos alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es una relación con Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros (cf. 1 Tm 2,6). Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser « para todos », hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los demás, para todos. Quisiera citar en este contexto al gran doctor griego de la Iglesia, san Máximo el Confesor († 662), el cual exhorta primero a no anteponer nada al conocimiento y al amor de Dios, pero pasa enseguida a aplicaciones muy prácticas: « Quien ama a Dios no puede guardar para sí el dinero, sino que lo reparte ‘‘según Dios'' [...], a imitación de Dios, sin discriminación alguna ».19 Del amor a Dios se deriva la participación en la justicia y en la bondad de Dios hacia los otros; amar a Dios requiere la libertad interior respecto a todo lo que se posee y todas las cosas materiales: el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro.20 En la vida de san Agustín podemos observar de modo conmovedor la misma relación entre amor de Dios y responsabilidad para con los hombres. Tras su conversión a la fe cristiana quiso, junto con algunos amigos de ideas afines, llevar una vida que estuviera dedicada totalmente a la palabra de Dios y a las cosas eternas. Quiso realizar con valores cristianos el ideal de la vida contemplativa descrito en la gran filosofía griega, eligiendo de este modo « la mejor parte » (Lc 10,42). Pero las cosas fueron de otra manera. Mientras participaba en la Misa dominical, en la ciudad portuaria de Hipona, fue llamado aparte por el Obispo, fuera de la muchedumbre, y obligado a dejarse ordenar para ejercer el ministerio sacerdotal en aquella ciudad. Fijándose retrospectivamente en aquel momento, escribe en sus Confesiones: « Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad. Mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: "Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para él que murió por ellos" (cf. 2 Co 5,15) ».21 Cristo murió por todos. Vivir para Él significa dejarse moldear en su « ser-para ».

29. Esto supuso para Agustín una vida totalmente nueva. Así describió una vez su vida cotidiana: « Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos, instruir a los ignorantes, estimular a los indolentes, aplacar a los pendencieros, moderar a los ambiciosos, animar a los desalentados, apaciguar a los contendientes, ayudar a los pobres, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar a los malos y [¡pobre de mí!] amar a todos ».22 « Es el Evangelio lo que me asusta »,23 ese temor saludable que nos impide vivir para nosotros mismos y que nos impulsa a transmitir nuestra común esperanza. De hecho, ésta era precisamente la intención de Agustín: en la difícil situación del imperio romano, que amenazaba también al África romana y que, al final de la vida de Agustín, llegó a destruirla, quiso transmitir esperanza, la esperanza que le venía de la fe y que, en total contraste con su carácter introvertido, le hizo capaz de participar decididamente y con todas sus fuerzas en la edificación de la ciudad. En el mismo capítulo de las Confesiones, en el cual acabamos de ver el motivo decisivo de su compromiso « para todos », dice también: Cristo « intercede por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros ».24 Gracias a su esperanza, Agustín se dedicó a la gente sencilla y a su ciudad; renunció a su nobleza espiritual y predicó y actuó de manera sencilla para la gente sencilla.

30. Resumamos lo que hasta ahora ha aflorado en el desarrollo de nuestras reflexiones. A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. En este sentido, la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero « reino de Dios ». Esta esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande y realista, la que el hombre necesita. Ésta sería capaz de movilizar –por algún tiempo– todas las energías del hombre; este gran objetivo parecía merecer todo tipo de esfuerzos. Pero a lo largo del tiempo se vio claramente que esta esperanza se va alejando cada vez más. Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza para los hombres del mañana, pero no una esperanza para mí. Y aunque el « para todos » forme parte de la gran esperanza –no puedo ciertamente llegar a ser feliz contra o sin los otros–, es verdad que una esperanza que no se refiera a mí personalmente, ni siquiera es una verdadera esperanza. También resultó evidente que ésta era una esperanza contra la libertad, porque la situación de las realidades humanas depende en cada generación de la libre decisión de los hombres que pertenecen a ella. Si, debido a las condiciones y a las estructuras, se les privara de esta libertad, el mundo, a fin de cuentas, no sería bueno, porque un mundo sin libertad no sería en absoluto un mundo bueno. Así, aunque sea necesario un empeño constante para mejorar el mundo, el mundo mejor del mañana no puede ser el contenido propio y suficiente de nuestra esperanza. A este propósito se plantea siempre la pregunta: ¿Cuándo es « mejor » el mundo? ¿Qué es lo que lo hace bueno? ¿Según qué criterio se puede valorar si es bueno? ¿Y por qué vías se puede alcanzar esta « bondad »?

31. Más aún: nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es « realmente » vida. Trataremos de concretar más esta idea en la última parte, fijando nuestra atención en algunos « lugares » de aprendizaje y ejercicio práctico de la esperanza.

« Lugares » de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza
I. La oración como escuela de la esperanza

32. Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar–, Él puede ayudarme.25 Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo. De sus trece años de prisión, nueve de los cuales en aislamiento, el inolvidable Cardenal Nguyen Van Thuan nos ha dejado un precioso opúsculo: Oraciones de esperanza. Durante trece años en la cárcel, en una situación de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él una fuerza creciente de esperanza, que después de su liberación le permitió ser para los hombres de todo el mundo un testigo de la esperanza, esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de la soledad.

33. Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don] ». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados.26 Aunque Agustín habla directamente sólo de la receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que se abre también a los demás. En efecto, sólo convirtiéndonos en hijos de Dios podemos estar con nuestro Padre común. Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a reconocerlas también. « ¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta », ruega el salmista (19[18],13). No reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía. Si Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio. En cambio, el encuentro con Dios despierta mi conciencia para que ésta ya no me ofrezca más una autojustificación ni sea un simple reflejo de mí mismo y de los contemporáneos que me condicionan, sino que se transforme en capacidad para escuchar el Bien mismo.

34. Para que la oración produzca esta fuerza purificadora debe ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente. El Cardenal Nguyen Van Thuan cuenta en su libro de Ejercicios espirituales cómo en su vida hubo largos períodos de incapacidad de rezar y cómo él se aferró a las palabras de la oración de la Iglesia: el Padrenuestro, el Ave María y las oraciones de la Liturgia.27 En la oración tiene que haber siempre esta interrelación entre oración pública y oración personal. Así podemos hablar a Dios, y así Dios nos habla a nosotros. De este modo se realizan en nosotros las purificaciones, a través de las cuales llegamos a ser capaces de Dios e idóneos para servir a los hombres. Así nos hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la esperanza para los demás: la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás. Y es esperanza activa, con la cual luchamos para que las cosas no acaben en un « final perverso ». Es también esperanza activa en el sentido de que mantenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza verdaderamente humana.

II. El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza

35. Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas; solucionar éste o aquel otro cometido importante para el porvenir de nuestra vida: colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro. Pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica. Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza. Es importante sin embargo saber que yo todavía puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o para el momento histórico que estoy viviendo. Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar. Ciertamente, no « podemos construir » el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica– « merecer » el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo « merecido », sino siempre un don. No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la « plusvalía » del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como « colaboradores de Dios », han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1 Co 3,9; 1 Ts 3,2). Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro. Podemos descubrir y tener limpias las fuentes de la creación y así, junto con la creación que nos precede como don, hacer lo que es justo, teniendo en cuenta sus propias exigencias y su finalidad. Eso sigue teniendo sentido aunque en apariencia no tengamos éxito o nos veamos impotentes ante la superioridad de fuerzas hostiles. Así, por un lado, de nuestro obrar brota esperanza para nosotros y para los demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios.

36. Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que –lo vemos– es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que « quita el pecado del mundo » (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro.

37. Volvamos a nuestro tema. Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito. En este contexto, quisiera citar algunas frases de una carta del mártir vietnamita Pablo Le-Bao-Thin († 1857) en las que resalta esta transformación del sufrimiento mediante la fuerza de la esperanza que proviene de la fe. « Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor de Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia (cf. Sal 136 [135]). Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de las tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia. En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo[...]. ¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo nombre, Señor, que te sientas sobre los querubines y serafines? (cf. Sal 80 [79],2). ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos! ¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor. Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles [...]. Queridos hermanos al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia [...]. Os escribo todo esto para se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón... ».28 Ésta es una carta « desde el infierno ». Se expresa todo el horror de un campo de concentración en el cual, a los tormentos por parte de los tiranos, se añade el desencadenarse del mal en las víctimas mismas que, de este modo, se convierten incluso en nuevos instrumentos de la crueldad de los torturadores. Es una carta desde el « infierno », pero en ella se hace realidad la exclamación del Salmo: « Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro... Si digo: ‘‘Que al menos la tiniebla me encubra ...'', ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día » (Sal 139 [138] 8-12; cf. Sal 23[22], 4). Cristo ha descendido al « infierno » y así está cerca de quien ha sido arrojado allí, transformando por medio de Él las tinieblas en luz. El sufrimiento y los tormentos son terribles y casi insoportables. Sin embargo, ha surgido la estrella de la esperanza, el ancla del corazón llega hasta el trono de Dios. No se desata el mal en el hombre, sino que vence la luz: el sufrimiento –sin dejar de ser sufrimiento– se convierte a pesar de todo en canto de alabanza.

38. La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. A su vez, la sociedad no puede aceptar a los que sufren y sostenerlos en su dolencia si los individuos mismos no son capaces de hacerlo y, en fin, el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza. En efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de un otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor. La palabra latina consolatio, consolación, lo expresa de manera muy bella, sugiriendo un « ser-con » en la soledad, que entonces ya no es soledad. Pero también la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en definitiva, cuando mi bienestar, mi incolumidad, es más importante que la verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reinan la violencia y la mentira. La verdad y la justicia han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se convierte en mentira. Y también el « sí » al amor es fuente de sufrimiento, porque el amor exige siempre nuevas renuncias de mi yo, en las cuales me dejo modelar y herir. En efecto, no puede existir el amor sin esta renuncia también dolorosa para mí, de otro modo se convierte en puro egoísmo y, con ello, se anula a sí mismo como amor.

39. Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos capaces de ello? ¿El otro es tan importante como para que, por él, yo me convierta en una persona que sufre? ¿Es tan importante para mí la verdad como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan grande la promesa del amor que justifique el don de mí mismo? En la historia de la humanidad, la fe cristiana tiene precisamente el mérito de haber suscitado en el hombre, de manera nueva y más profunda, la capacidad de estos modos de sufrir que son decisivos para su humanidad. La fe cristiana nos ha enseñado que verdad, justicia y amor no son simplemente ideales, sino realidades de enorme densidad. En efecto, nos ha enseñado que Dios –la Verdad y el Amor en persona– ha querido sufrir por nosotros y con nosotros. Bernardo de Claraval acuñó la maravillosa expresión: Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis,29 Dios no puede padecer, pero puede compadecer. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza. Ciertamente, en nuestras penas y pruebas menores siempre necesitamos también nuestras grandes o pequeñas esperanzas: una visita afable, la cura de las heridas internas y externas, la solución positiva de una crisis, etc. También estos tipos de esperanza pueden ser suficientes en las pruebas más o menos pequeñas. Pero en las pruebas verdaderamente graves, en las cuales tengo que tomar mi decisión definitiva de anteponer la verdad al bienestar, a la carrera, a la posesión, es necesaria la verdadera certeza, la gran esperanza de la que hemos hablado. Por eso necesitamos también testigos, mártires, que se han entregado totalmente, para que nos lo demuestren día tras día. Los necesitamos en las pequeñas alternativas de la vida cotidiana, para preferir el bien a la comodidad, sabiendo que precisamente así vivimos realmente la vida. Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza.

40. Quisiera añadir aún una pequeña observación sobre los acontecimientos de cada día que no es del todo insignificante. La idea de poder «ofrecer» las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o menos molestas, dándoles así un sentido, eran parte de una forma de devoción todavía muy difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez menos practicada. En esta devoción había sin duda cosas exageradas y quizás hasta malsanas, pero conviene preguntarse si acaso no comportaba de algún modo algo esencial que pudiera sernos de ayuda. ¿Qué quiere decir «ofrecer»? Estas personas estaban convencidas de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-padecer de Cristo, que así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano. De esta manera, las pequeñas contrariedades diarias podrían encontrar también un sentido y contribuir a fomentar el bien y el amor entre los hombres. Quizás debamos preguntarnos realmente si esto no podría volver a ser una perspectiva sensata también para nosotros.

III. El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza

41. La parte central del gran Credo de la Iglesia, que trata del misterio de Cristo desde su nacimiento eterno del Padre y el nacimiento temporal de la Virgen María, para seguir con la cruz y la resurrección y llegar hasta su retorno, se concluye con las palabras: « de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos ». Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado sólo hacia atrás ni sólo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo. En la configuración de los edificios sagrados cristianos, que quería hacer visible la amplitud histórica y cósmica de la fe en Cristo, se hizo habitual representar en el lado oriental al Señor que vuelve como rey –imagen de la esperanza–, mientras en el lado occidental estaba el Juicio final como imagen de la responsabilidad respecto a nuestra vida, una representación que miraba y acompañaba a los fieles justamente en su retorno a lo cotidiano. En el desarrollo de la iconografía, sin embargo, se ha dado después cada vez más relieve al aspecto amenazador y lúgubre del Juicio, que obviamente fascinaba a los artistas más que el esplendor de la esperanza, el cual quedaba con frecuencia excesivamente oculto bajo la amenaza.

42. En la época moderna, la idea del Juicio final se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso. Pero el contenido fundamental de la espera del Juicio no es que haya simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente. El ateísmo de los siglos XIX y XX, por sus raíces y finalidad, es un moralismo, una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal. Un mundo en el que hay tanta injusticia, tanto sufrimiento de los inocentes y tanto cinismo del poder, no puede ser obra de un Dios bueno. El Dios que tuviera la responsabilidad de un mundo así no sería un Dios justo y menos aún un Dios bueno. Hay que contestar este Dios precisamente en nombre de la moral. Y puesto que no hay un Dios que crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia. Ahora bien, si ante el sufrimiento de este mundo es comprensible la protesta contra Dios, la pretensión de que la humanidad pueda y deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer, es presuntuosa e intrínsecamente falsa. Si de esta premisa se han derivado las más grandes crueldades y violaciones de la justicia, no es fruto de la casualidad, sino que se funda en la falsedad intrínseca de esta pretensión. Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder –bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente– no siga mangoneando en el mundo. Así, los grandes pensadores de la escuela de Francfort, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, han criticado tanto el ateísmo como el teísmo. Horkheimer ha excluido radicalmente que pueda encontrarse algún sucedáneo inmanente de Dios, pero rechazando al mismo tiempo también la imagen del Dios bueno y justo. En una radicalización extrema de la prohibición veterotestamentaria de las imágenes, él habla de la « nostalgia del totalmente Otro », que permanece inaccesible: un grito del deseo dirigido a la historia universal. También Adorno se ha ceñido decididamente a esta renuncia a toda imagen y, por tanto, excluye también la « imagen » del Dios que ama. No obstante, siempre ha subrayado también esta dialéctica « negativa » y ha afirmado que la justicia, una verdadera justicia, requeriría un mundo « en el cual no sólo fuera suprimido el sufrimiento presente, sino también revocado lo que es irrevocablemente pasado ».30 Pero esto significaría –expresado en símbolos positivos y, por tanto, para él inapropiados– que no puede haber justicia sin resurrección de los muertos. Pero una tal perspectiva comportaría « la resurrección de la carne, algo que es totalmente ajeno al idealismo, al reino del espíritu absoluto ».31

43. También el cristianismo puede y debe aprender siempre de nuevo de la rigurosa renuncia a toda imagen, que es parte del primer mandamiento de Dios (cf. Ex 20,4). La verdad de la teología negativa fue resaltada por el IV Concilio de Letrán, el cual declaró explícitamente que, por grande que sea la semejanza que aparece entre el Creador y la criatura, siempre es más grande la desemejanza entre ellos.32 Para el creyente, no obstante, la renuncia a toda imagen no puede llegar hasta el extremo de tener que detenerse, como querrían Horkheimer y Adorno, en el « no » a ambas tesis, el teísmo y el ateísmo. Dios mismo se ha dado una « imagen »: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado, se lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne.33 Existe una justicia.34 Existe la « revocación » del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva.

44. La protesta contra Dios en nombre de la justicia no vale. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cf. Ef 2,12). Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. Una imagen, por lo tanto, de ese pavor al que se refiere san Hilario cuando dice que todo nuestro miedo está relacionado con el amor.35 Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas –justicia y gracia– han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor. Contra este tipo de cielo y de gracia ha protestado con razón, por ejemplo, Dostoëvskij en su novela Los hermanos Karamazov. Al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada. A este respecto quisiera citar un texto de Platón que expresa un presentimiento del juicio justo, que en gran parte es verdadero y provechoso también para el cristiano. Aunque con imágenes mitológicas, pero que expresan de modo inequívoco la verdad, dice que al final las almas estarán desnudas ante el juez. Ahora ya no cuenta lo que fueron una vez en la historia, sino sólo lo que son de verdad. « Ahora [el juez] tiene quizás ante sí el alma de un rey [...] o algún otro rey o dominador, y no ve nada sano en ella. La encuentra flagelada y llena de cicatrices causadas por el perjurio y la injusticia [...] y todo es tortuoso, lleno de mentira y soberbia, y nada es recto, porque ha crecido sin verdad. Y ve cómo el alma, a causa de la arbitrariedad, el desenfreno, la arrogancia y la desconsideración en el actuar, está cargada de excesos e infamia. Ante semejante espectáculo, la manda enseguida a la cárcel, donde padecerá los castigos merecidos [...]. Pero a veces ve ante sí un alma diferente, una que ha transcurrido una vida piadosa y sincera [...], se complace y la manda a la isla de los bienaventurados ».36 En la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma similar, arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y de la incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente y ya irremediable. Hemos de notar aquí que, en esta parábola, Jesús no habla del destino definitivo después del Juicio universal, sino que se refiere a una de las concepciones del judaísmo antiguo, es decir, la de una condición intermedia entre muerte y resurrección, un estado en el que falta aún la sentencia última.

45. Esta visión del antiguo judaísmo de la condición intermedia incluye la idea de que las almas no se encuentran simplemente en una especie de recinto provisional, sino que padecen ya un castigo, como demuestra la parábola del rico epulón, o que por el contrario gozan ya de formas provisionales de bienaventuranza. Y, en fin, tampoco falta la idea de que en este estado se puedan dar también purificaciones y curaciones, con las que el alma madura para la comunión con Dios. La Iglesia primitiva ha asumido estas concepciones, de las que después se ha desarrollado paulatinamente en la Iglesia occidental la doctrina del purgatorio. No necesitamos examinar aquí el complicado proceso histórico de este desarrollo; nos preguntamos solamente de qué se trata realmente. La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno.37 Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son.38

46. No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres –eso podemos suponer– queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la suciedad que ha acumulado en su vida, ¿se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra cosa podría ocurrir? San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del juicio de Dios sobre el hombre, según sus condiciones. Lo hace con imágenes que quieren expresar de algún modo lo invisible, sin que podamos traducir estas imágenes en conceptos, simplemente porque no podemos asomarnos a lo que hay más allá de la muerte ni tenemos experiencia alguna de ello. Pablo dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que ésta está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que resiste. Si hemos permanecido firmes sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquiera en la muerte. Y continúa: « Encima de este cimiento edifican con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego » (3,12-15). En todo caso, en este texto se muestra con nitidez que la salvación de los hombres puede tener diversas formas; que algunas de las cosas construidas pueden consumirse totalmente; que para salvarse es necesario atravesar el « fuego » en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno.

47. Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría. Está claro que no podemos calcular con las medidas cronométricas de este mundo la « duración » de éste arder que transforma. El « momento » transformador de este encuentro está fuera del alcance del cronometraje terrenal. Es tiempo del corazón, tiempo del « paso » a la comunión con Dios en el Cuerpo de Cristo.39 El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros. La encarnación de Dios en Cristo ha unido uno con otra –juicio y gracia– de tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación « con temor y temblor » (Fil 2,12). No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro « abogado », parakletos (cf. 1 Jn 2,1).

48. Sobre este punto hay que mencionar aún un aspecto, porque es importante para la praxis de la esperanza cristiana. El judaísmo antiguo piensa también que se puede ayudar a los difuntos en su condición intermedia por medio de la oración (cf. por ejemplo 2 Mc 12,38-45: siglo I a. C.). La respectiva praxis ha sido adoptada por los cristianos con mucha naturalidad y es común tanto en la Iglesia oriental como en la occidental. El Oriente no conoce un sufrimiento purificador y expiatorio de las almas en el « más allá », pero conoce ciertamente diversos grados de bienaventuranza, como también de padecimiento en la condición intermedia. Sin embargo, se puede dar a las almas de los difuntos « consuelo y alivio » por medio de la Eucaristía, la oración y la limosna. Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Ahora nos podríamos hacer una pregunta más: si el « purgatorio » es simplemente el ser purificado mediante el fuego en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una tercera persona, por más que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una cuestión similar, deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil. Así se aclara aún más un elemento importante del concepto cristiano de esperanza. Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí.40 Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal.

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