Publicacion
Ediciones Excalibur, Buenos Aires, 1982
Prólogo
Jorge Norberto Ferro Antonio Caponetto
I. FE Y MILICIA
Suele afirmarse en nuestros días que el espíritu evangélico es incompatible con la condición militar. Esto conduce por lo común a una serie de oposiciones dialécticas invariablemente falsas. Así el mensaje cristiano queda reducido a una pasiva aceptación de cualquier cosa, a condición de que se mencione genéricamente la "fraternidad" , el "amor" o algún otro tópico por el estilo, cuanto más vagamente mejor. A su vez, el estado militar se reduce al ejercicio ciego de la violencia, descontando que ella será siempre sinónimo de abuso y atropello.
Las consecuencias de este planteo revisten mayor gravedad que lo que podría parecer. En efecto, no son ya los posibles excesos o vicios del soldado los que resultan cuestionados, sino la existencia misma de lo militar en un marco cristiano, la misión y el estilo del hombre de armas.
De allí a la desmovilización ética de los cuadros militares hay muy poco trecho, pues la disyuntiva planteada conspira contra su misma naturaleza. O las fuerzas armadas se adecúan a una mentalidad pacifista, internacionalista. .. "cristiana", o es preferible que desaparezcan.
En este mundo de imprecisos "derechos humanos" y de "adultez de la humanidad", que desconoce las nociones de Orden y Jerarquía; que, de espaldas a la Realeza de Cristo, ha identificado el progreso con la apostasía, subordinando la Justicia a la comodidad y la Verdad a la conveniencia; que descree del amor a la Patria, procurando un mundialismo utópico y un paraíso en la tierra, mientras hipócritamente se perpetran las peores atrocidades en este mundo, pues, es lógico que la figura del soldado resulte tan insoportable como extemporánea, y que se pretenda también que resulte anticristiana.
Porque el auténtico soldado sabe que "milicia es la vida del hombre sobre la tierra", que hay bienes que no son mediatizables ni negociables, y por los cuales es preciso estar dispuesto a dar la vida; que los pueblos y las naciones crecen cuando combaten contra la infidelidad a sus misiones y contra lo que se oponga a su verdadero destino; y que hay una violencia legítima cuando se ofrece y se derrama la sangre en defensa de Dios y del Orden por El instaurado.
En el plano religioso, las consecuencias a las que aludíamos son igualmente serias. Se pretende reducir la doctrina cristiana a una serie de recetas para asegurar una promiscua convivencia. De este modo, el cristiano deberá ser ecléctico y anodino, adaptable a todo y con todo reconciliable; capaz de rápidos cambios de puntos de vista y de múltiples transacciones, aunque resulten contradictorias. Nada suscitará su rechazo frontal ni moverá su cólera. La norma será el tipo humano edulcorado y sumiso. El lema, pedir perdón por un pasado presuntamente intolerante y cerril.
No es extraño entonces, que cuando la Iglesia Católica acepta a las fuerzas armadas instituídas en los países civilizados del mundo cristiano y convive con ellas, no falten sectores que generen hacia Ella actitudes de sospecha o de acusación; como si la Iglesia estuviera traicionando sus principios. No obstante, son esos mismos sectores los que nada dicen cuando algún o algunos miembros de la catolicidad, participan —como viene sucediendo dolorosamente— en las fuerzas bélicas de las organizaciones terroristas. Y es aquí cuando la falacia del pacifismo se hace más evidente.
II. EL PACIFISMO
El pacifismo es anticristiano; y, de suyo, inconsistente y mendaz.
Anticristiano, porque no puede recibir otro nombre todo lo que conlleve renunciar a la justicia y a la verdad en aras de la conveniencia; todo lo que suponga preferir una existencia pacata y sin sobresaltos a la necesidad de librar el Buen Combate.
Es cierto que Cristo nos dejó su Paz, pero ella es cosa bien distinta del pacifismo; por eso agregó que "no es como la del mundo la que Yo os doy" (Jn. 14,27). Para esa Paz —vertical y difícil— es preciso que "no se turbe vuestro corazón ni se intimide" (Jn. 14,27); más aún, habrá que resguardarla muchas veces; por eso, "ahora el que no tenga, venda su manto y compre una espada" (Lc 22,36).
Es doctrina enseñada por la Iglesia —desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días— que hay una violencia lícita servidora del Bien Común, una fuerza, que es expresión de Caridad y Templanza, dispuesta a preservar "la tranquilidad en el orden". En tal sentido, la posibilidad de la guerra justa no ha sido excluida por el Magisterio; más aún, se ha hecho expresa referencia a ella. Cuanto más se insista en que la paz es un don de Dios, más deberá recalcarse que, precisamente por eso, no puede negociarse ni obtenerse de cualquier modo.
"La verdadera voluntad cristiana de paz es fuerza —sintetizaba Pío XII—. No debilidad o cansada resignación. La voluntad cristiana de paz, es fuerte como el acero" (Ecce Ego; I, 11-16). Y, recientemente, ha sido Juan Pablo II el que recordó que "los pueblos tienen el derecho y aun el deber de proteger, con medios adecuados, su existencia y su libertad contra el injusto agresor" (La paz, don de Dios confiado a los hombres, 12. 1-1-82). No hay paz sin desafío y valentía, sin esfuerzo y ardor.
Paradójicamente, quiera o no entenderse, la verdad es que no hay paz sin violencia. Violencia interior contra nuestros desórdenes y pequeñeces; violencia exterior frente a las mil amenazas del mal. Por eso se ha dicho con acierto que "la paz es algo muy relacionado con la guerra, porque es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz" (cfr.: Suarez, F.: La paz os dejo, Rialp, Madrid, 1974, p. 68).
Y el pacifismo es además, como indicábamos, inconsistente y mendaz.
Inconsistente porque la paz que propicia no es tal. No nace de la virtud sino del contubernio, no se nutre de la gracia, sino de los negociados, no asegura el gozo sino que promete un bienestar meramente material. No es la alegre certeza de haber alcanzado el Bien, sino la saciedad inconsciente del ganado que recibirá en cualquier momento la guillotinada fatal. Es la paz de los anestesiados y de los agonizantes, la bonhomía torpe y suicida, tan fugaz como débil, tan huidiza como insuficiente para colmar los anhelos del alma.
Y que el pacifismo es mendaz, pocas veces como en nuestra época ha quedado demostrado. Nunca como hoy se han establecido tantas y tan variadas organizaciones para la paz mundial. Y nunca como hoy se han visto crecer los odios y las enemistades mientras tales entidades no hacen sino azuzarlos y alimentarlos cínicamente. En nombre de la paz y con pretensiones de servirla se ejerce la peor de las violencias: la violencia de la hipocresía y la mentira, la fuerza organizada de las fuerzas del mal.
En el caso de algún pacifista sincero, hallamos una presa de esa "herejía perenne", como tan bien llamó Molnar al Utopismo. Se predica en favor de una situación que no existe ni puede darse, dada la condición de naturaleza caída por el pecado original, que ha desordenado las inclinaciones del hombre, buenas por cierto en su raíz pero actualmente desequilibradas.
Suprimir la guerra por decreto es ilusorio e imposible. Hacerlo suprimiendo el ejército es lo mismo que pretender eliminar las enfermedades cerrando los hospitales, o abolir la muerte demoliendo los cementerios. Es una actitud, en el mejor de los casos, vanamente soñadora, con fuertes resabios de aquel "hombre naturalmente bueno" que sólo se da en la afiebrada imaginación de Rousseau y sus epígonos.
Por esto, el ya citado Pío XII advertía que "una propaganda pacifista que provenga de quien niega la fe en Dios es siempre muy dudosa", y puede constituir "de propósito un simple medio encaminado a procurar un efecto táctico de confusión" (Gravi; II, 4, 28). Con similares palabras se expresa Juan Pablo II en el documento antes aludido (Nº 12).
Nuestro país tiene al respecto una experiencia más que aleccionadora. Infinidad de voces pacifistas y hasta algún trotamundo Premio Nobel casero no son más que los agentes de la subversión y el caos, como se ha demostrado hasta el cansancio. Es que la violencia se ejerce siempre; y no es su forma menos peligrosa la de aquellos que se autotitulan "no violentos".
Mientras escribimos estas líneas, nos enteramos por los periódicos que un comando ecologista denominado "Defensores del medio ambiente, amantes de la paz", atacó en Francia la central nuclear de Creys-Malaville, provocando desmanes alarmantes (cfr.: La Nación 20-1-82). No es, ciertamente, el único ejemplo que podría citarse.
Y precisamente porque está en el hombre la posibilidad de ejercer la violencia, es razonable que el Cristianismo se haya empeñado siempre en ordenar y encauzar esa disposición, en encaminarla y dirigirla hacia el Bien, en darle un curso recto y noble. Pero llegados aquí, ya estamos hablando de la Caballería.
III. LA CABALLERÍA
Se ha intentado, como vimos, crear una contradicción insalvable entre lo militar y lo cristiano. Torciendo la realidad de los conceptos, se busca introducir un antagonismo esencial entre la Fe y la Milicia, entre la vida guerrera y la vida religiosa y, específicamente, entre la Iglesia Católica y el servicio de las armas.
Lo cierto es que ni Cristo ni los apóstoles condenaron la vida militar. Y si todo el Antiguo Testamento está recorrido por paradigmas heroicos de recio perfil épico, es el mismo Cristo Nuestro Señor, ya en la plenitud del Nuevo Testamento, el que anuncia una vez y para siempre, que no ha venido al mundo a traer la paz, sino la espada (Mt. 10,34). Y es el mismo Cristo, al que la tradición eclesial supo representar en la figura de un guerrero, el que a la hora de poner un ejemplo perdurable de Fe, lo encuentra en un centurión romano. Y no justamente porque éste hubiera abdicado de su estilo castrense, sino precisamente, porque proyectó en su adhesión a Dios, la misma disciplina, el mismo sentido jerárquico, la misma actitud obediencial y reverente que en su conducta de soldado; "Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Por eso, ni me he atrevido ir a Ti. Di una sola palabra y mi siervo quedará curado. Porque yo, que soy hombre hombre sujeto al mando, tengo a mis órdenes soldados, y digo a éste: Ve, y va; y a otro: Ven, y viene; y a mi siervo: haz esto, y lo hace. Al oírlo, Jesús se maravilló de él y volviéndose a la multitud que le seguía dijo: Os digo que ni en Israel he encontrado fe como esta" (Lc. 7, 1-10).
Así, a despecho de tanto sentimentalismo pacifista, este centurión, tal vez el primer caballero cristiano de la historia, se convierte en ejemplo digno de imitación. Y siguen siendo sus palabras las que decimos antes de recibir la Sagrada Forma: "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa..."
Es igualmente cierto que soldados fueron los miembros de la guarnición de Cesárea, en la costa del Mediterráneo, que colaboraron con Pedro cuando éste va a evangelizar más allá de Palestina (Hechos 10, 1-48). Como soldados son los amigos de Pablo en Filipos, con los que se construye la primera comunidad cristiana de Europa (Hechos 61, 25-34).
Y serán hombres de armas infinidad de santos, reyes, mártires y papas que a lo largo de veinte siglos ofrendaron sus vidas para mejor gloria de Dios. Porque la Iglesia no es esa "mugrienta pereza disfrazada de idealismo", ni la milonga y los ósculos vagabundos, ni los cánticos sensibleros y las palomas de la ONU. La Iglesia es Lepanto y las Cruzadas, es Covadonga y Roncesvalles, es el Alcázar de Toledo y la Gesta de los Cristeros. Es la legión de capellanes repartiendo escapularios a la tropa. Es el Rosario en el campo de batalla y la empuñadura en Cruz de los sables enhiestos...
"Cruz y Fierro, la tradición cristiana desde su origen prístino reunía, el ascetismo y la Caballería en equilibrio de sapiencia humana..."
La Caballería es en lo social lo que la virtud de la Fortaleza en lo personal. La agresividad que todos tenemos nos ha sido dada para emplearla en desarraigar los obstáculos que nos impiden alcanzar el Bien. La fuerza quitada al caballero no desaparece: la ejercerá el bandido, el usurero, la empresa sin alma, el estado endiosado, o quien fuere. Porque la fuerza no puede ser suprimida, sino que debe ser ordenada. El enemigo trata de dejarnos inermes frente a su agresión; y tendrá entonces, el monopolio de la fuerza desordenada. El caballero, en cambio, pone su espada al servicio de la Justicia y de las causas nobles. Si esto no ocurre, o bien se sucumbe frente al enemigo externo o bien frente al interno, limitándose, en ocasiones, a responder con una fuerza igualmente ciega y brutal; y entonces quien realmente triunfa es el Gran Enemigo en nuestro corazón. El uso de la fuerza entraña, pues, una enorme responsabilidad, una clara conciencia de los fines y una prudente consideración de los medios.
IV. EL ARQUETIPO DEL CABALLERO
Por defender estos principios tan olvidados como necesarios, este libro que prologamos — con más entusiasmo que méritos para ello— tiene un valor inestimable. Porque declara y define, pone luz y aire limpio en un ambiente enrarecido por los errores y las vulgaridades. Es más, insta a superar toda esa zafiedad circundante con el ejercicio de las virtudes caballerescas; y quien se acerque a sus páginas no podrá evitar la admiración por aquellos varones esforzados, por aquellos tiempos en que la hazaña era un hábito cotidiano.
Es la admiración que mueve a seguir el ejemplo más que a la nostalgia, el asombro que lleva a la contemplación fecunda, el conocimiento que sugiere la conquista del bien conocido. De ahí que no sea esta una obra arqueológica, cuyo objeto se agote en la descripción erudita de una institución del pasado. Es, sí, una penetrante reflexión histórica. Y subrayamos el término para denotar precisamente que en su historicidad radica su contemporaneidad.
El autor ha entendido perfectamente que no es la vida del hombre vulgar con sus valores aquello que rige lo verdaderamente histórico y educativo, sino el testimonio de aquellos que, trascendiendo las contingencias del devenir, de la dispersión, de lo aparente, de lo ordinario, han hecho de su vida y sus acciones un modelo de ininterrumpida vigencia. No es el saber enciclopédico el que perfecciona las almas, sino el detener la mirada en los gestos, en los actos, en los símbolos, en los pensamientos que han vencido la fugacidad diaria, que han conquistado un sitio en el Tiempo y por eso se han vuelto actuales, es decir, permanentes.
Los ídolos deportivos y artísticos que arrebatan los sentidos de las multitudes crecen y decrecen como las aguas turbias de un río estancado. Los Caballeros de la Cristiandad permanecen fijos, inmóviles, idénticos a sí mismos, más allá de los cambios, de los gustos y las modas circunstanciales. De guardia eterna ante las puertas de los templos y los castillos para quien quiera seguir sus pasos y sus hechos.
Sólo los Arquetipos son cabalmente históricos; porque no es la existencia trivial lo que define sus conductas, sino precisamente la superación de lo fugaz y fenoménico, la superación del transitar corriente, en busca de la inmortalidad en Dios, que es el anhelo terminal de la criatura humana.
"La Caballería, se enseña en estas páginas, es más un ideal que una institución". Y ese ideal sigue siendo, para los hombres y las naciones, la única salvaguarda de la dignidad y del señorío; sobre todo hoy, cuando asistimos consternados no ya al deterioro de los supremos móviles, sino a la ausencia y orfandad de ideales.
El mundo moderno está enfermo de masificación y de inmanentismo. La Caballería le ofrece intacto —sin mengua ni desgaste— su espíritu sanante y recuperador.
Frente al homo faber, burgués o proletario, preocupado por el uso y el provecho de las cosas; frente al hombre divinizado y sin Dios, rodeado de gente y despersonalizado, lleno de audacias pero cobarde y sin más deberes que los de deshacerse de ellos; frente a este hombre promedio que sigue en rebaño la voz de la corriente, la presencia fulgurante del Caballero Cristiano es el camino indicador del deber ser.
Porque él, como lo ha visto luminosamente García Morente, es un Paladín. Alguien para quien la grandeza está por encima de la mezquindad, el arrojo por sobre la timidez, la altivez sobre el servilismo, el honor y el amor por encima de las conveniencias y las oportunidades (cfr. García Morente: Idea de la Hispanidad, Espasa Calpe, Madrid, 1961, pp. 50-97). Es el "home esencial", fiel a la Verdad hasta la muerte, respetuoso y temeroso de Dios y, por eso, verdaderamente sabio. Es el hombre que desprecia los halagos del mundo porque aspira a hacer de sus actos y de su vida una constante imitación de Cristo. Es el señor de sí mismo y del prójimo, pronto a defender todo lo que en la tierra no tiene defensa, y que es lo único que vale la pena custodiar hasta el martirio.
Y si todo biennacido está convocado a abrazar este ideal, con tanta o más razón aún aquellos que han elegido la carrera de las armas. Ellos deben saber, sin lugar a equívocos, que "la Caballería es la forma cristiana de la condición militar; es el sacramento, el bautismo del hombre de guerra", y que deben consiguientemente desenvainar sin titubeos su espada cada vez que sea preciso servir a Dios y a la Patria.
La consigna tanto liberal como marxista es inmovilizar a los cuadros militares en nombre del pacifismo y de otros mitos, para poder finalmente —como calculaba Lenin— asentar "el puñetazo al paralítico". "La consigna del caballero se resume en una sola palabra: batirse". No habrá dialéctica ni sofisma, no habrá estrategia internacional ni bandas terroristas que puedan vencer a un ejército cuando sus hombres estén animados de esta pasión heroica y de esta fortaleza cristiana. A no ser que se piense que la victoria consiste en sobrevivir sin un rasguño o que el fin de la milicia es custodiar los directorios de las empresas multinacionales.
Sólo una opción es lícita en esta hora: la molicie complaciente e indiferente ante el avance del mal, o la resistencia y el ataque varonil. O la genuflexión ante los poderosos de la tierra o el vivir de pie para el descanso eterno en la Casa del Padre. Traición o lealtad. Entrega o Valentía; plebeyismo o jerarquía y rango.
'Sólo una opción es lícita y es la opción de siempre: "El que no esté conmigo está contra mí. El que no siembra conmigo, desparrama" (Lc. 11, 23).
"Caballería no aprecia multitud de número''. Por eso, no importa que sean pocos o muchos los dispuestos; importa sí que seamos, ya, decididos e intransigentes en la nobleza y respecto a todo lo noble que debe restaurarse.
Todo esto y mejores cosas las comprenderá el lector adentrándose sin más demoras en las páginas de este reconfortante libro; que no ha sido hecho para ser leído, sino para ser frecuentado, para volver sobre él, para andar con él. Su autor, un verdadero miles Christi, nos entrega una vez más el don de la Verdad. Y si algún sentido tienen estas palabras preliminares es el agradecer e intentar saldar la deuda de la sabiduría.
Las leyendas son parte de la Caballería, y es un tema común en todas ellas —basta recorrer las antiguas sagas— que cuando un reino o heredad está en decadencia por el triunfo de los inferiores y de sus felonías, la tierra se esteriliza y reseca, los campos devastados no florecen, el paisaje todo se ensombrece y vacía, hasta que el Héroe Elegido para ocupar el sitio peligroso —el puesto del comando en la tormenta— regrese a restaurar el Orden, a hacer justicia y reparar agravios.
La Argentina, que fue fundada y construida por auténticos Caballeros Cristianos, es quizás esta tierra devastada y estéril que nos duele. Más próxima a un mercado haraposo y prosaico que a una Fortaleza irreductible. Quiera Dios que la lectura y la meditación de estas páginas arrebate a muchos del tedio y de la medianía y les suscite ese amor combatiente y combativo.
Y que los campos yermos de la Patria reverdezcan gloriosos al paso alegre e implacable de los Caballeros de Cristo.
por el R.P. Alfredo Sáenz, S.J.
Ediciones Excalibur, Buenos Aires, 1982
I. EL ORIGEN DE LA CABALLERÍA
1. DEL USO BRUTAL DE LA FUERZA AL CABALLERO CATÓLICO
No es la Caballería una de esas tantas instituciones que han ido apareciendo a lo largo de la historia, erigidas por un Papa o decretadas por un Rey. Si bien con el tiempo la Caballería se convirtió en un estamento signado por un espíritu profundamente cristiano, nada tiene en sus orígenes que recuerde los comienzos de una orden religiosa.
¿Hasta qué siglo debemos remontarnos para encontrar el inicio de la Caballería? Algunos han creído deber recurrir a la época de los griegos, especialmente de los que vivían en Atenas, entre los cuales existían los llamados "eupátrides", a quienes Solón denominara precisamente "caballeros" . Otros han preferido ubicar su origen remoto en el mundo de Roma, particularmente en los llamados "equites romani". Con todo, sin negar que éstos puedan constituir "antecedentes" de la institución caballeresca, nos parece ir demasiado lejos en la inquisición de los orígenes. Al menos en lo que hace a la concreta aparición de la Caballería en Occidente, resulta mejor remitirse a los siglos que enmarcaron las invasiones de los bárbaros. Occidente —y de manera peculiar la Iglesia— experimentó la necesidad de atemperar los ardores de la sangre germana y de ofrecer un cauce o un ideal a ese ímpetu, no pocas veces tan mal empleado. Tal nos parece el origen remoto de la Caballería: una costumbre germana idealizada por la Iglesia. De ahí que la Caballería no será primariamente una institución sino un ideal, un estilo de vida militante, hasta llegar a constituir con el tiempo la forma cristiana de la condición militar. El "caballero" será simplemente "el soldado cristiano".
Fue el ataque generalizado de los árabes contra el mundo cristiano, el detonante que exigió de Occidente la formación de un ejército constituido casi exclusivamente por hombres de a caballo. Luego esta institución se hizo más permanente, y no mera respuesta a una emergencia coyuntural. En la edad feudal la figura del caballero ya había cobrado un especial y firme relieve. El caballero era un soldado o guerrero de distinción; el solo hecho de que pudiera sufragar los gastos de mantenimiento de un buen caballo, con uno o varios sirvientes, los correspondientes bagajes, y algún otro caballo de recambio, era señal de que no se trataba de un rústico cualquiera, sino de alguien que poseía algún patrimonio. Y como el mismo combatir a caballo suponía cierto entrenamiento en el manejo de las armas con la consiguiente instrucción militar, todo esto vino a otorgar a los caballeros cierta preeminencia y distinción en la sociedad medieval. Si se trataba de un caballero que era al tiempo señor feudal, el derecho a la caballería era heredado por el primogénito, con lo suficiente para equiparse debidamente y poder seguir ejerciendo su digna profesión militar.
Como resulta obvio, el ideal de la Caballería no se realizó por un decreto, ni de un momento a otro, sino que fue fruto de pacientes siglos. Porque hay que reconocer que en los turbulentos años que corren entre los siglos VIII al XI —época en que fue cristalizando esta institución— con frecuencia los caballeros no eran precisamente exponentes de virtud. Demasiado a menudo la violencia era simplemente su manera de ganarse la vida, formando un estamento social pendenciero y anárquico. ¿Cómo refrenar tales ímpetus desorbitados y caóticos? ¿Cómo encauzar esas energías tumultuosas dentro de la sociedad cristiana que dolorosamente se iba gestando? Fue especialmente la Iglesia quien realizó tan maravillosa transformación, convirtiendo al irascible aventurero en el soldado cristiano. Fue el cristianismo quien infundió a los guerreros una concepción más humana y más cristiana del uso de la fuerza y del coraje. En una pedagogía de largo aliento la Iglesia presentó a los caballeros el ideal religioso como el más elevado fin de sus empresas, sublimó sus hábitos y costumbres, les mostró cómo el uso de la fuerza no había de ser brutal sino que debía ponerse al servicio de la justicia, de la inocencia, de la debilidad, de la religión, en una palabra, los impregnó del más elevado espiritualismo.
El resultado de tan lúcido esfuerzo resulta de veras admirable. También en este terreno la Iglesia ejerció una eficaz función educadora. Los tiempos eran duros; la guerra, el pan cotidiano. Estaban los sarracenos, los piratas normandos, las luchas de familias: en todas partes se combatía. Ningún camino estaba seguro. El Rey ya no se encontraba en condiciones de defender a nadie, y los Condes se proclamaban Reyes. Era pues natural que cuando en medio de tantas tribulaciones aparecía un soldado valiente y resuelto, que se hacía respetar, los débiles lo rodeasen anhelantes para ampararse en su fuerza. Fue en esa hora difícil cuando la Iglesia emprendió la educación católica del guerrero. Y le propuso un ideal: la Caballería.
Para lograr que este ideal se concretase, la Iglesia no vaciló en recurrir incluso a costumbres paganas capaces de expresar la concepción del combatiente. Entre las tribus germanas se estilaba el rito de "dar las armas", como ellos decían. La escena se desarrollaba generalmente en las penumbras de un bosque. Una vez reunida la tribu, se adelantaba el candidato a las armas, un adolescente. El jefe de la tribu ponía en sus juveniles manos un escudo o una lanza: le daba las armas. Se puede decir que este rito bárbaro tan primitivo fue el elemento material de la nueva creación de la Iglesia, la naturaleza sobre la cual se injertaría la gracia. A ese cuerpo la Iglesia le daría un alma.
La Caballería aparece así como la fusión de las costumbres bárbaras, propias de épocas de hierro, con el espíritu católico. Ya hemos dicho que para que tal síntesis se realizara fue preciso que transcurriesen largos siglos, durante los cuales se fue produciendo, no sólo en éste sino en todos los planos, la fusión íntima de las dos grandes tradiciones, la del Norte, salvaje, y la del Sur, romano y bautizado. De esta síntesis la Caballería resulta el símbolo más acabado. Partiendo pues del soldado cruel y terrible del siglo IX, capaz de burlarse hasta de su propia madre y de desafiar al mismo Dios, llegamos al caballero heroico y cristiano de fines del siglo XI, tal cual se lo describe por ejemplo en la "Chanson de Roland". Cuando el Papa Urbano II lanzó con todo su poder el Occidente católico sobre el Oriente de la tumba de Cristo caída en manos de los infieles, ya la Caballería era una realidad cumplida. Godofredo de Bouillon, el más grande de los Cruzados, es asimismo el modelo de toda caballería.
2. LA CRISTIANIZACIÓN DE LA GUERRA
Es evidente que la guerra como tal no puede ser grata a nadie. Más aún, parece que debe resultar terrible para toda persona que no ha perdido e| sentido de las cosas. Por algo decía San Agustín que si alguno puede pensar en la guerra y soportarla sin un gran dolor, "ha perdido el sentido humano" (1). Y en carta a Bonifacio proclamó un principio básico: "La guerra se hace para lograr la paz" (2). Esta carta puede ser considerada como un admirable Tratado sobre la Guerra. Luego de mostrar lo repugnante que resulta la guerra a primera vista, señala cómo en no pocas circunstancias acaba por ser una necesidad. Y sería tan inhumano ser belicista por principio como pacifista a ultranza: "No pienses que nadie puede agradar a Dios si milita con armas de guerra. Militar era el santo David... Soldado era aquel centurión... Soldado era Cornelio, etc.. . . No se busca la paz para promover la guerra, sino que guerra se hace para lograr la paz. Sé, pues, pacífico aun cuando pelees, para que venciendo a aquellos contra los cuales luchas los lleves a la paz" (3).
La Iglesia no ama la guerra, pero constata su existencia tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y, por medio de sus doctores, dio de ella una triple explicación. La guerra puede ser ante todo ocasión de un justo castigo: cuando un pueblo deja de ser viril y amar el sacrificio, o cuando en medio de su prosperidad se hace tiránico de los demás, a veces Dios elige otro pueblo y con él golpea a aquella nación corrupta; otras veces, en cambio, los que pierden la guerra son las naciones nobles y mejores: en tales casos, dichas naciones expían por sí mismas o por los otros pueblos, convirtiéndose la guerra en materia de purificación.
Sea lo que fuere, la Iglesia sólo autorizó las guerras justas. "Hay guerra justa —escribe San Agustín—, cuando se propone castigar la violación del derecho, cuando se trata, por ejemplo, de castigar a un pueblo que se rehusa a reparar una acción mala o a restituir un bien injustamente adquirido" (4).
Debe agregarse, con Rábano Mauro, el caso frecuente de una invasión que siempre es legítimo repudiar con la fuerza (5). El más grande enciclopedista de la Edad Media, Vicente de Beauvais, en los mismos años en que toda Francia escuchaba o leía cantares de gesta, durante el reino de San Luis, desarrolló la doctrina agustiniana: "Tres son las condiciones para que una guerra sea justa y lícita: la autoridad del príncipe que ordena la guerra; luego, una causa justa, y, por fin, una intención recta". Y agregaba el compilador del siglo XIII: "Por causa justa hay que entender que no se va contra sus hermanos sino cuando han merecido un castigo por alguna infracción al deber, y la intención recta consiste en hacer la guerra para evitar el mal, para hacer avanzar el bien" (6). No otra cosa enseñaba Santo Tomás (7). En cuanto a las guerras injustas, San Agustín las había ya calificado de manera tajante: "¿Qué otro nombre cumple darle que el de gran latrocinio?" (8).
La Iglesia no amaba la guerra, por cierto. Nadie puede amarla en sí misma. Sin embargo es una necesidad proveniente del pecado original y cuando es justa su ejercicio se hace meritorio y santificante. La idea de la legitimidad de algunas guerras y de la grandeza del soldado cristiano, hizo en el mundo occidental, entre los siglos IV al X, progresos tanto más sensibles, cuanto que se vivió en pleno horror de invasiones, barbarie, luchas mortales entre religiones y razas. No fue extraño que los Padres Apostólicos soñasen con una tierra nueva en la que florecería la paz del Evangelio, aquella paz que Cristo vino a traer al mundo. Pero esas teorías admirables —y un tanto utópicas— debieron inclinarse ante la cruda realidad. Fue San Agustín, ese gran genio que vivió en tiempos espantosos, contemporáneo de los Vándalos, uno de los primeros doctores que disciplinó, por así decir, las teorías cristianas sobre la guerra y el hombre de guerra: "¿Qué hay de condenable en la guerra? ¿Será la muerte de hombres destinados a morir tarde o temprano? Tal reproche, en verdad, es para uso de cobardes, y no de hombres verdaderamente religiosos. No, lo que es culpable es el deseo de dañar a otros hombres, el amor cruel de la venganza, el espíritu implacable y enemigo de la paz, e! salvajismo de la rebelión, la pasión del dominio y del imperio. Importa que tales crímenes sean castigados, y tal es precisamente la causa merced a la cual, por orden de Dios o de una autoridad legítima, los buenos se ven obligados a emprender en ocasiones algunas guerras" (9). Y respondiendo en otro lugar a las objeciones que el mundo pagano hacía a la Iglesia escribe:
"Quienes pretenden que la doctrina de Cristo es contraria a la cosa pública, den al Estado un ejército formado por soldados tales como los quiere la doctrina de Cristo. Porque son, en verdad, grandes y gloriosos los guerreros valientísimos y fidelísimos que, a través de mil peligros y con la ayuda de lo alto, triunfan sobre enemigos reputados invencibles y dan paz al Imperio. Cuando esos campeones de una causa justa logran vencer, hay que ver en ello un don de Dios" (10).
Entre los siglos que separan a San Agustín de Santo Tomás la Iglesia siguió manifestando, en los cánones de sus concilios, su horror por la guerra, mientras que en los escritos de sus doctores animó a los soldados verdaderamente cristianos. Nada más lógico ni más equilibrado. La guerra es una desgracia, pero conviene, ya que es inevitable, justificar a los que la hacen honestamente y por el solo triunfo de! bien. Al mismo tiempo fue suavizando las costumbres bárbaras relativas a la guerra, poniéndole obstáculos tales como las llamadas "Paz de Dios" y "Tregua de Dios". Lo cierto es que si la Iglesia no hubiese favorecido y santificado las guerras justas hoy seríamos quizás musulmanes, paganos o bárbaros.
La Iglesia cristianizó la guerra y, consiguientemente, al soldado. Tal esfuerzo está en el origen de la Caballería y le da todo su sentido. El Rey Sabio la describió con trazos definitivos: "Caballería fue llamada antiguamente la compañía de los nobles hombres, que fueron puestos para defender las tierras. Y por eso duros, y fuertes, y escogidos para sufrir trabajo, y males, trabajando, y luchando por el pro de todos comunalmente. Y por ende tuvo este nombre entre mil, porque antiguamente de mil hombres escogían uno para hacer Caballero. Mas en España llaman Caballería, no por razón que andan cabalgando en caballos; mas porque así como los que andan a caballo, van más honradamente que en otra bestia, así los que son escogidos para Caballeros, son más honrados que todos los otros defensores" (11).
Tal la figura del caballero, el guerrero cristiano, el que trabaja "comunalmente" , el "honrado". La Edad Media lo colocó en el corazón de su orden político y social, en una situación única, ejemplar; y ese ideal de tal modo irradió sobre el ambiente y le impuso su influencia que logró sobrevivir al desplome mismo de la Cristiandad que tanto lo había amado.
3. LOS TRES ESTAMENTOS DE LA CRISTIANDAD
La Edad Media entendió la sociedad como dividida en tres grandes sectores, no por cierto enfrentados entre sí sino armónicamente cohesionados: los que oran, los que trabajan y los que combaten.
Demos de nuevo la palabra al Rey don Alfonso: "Defensores son uno de los tres estados, por que Dios quiso que se mantuviese el mundo. Pues así como los que ruegan a Dios por el pueblo, son dichos oradores; y asimismo los que labran la tierra y hacen en ella aquellas cosas por que los hombres han de vivir y de mantenerse, son dichos labradores; asimismo los que han de defender a todos son dichos defensores. . . Y esto fue, porque en defender se ocultan tres cosas: esfuerzo, honra y poderío. En el título anterior a éste mostramos cuál debe ser el pueblo con relación a la tierra, haciendo linaje que la pueble, y labrándola para tener los frutos de ella, y enseñorearse de las cosas que en ella fueren, y defendiéndola, y guardándola de los enemigos, que es cosa que conviene a todos comunalmente. Pero con todo ello pertenece más a los Caballeros, a quienes los Antiguos dicen Defensores. Lo uno, porque son más honrados. Lo otro, porque señaladamente son establecidos para defender la tierra y acrecentarla" (12).
Oficio es pues del Caballero la defensa de los dos estamentos débiles, el del Orador y el del Labrador, oficio irreemplazable en una sociedad bien constituida. Cada sector debe cumplir su papel específico. "Los estados son de tantas maneras —escribe el príncipe don Juan Manuel, sobrino del Rey don Alfonso — , que lo que pertenece a un estado es muy dañoso al otro. Y entendedlo bien, que si el caballero quisiera tomar estado de labrador o de menestral, mucho impide al estado de caballería, y lo mismo si estos dichos toman estado de caballería" (13).
Cerremos este apartado transcribiendo la pintoresca descripción que nos ofrece Raimundo Lulio del principio y significado de la Caballería:
"Faltó en el mundo la caridad, lealtad, justicia y verdad; empezó la enemistad, deslealtad, injuria y falsedad; y de esto se originó error y perturbación en el pueblo de Dios, que fue criado para que los hombres amasen, conociesen, honrasen, sirviesen y temiesen a Dios.
"Luego que comenzó en el mundo el desprecio de la justicia por haberse apocado la caridad, convino que por medio del temor volviese a ser honrada la justicia; por esto todo el pueblo se dividió en millares de hombres, y de cada mil de ellos fue elegido y escogido uno, que era el más amable, más sabio, más fuerte, de más noble ánimo, de mejor trato y crianza entre todos los demás.
"Se buscó también entre las bestias la más bella, que corre más, que puede aguantar mayor trabajo y que conviene más al servicio del hombre. Y porque el caballo es el bruto más noble y más apto para servirle, por esto fue escogido y dado a aquel hombre que entre mil fue escogido; y este es el motivo por que aquel hombre se llama caballero.
"Habiéndose destinado para el hombre más noble el bruto más generoso, se convino que entre todas las armas se escogiesen y tomasen las que son más nobles y conducentes para combatir y defenderse de las heridas y de la muerte; y éstas son las que se apropiaron al caballero. Al que quiere entrar en la Orden de Caballería le conviene considerar y meditar el noble principio de la Caballería...
"Amor y temor convienen entre sí contra el desamor y menosprecio; por esto convino que el caballero, por su nobleza de ánimo y buenas costumbres y por la honra tan alta y grande que se le hizo escogiéndolo entre todos y dándole caballo y armas, fuese amado y temido de las gentes; para que por el amor redujese al prístino estado la caridad y buen trato, y por el temor, la verdad y justicia" (14).
Pensamos que lo dicho es suficiente para entender el origen de la Caballería y su oficio en el seno de la Cristiandad. En una palabra, la Caballería es la consagración de la condición militar o, al decir de Gautier, la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada (15).
Notas
(1) De Civitate Dei, I. XIX, cap. Vil.
(2) A Bonifacio, Ep. 189, 6.
(3) Ibid.
(4) Quacstiones Heptateuchum VI: PL 34, 781.
(5) Cf. De Universo: PL 111, 533.
(6) Speculum morale, I. III, pars V, dist. 124.
(7) Cf. Suma Teológica ll-ll, 40, I, c.
(8) De Civitate Dei, I. IV, cap. VI.
(9) Contra Faustum: PL 42, 447.
(10) De Civitate De¡: PL 41, 440-441.
(11) ALFONSO X EL SABÍO, Las Siete Partidas, 2s Partida, título XXI, ley 1.
(12) Ibid., título XXI, prólogo. Los subrayados son nuestros.
(13) DON JUAN MANUEL, Libro del caballero et del escudero, cap. XXXVIII, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1905, p. 245. En adelante, citaremos siempre según esta edición.
(14) RAIMUNDO LULIO, Libro de la Orden de Caballería, en Obras literarias de Ramón Llull, B.A.C., Madrid, 1948, I, 1-5, pp. 109-110. En adelante, citaremos siempre según esta edición.
(15) Cf. LEÓN GAUTIER, La Chevalerie, París, 1895, pp. 21-22. En adelante, siempre que citemos esta obra, nos referiremos a la edición de 1895.
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