Movimiento Cívico-Militar CONDOR

Malvinas

Publicacion

Padre Julio Menvielle

Concepción Católica de la Economía - Parte I

Edición de los Cursos de Cultura Católica
Impreso por Francisco A. Colombo,
19 de septiembre de 1936

PROLOGO

“Buscad primero el reino de Dios y su Justicia y todo lo demás se os dará por añadidura”, ha dicho Jesucristo. Estas palabras no son una máxima piadosa. Son una ley de la realidad. El mundo moderno, que ha querido buscar ante todo lo económico, no sólo no consiguió esto, sino que perdió por añadidura el reino de Dios.

Este libro pretende dejar constancia de este hecho. Sobre todo, quiere hacer ver que el Evangelio y la Doctrina de la Iglesia, – expresada tan maravillosamente por Santo Tomás de Aquino –, contiene los principios esenciales de la vida humana, que ninguna economía puede olvidar. La economía no tiene un fin en sí, como si fuese un Dios. La economía está en función del hombre. Debe servir al hombre. Y no a un hombre forjado en el cerebro de un filósofo, sino al servicio del hombre real, como criatura creada por Dios con, todas las virtualidades jerárquicas que en sí encierra. Si se olvida esta verdad de sentido común, se expone uno a forjar creaciones verdaderamente maravillosas pero nefastas.

Es lo que acaece con los regímenes económicos modernos y con las teorías de los economistas, que parecen construcciones sumamente grandiosas. Pero, ¿de qué valen si en lugar de servir, sacrifican a la colectividad humana? Da pena contemplar el derroche de complicada técnica de muchos economistas en elucubraciones - admirables que caen en el vacío por no tener presente esta verdad elemental de que una economía vale en la medida en que es benéfica al hombre. Por tal razón este libro no es ni puede ser un libro de técnica. Es simplemente una reflexión de sentido común, sobre las realidades de la vida económica.

Cuando la vida económica está ordenada en un sentido humano, la técnica puede desempeñar una benéfica función, haciendo más ajustable los distintos órganos de la actividad económica con un rendimiento más humano. Pero si f alta este ordenamiento humano, toda técnica resultará estéril, cuando no maléfica. No es que se desprecie la técnica. La técnica tiene una misión útil, pero secundaria. La técnica es de suyo miope. Debe estar iluminada por los sentidos superiores. Es posible, p. ej., que, en el "conjunto x de fenómenos económicos”, un técnico que compara el movimiento financiero descubra un progreso en las actividades que pueda traducirse en una ascensión de curvas matemáticas; pero, ¿se sigue de allí que la vida económica real ha progresado, aportando mejoras reales de riqueza y bienestar a todos los que han actuado en el "conjunto x de fenómenos económicos"? ¿No es posible que ese progreso de curvas señale un aumento real en el conjunto total, pero como hay desigualdad en la distribución, ese progreso se haya hecho en beneficio de unos pocos y a expensas del cuerpo social? ¿Y allí donde la técnica haya de comprobar un progreso de curvas, la verdad del bienestar humano señala un descenso? ¿Acaso no es cosa manifiesta que nunca ha habido en la humanidad, un movimiento financiero, bursátil sobre todo, tan enorme como hoy, y que sin embargo, el bienestar humano no es mejor con respecto a otros tiempos?

Demuestra esto que la técnica de suyo miope debe estar iluminada por vistas superiores de la inteligencia. De la inteligencia, digo, que ve la razón y esencia de las cosas, y que se llama Sentido Común cuando procede bien por el instinto propio de alcanzar la verdad, y que se llama Filosofía Aristotélico Tomista cuando puede justificar reflexivamente que procede bien.

De aquí que este libro sea, en verdad, una filosofía católica de la Economía. Pero al decir filosofía, no se imagine nadie que es una creación antojadiza del cerebro. La verdadera filosofía no es más que la penetración reflexiva en los seres, tratando de determinar sus leyes esenciales. El filósofo auténtico no crea ni inventa, sino que lee.

Por esto, el presente libro quiere poner de relieve el ordenamiento esencial de toda economía que esté en verdad al servicio del hombre: simplemente, de la economía. Porque una economía que no sirva al hombre es un contrasentido. Sería una economía antieconómica. Que sirva al hombre total con las virtualidades jerárquicas que en sí encierra. El hombre no es un puro estómago. Además de estómago, el hombre es racional; además de hombre, tiene, por la misericordia de Dios, un destino divino. La Economía debe procurar al hombre social los bienes de su cuerpo, para que el hombre alcance ese destino divino. Sólo respetando esta ley esencial del hombre, la procuración de los bienes materiales será en verdad una Economía.

CAPITULO I: LA ECONOMIA Y LA ECONOMIA MODERNA

El mundo vive hoy bajo el signo de la inquietud económica, Porque se ha Perdido el sentido de la economía. Se conocen una infinidad de fenómenos económicos, llamados producción, tierra, capital, trabajo, finanzas, consumo; se registran pretendidas leyes económicas; se construyen teorías y se crean escuelas económicas; pero no se posee el sentido de la economía, porque se ha perdido el de la vida humana.

El mundo moderno – llamo mundo moderno al engendrado por la acción anti-tradicional de la Reforma Protestante, perpetuado en el liberalismo del siglo XIX y dispuesto ahora a sepultarse en la anarquía bolchevista –, el mundo moderno, digo, no sabe ni puede saber qué es la vida, porque se ha privado del acto propio de la inteligencia, que es “juzgar”. En el "juicio", la inteligencia conoce el valor real (ontológico) de las cosas. Es un acto esencialmente teleológico. Frente a un ser, no tanto quiere conocer su funcionamiento, su mecanismo, su realidad fenoménica, como su esencia determinada por su finalidad: "¿Para qué es tal ser?", y conocida su finalidad, ajustar a ella su funcionamiento.

Por esto nuestra preocupación constante en el presente libro será formular un juicio de valor sobre la realidad económica. Habremos de penetrar en las entrañas mismas de los fenómenos económicos modernos, para descubrir su conformación esencial y ver si hay en ellos una perversión ingénita, y en este caso, proponer las condiciones del medicamento eficaz. Como los fenómenos económicos que nos rodean son esencialmente capitalistas, nada más justo que precisar la naturaleza de la Economía capitalista.

Materia y forma de la economía

En toda construcción económica concreta p. ej. la Economía capitalista liberal, podemos distinguir dos elementos distintos, unidos substancialmente en un único ser; usando el lenguaje aristotélico-tomista, llamaremos materia al elemento pasivo e informe que recibe como un alma y conformación del otro elemento, que denominaremos forma. De la unión substancial de esta materia y de esta forma se engendra una construcción económica concreta, del mismo modo que todo ser material, el agua por ejemplo, resulta de una determinada cantidad de materia informada por el principio determinante y específico, que es la forma. La materia es un elemento común que puede estar informada por formas distintas, dando lugar entonces a seres o esencias distintas. Cuando, por ejemplo, bebemos agua, y ésta se convierte en nuestra carne, la forma de agua desaparece y da lugar a la de carne; pero la materia queda la misma, y sustenta ahora la forma de carne como antes sustentaba el agua. Quiere decir esto que puede haber dos seres sucesivamente distintos que tengan una misma materia.

Apliquemos esta doctrina a la economía capitalista liberal. En ella, la máquina, el crédito, el intercambio mundial de productos, p. ej., es como la materia del edificio económico, y la conformación que se da a estos elementos es como la forma. Si a estos elementos se les imprimiese una conformación distinta, si se los determinase con otra forma, podría surgir también una economía distinta. Por esto, lo interesante para el conocimiento de una construcción económica es la determinación de aquel principio formal que constituye como su alma. No obstante, los elementos materiales ofrecen también interés, por cuanto una forma determinada no puede informar una materia si no se halla ésta en ciertas disposiciones propicias: así por ejemplo, el alimento que comemos no se asimila en nuestra sustancia sino después de un proceso de transformación, realizado por la acción de los jugos gastrointestinales, que disponen la materia para la recepción de una determinada forma. Y la forma, por su parte, como se une substancialmente a la materia, imprime en ella un sello característico.

Esta distinción aristotélica-tomista de materia y forma aplicada a la Economía es fundamental si se quiere precisar el alcance de las críticas que se formularán contra el capitalismo, Estas críticas no alcanzarán a los elementos materiales (p. ej., a la máquina, al intercambio comercial mundial, al capital), sino a la conformación que ha impreso el capitalismo a estos elementos materiales, al uso que ha hecho de la máquina, del capital. Precisemos, pues, la esencia de la Economía Capitalista determinando su materia y forma.

Elementos formales del capitalismo:

La forma nos la manifestará el estado del hombre en el momento en que éste imprime, como oficialmente, el impulso a la Economía capitalista liberal. Acaece esto hacia fines del siglo XVIII, cuando, agonizando el mundo antiguo, emprende una carrera victoriosa la ciencia físico-matemáticas con sus aplicaciones técnicas, la democracia liberal con el aplastamiento de la aristocracia y la exaltación burguesa, y la economía política con las teorías de los fisiócratas y de la escuela liberal. Se dan simultáneamente entonces hechos tan descollantes como la Independencia Americana y la Revolución Francesa, la construcción de la máquina de vapor y la libertad de comercio.

¿Cuál es el estado del hombre en este preciso momento? El hombre se hallaba en una pendiente, por la cual venía rodando hacía más de tres siglos. La Edad Media había logrado el milagro único en la historia del equilibrio humano. Calmadas sus pasiones, el hombre vivía en paz consigo mismo, y vivía en paz con sus hermanos, en el ordenamiento jerárquico de la vida social. Había orden sin violencia, porque todas las partes de la sociedad se movían libremente en el ámbito de sus funciones, cada una en su propia esfera, sin absorber a la inferior ni atropellar a la superior.

En la cima del universo social, jerárquicamente ordenado, dominaba el Siervo de los siervos de Dios, como en la cima de las preocupaciones humanas dominaba "lo único necesario": el amor de Aquel que se nos manifestó como Padre.

No se trata de hacer la apología de la civilización medieval, "más bella en los recuerdos depurados de la historia que en la realidad vivida" (Maritain, Religion et Culture), sino de hacer vislumbrar el tipo normal de una civilización humana.

Lutero quiebra oficialmente este bello ordenamiento aniquilando la vida religiosa, que, sin pretenderlo, sustentaba igualmente, la vida intelectual y moral del hombre. Sin la gracia sobrenatural, despuntaron los instintos de la fiera humana, en especial la avaricia, la execranda sed de oro, que es como una idolatría, según el Apóstol. "Mientras el mercantilismo del siglo XVI y XVII anuncia el liberalismo del XIX y la piratería legalizada de Isabel deja en zaga a los especuladores modernos" (Marcel Malcor. Nova et Vetera, Abril-Junio 1931), Descartes y Kant, destruyendo la vida de la inteligencia y substituyéndole la razón, o sea: una facultad que no percibe las esencias sino tan sólo realidades abstractas, mecánicas, de una magnitud comparable, echan las bases de una economía física, ajustada a leyes mecánicas invariables, como el curso de los astros, y como éste, substraído a la regulación propia del ser humano.

Lo curioso es que mientras crecía la dominación de la avaricia y el sentido racionalista o mecánico de la vida, ésta se sentía debilitada en su interior y por tanto ansiosa de romper los vínculos que la obligaban a mantenerse en orden. Rousseau proclama oficialmente la era de la omnímoda libertad, porque, como no hay Dios, no hay soberano, y el hombre individuo se constituye en su propia ley.

Con Rousseau coincide, por otra parte, el agotamiento del impulso protestante y racionalista, y, por ende, la pérdida definitiva de la vitalidad sobrenatural e intelectual del hombre moderno. Sin vida espiritual e inteligente, debió surgir el tipo de hombre-estómago, el burgués, entregado con toda su mente, con todo su corazón, con todas sus fuerzas a lo económico.

De aquí que, a fines del siglo XVIII, suene la hora de la Economía, de una economía avara, para la que le preparó Lutero (ver nota 1 al final del libro), de una economía racional o mecánica, para la que le preparó Descartes; de una economía liberal o individual, para la que le preparó Rousseau. La concepción (el alma, la forma) que se forjará entonces el hombre de la economía será el de una estructura mecánica, substraída a la regulación humana (Descartes) con expansión individual ilimitada (Rousseau) destinada a multiplicar en forma ilimitada la ganancia (Lutero). En palabras más simples: una maquinaria, en manos del individuo, movida por la concupiscencia infinita del lucro.

Esencia del capitalismo: Elementos materiales

Esta forma de la Economía encontró en las condiciones materiales de entonces un cuerpo, diríamos, en su punto, que sustentase esta forma, que a su vez parecía estar hecha a propósito para un tal cuerpo. Gracias a las ciencias físico-matemáticas, se logró la dominación de las leyes mecánicas que rigen el movimiento del universo, y con esto, la conquista práctica del mundo. En boca de todos están las loas de las transformaciones técnicas operadas por la fundición de los minerales en los hornos de carbón en 1738, la producción del hierro fundido en 1750 y la aplicación de la máquina en la industria del algodón y la lana en 1760, precisamente en las colosales industrias de Lancashire. De esta suerte, la máquina se ajustaba a la concepción mecánica que de la economía se había hecho Descartes.

Al mismo tiempo que la máquina aumentaba en Europa vertiginosamente y con regularidad matemática las posibilidades de producción, el estado agrícola del mundo abría mercado ilimitado a la industria europea. Es fácil de imaginar que una industria naciente, frente a mercados enormes e ilimitados, iba a exigir también la ilimitación de la producción. Derribáronse, pues, las antiguas barreras aduaneras que se oponían a la libre circulación, los reglamentos que limitaban la producción y las disciplinas morales y políticas que contenían las iniciativas privadas.

El mercado ilimitado ofrecía, pues, una condición material propicia a la concepción liberal que se había hecho Rousseau de la economía. El incremento de la especulación de la alta finanza, representada como caso típico por la Maison Rothschild, a la vez que acelerará con el crédito la capacidad de la máquina y la ilimitación del mercado, proporcionará una condición propicia al instinto del lucro que estaba abierto en el hombre desde la Reforma Protestante.

Las condiciones materiales del mundo se ajustan a sus condiciones formales. Todo está preparado, a fines del siglo XVIII, para que surja el capitalismo liberal, así como ahora, en las últimas boqueadas del capitalismo, el mundo, tanto por sus condiciones materiales como formales, está listo para sumergirse en una gigantesca anarquía.

Definición del capitalismo

Podemos definir, entonces, el capitalismo: Es un sistema económico que busca el acrecentamiento ilimitado de la ganancia por la aplicación de leyes económicas mecánicas. Capitalismo es todo sistema que busca el lucro ilimitado, para lo cual quiere ilimitados la producción y el consumo. Se define, entonces, con la misma fórmula que usaba el Doctor Angélico para condenar todo negocio que busca el lucro como un fin: "El acrecentamiento sin límites de las riquezas". (S. T. II-II. q. 77 a 4).

Definición que se aplica al liberalismo y al marxismo. Los dos son imperialistas; los dos pretenden apurar la aceleración económica para obtener el máximum de rendimiento e imponer la felicidad económica en esta tierra, que no debe ser un valle de lágrimas habitable como quiso el cristianismo sino el paraíso confortable.

Pero mientras el liberalismo concentra la riqueza en la oligarquía de los multimillonarios, la avaricia marxista la acumula en la oligarquía de una minoría proletaria que se ha convertido en Estado. En una idéntica configuración genérica, existen, sin embargo, diferencias específicas, porque el liberalismo llega a la concentración injusta partiendo de la riqueza individual y de la libertad ilimitada, y el marxismo la implanta en virtud de la propiedad colectivista.

Además, mientras el liberalismo, en virtud de la influencia cartesiana, asimila el trabajo humano a operación de una pura mecánica, el marxismo (teóricamente) hace de él un elemento irreductible, de carácter biológico. Este descubrimiento del carácter biológico del trabajo es sintomático, porque anuncia una Economía nueva; Economía desastrosa, si no se purifica al hombre de su instinto de la avaricia, pues se implantará una tiranía proletaria como en Rusia; benéfica o católica, si se le purifica.

Expuesta la naturaleza del capitalismo e indicadas rápidamente sus dos especies principales, vamos a formular su crítica, la cual se dirigirá preferentemente al capitalismo liberal.

El capitalismo es antieconómico

Omitamos el hecho de que una economía regida por la concupiscencia del lucro como ley fundamental debe resultar un Moloc devorador del bienestar económico del operario, que resulta una vil mercancía sometida al vaivén del mercado: devorador del interés del consumidor, que no entra en cuenta sino en cuanto permite la aceleración de la producción, y con ésta, la aceleración de la ganancia (por esto, como cosa general, se le proporcionan artículos superfluos, o de mala calidad, a precio relativamente caros); devorador del productor, que ha de vivir afiebrado en la aceleración de su producción y en el mejoramiento de los utensilios técnicos, sí no quiere sucumbir en la concurrencia industrial; devorador del comerciante, que ha, de someterse al febril dinamismo del consumidor regido por la infinita veleidad del capricho y a la aceleración de las novedades industriales, sin tener tiempo de liquidar sus stocks anticuados; devorador del financista, que ha de ir a la caza del consumidor, del productor y del comerciante, para acelerar también él, vertiginosamente, sin dormirse, la productividad de su dinero.

Omitamos, digo, todos estos trastornos delirantes, y observemos tan sólo que el capitalismo, precisamente en virtud de su esencia capitalista o concupiscencia del lucro, lleva en sus entrañas su propia ruina sin poder jamás, ni siquiera por un instante, proporcionar el bienestar económico del hombre. En otras palabras: es esencialmente antieconómico. En efecto, le podemos definir: "aceleración del lucro por la aceleración de la producción y del consumo".

Ahora bien, mientras no se llega al límite que equilibra la producción con el consumo, mientras existen mercados ilimitados abiertos a la producción, es evidente que la aceleración desenfrenada del maquinismo y del crédito es favorable al desarrollo de la economía capitalista, mejor digamos a su entumecimiento, como el de ciertos tumores que parecen plenitud de salud; pero una vez que la producción llega a equilibrar la posibilidad de consumo (nótese bien, digo la posibilidad), el capitalismo liberal ha muerto. Porque, para que continúe viviendo, sería necesario imprimir una igual aceleración al consumo que a la producción, lo cual es imposible, pues ésta puede alcanzar por año de un 25 % a un 40 %.

Ha muerto: porque si no puede acelerar la producción, no puede acelerar el lucro; y como éste constituye su esencia, una vez que el consumo se siente saturado, debe quebrar y deshacerse. La crisis actual del capitalismo -su crisis definitiva- tiene este sentido.

Preguntará alguno: ¿cómo es posible hablar de saturación, de equilibrio entre la producción y el consumo si hoy no se consume lo que puede consumirse y quedan inmensas riquezas para explotar y enormes comodidades para alcanzar? Esta objeción ha sido prevenida cuando se ha dicho: "equilibrar la posibilidad de consumo", porque el capitalismo ha muerto, no cuando se llega a producir lo que se consume sino lo que se puede consumir; es decir, que el capitalismo no ha tenido ni tendrá, siquiera por un instante, el fugaz consuelo de satisfacer plenamente el consumo. Y esto está en la esencia del capitalismo.

En efecto; en el capitalismo, la producción y, aún mejor, la financiación de la producción obtiene primacía sobre el consumo; luego, se ha de procurar a toda costa la mayor producción, subordinando a ella el consumo. Es así que a la producción, en el período de no saturación, le es más provechoso no asegurar al obrero el justo salario, los medios necesarios de subsistencia, porque así se dispone de más riqueza productiva; luego, en ese período sujeta a la inmensa multitud a la ley del hambre. Es la historia del capitalismo liberal en el siglo XIX. En cambio, cuando se ha alcanzado la saturación, como hay que frenar violentamente la producción, se produce una forzosa desocupación, y se da el caso, que contemplan hoy nuestros ojos, de una enorme riqueza, capaz de alimentar, vestir y divertir a todo el género humano y, por otro lado, de una inmensa multitud sumida en la miseria, sin poder consumir por no tener los medios de adquisición.

Luego, el capitalismo sucumbe sin haber asegurado jamás el bienestar económico del género humano. Es que el capitalismo es esencialmente futurista. Puede afirmarse una economía liberadora de la vida humana, porque espera serlo para todo el mundo en el porvenir, aunque mientras tanto sólo lo es en provecho de unos pocos. Es el mismo lenguaje y el mismo método del Capitalismo soviético. Pero este porvenir, este mañana no puede llegar nunca, porque esa imposibilidad está en su esencia.

Contraste profundo entre el Capitalismo y la economía preconizada por Cristo en el Sermón de la Montaña. Afanaos por enriqueceros, dice el Capitalismo, que sólo eso cuenta. No os acongojéis - dice en cambio la Sabiduría Eterna - por el cuidado de hallar qué comer para sustentar vuestra vida o de dónde sacaréis vestidos para cubrir vuestro cuerpo.

Mirad las aves del cielo, no siembran ni tienen graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. Mirad los lirios del campo ... (Luc. XII, 22-31).

El Capitalismo anda afanoso, acumulando para el mañana. Jesucristo en cambio nos dice:

"No andéis acongojados por el día de mañana; que el día de mañana harto cuidado traerá por sí; bástale a cada día su propio afán".

Palabras de Jesucristo, que no son consejos piadosos.. Expresan la ley de la vida económica. La economía debe pensar ante todo en las necesidades del presente. Se debe producir hoy lo que reclama el consumo de hoy. Porque, si llevados por la avaricia, se produce hoy lo que se necesita para todo el año, y así se trabaja cada día, con el propósito de acrecentar la ganancia, sucederá que hoy no se consumirá para no disminuir la producción que se reserva para el mañana (Capitalismo durante el Siglo XIX con los salarios de hambre), y mañana, porque habrá que parar la producción para liquidar los Stocks almacenados; y al parar no habrá salarios, con lo qué no habrá posibilidad de consumo. (Capitalismo en el período de apogeo). (ver nota 2 al final del libro).

La avaricia, esencia del capitalismo

Hay una perversidad esencial en el capitalismo, cualquiera sea su especie, pues es éste un sistema fundado sobre un vicio capital que los teólogos llaman avaricia. Busca el acrecentamiento sin límites de las riquezas como si fuese éste un fin en sí, como si su pura posesión constituyese la felicidad del hombre.

“Y es imposible -como enseña textualmente el Angélico (I-II, q. 2, a.1) - que la felicidad del hombre consista en las riquezas. Dos son las clases de riquezas, a saber: las naturales y las artificiales. Las naturales son aquellas que remedian las necesidades naturales del hombre, tales como el vestido, el alimento, los vehículos, la habitación y las otras cosas semejantes. Artificiales son aquellas que de por sí no remedian ninguna necesidad natural, como el dinero, sino que la industria del hombre la ha adoptado como medida de las cosas venales, para facilitar el cambio. Ahora bien -prosigue el Angélico-, la felicidad del hombre no puede consistir en las riquezas naturales, ya que éstas se emplean para sustentar la naturaleza del hombre; son medio y no fin; de donde todas las riquezas naturales han sido creadas para provecho del hombre y colocadas debajo de sus pies, como dice el Salmista, VIII".

Con mucha menor razón puede consistir en las riquezas artificiales, ya que éstas no tienen otra finalidad que la de servir de medio para adquirir las riquezas naturales necesarias para la vida. Ahora bien, (dice el Santo Doctor) si tanto las riquezas naturales como las artificiales tienen por finalidad satisfacer las necesidades materiales del hombre, según la condición de cada uno, su adquisición sólo es buena en la medida en que sirve para satisfacer estas necesidades; luego su posesión y producción debe estar regulada. Si se quebranta esta medida y se las quiere retener y poseer sin limitación ninguna, se comete un pecado llamado avaricia, que consiste en “un deseo inmoderado de poseer las cosas exteriores" (II-II, q.118, a. 2).

Precisamente, es esta concupiscencia del lucro la que constituye la esencia de la economía moderna. No que la avaricia sólo haya existido en ella; siempre ha habido avaros, y el Espíritu Santo dice por boca de Salomón que "al dinero obedecen todas las cosas"; pero nunca como en ella, este impulso perverso que anida en la carne pecadora del hombre se ha organizado en un sistema económico, nadie como ella ha hecho de un pecado una babélica construcción.

Y, como la avaricia es un vicio capital con muchas hijas -según explica el Doctor Angélico (II-II, q.118, a.8)-, el Capitalismo ha erigido consigo una prole de pecados, sistemas que los economistas denominan leyes económicas.

“Porque, como consiste la avaricia en un amor superfluo de las riquezas, hay en ella un doble desorden: porque, o se las retiene indebidamente, o se las adquiere en forma ilícita. Hay desorden en su retención, en el caso de inhumanidad o de endurecimiento, cuando el corazón no se ablanda de misericordia en presencia de los necesitados, y así el capitalismo, como, todo avaro, cierra sus entrañas a las miserias del pobre; al capital, monstruo anónimo con mil atribuciones y sin ninguna responsabilidad, no le interesa la caridad, ni la piedad, ni la misma equidad, ni siquiera se cree con deberes: para con los individuos a quienes emplea, o en todo caso este deber es del mismo orden que el que se tiene respecto al capital máquina, a saber: un mantenimiento escrupuloso y metódico, mientras este mantenimiento produce negocio: el paro o la desocupación cuando las cifras lo exigen o lo prefieren". (Marcel Malcor. Nova et Vetera, Julio 1931).

Hay además desorden en la avaricia, porque se adquieren las riquezas, o con afección desordenada, o recurriendo a medios ilícitos. Porque la avaricia engendra una "inquietud morbosa y una febril preocupación de lo superfluo”, que hace decir al Eclesiastés, V. 9, que el avaro nunca se hartará de dinero; y así, el capitalismo, dinámico, vertiginoso, insaciable, emplea todos los minutos ("el tiempo es oro") para acelerar el lucro, y con él, la producción y el consumo; la vida, es una carrera sin descanso en prosecución del oro; no se busca la riqueza para vivir sino que se vive para enriquecerse. ¡Cuán lejos estamos de la economía católica, regida por la procuración del pan de cada día!

La avaricia engendra, asimismo, como tantas otras hijas, la violencia, la falacia, el perjurio, el fraude y la traición. Y el capitalismo peca de violencia, porque, con su hambre de concentración, devora la pequeña industria y la pequeña propiedad; peca de falacia, porque promete la liberación de todo el género humano y cada día le sumerge profundamente en la miseria, pues a la concentración por un lado corresponde la desolación por el otro; peca de perjurio, cuando a la falacia se une el juramento, y el capitalismo rubrica con el crédito su engaño, como se explicará en el 4º capítulo; peca de fraude, porque con el crédito o préstamo a interés se apodera de los ahorros del género humano y los maneja como si fuese propietario, porque somete al obrero a la ley del hambre, y porque asegura un consumo malo y caro; peca, finalmente, de traición, porque aniquila a la persona humana, haciendo del hombre un mero individuo, una simple rueda en la maquinaria gigantesca del edificio económico, porque hace añicos la familia, hacinando en las fábricas como en tropilla a hombres y mujeres, porque destruye la educación con la estandardización de la escuela y la supresión del aprendizaje.

En resumen, que el capitalismo es como la erupción de toda una familia de pecados, es el reino de Mammon. Y esto se aplica tanto al capitalismo liberal como al marxista.

La economía católica

La economía, en cambio, la única economía posible, está fundada sobre la virtud que Santo Tomás llama liberalidad, la cual nos enseña el buen uso de los bienes de este mundo concedidos para nuestra sustentación (II-II, q.117).

¿Acaso las riquezas artificiales y naturales deben ser producidas y acumuladas porque sí? Sin duda que no. Son cosas destinadas al provecho del hombre, para su uso; digamos la palabra: "para el consumo". Resultan bienes y no simplemente cosas en la medida que aprovechan o pueden aprovechar al hombre. Luego, todo el proceso económico, por la exigencia de la misma economía, debe estar orientado hacia el consumo. De aquí una doble falla antieconómica en el capitalismo, cualquiera sea su especie, porque se consume para producir y se produce para lucrar. La finanza regula la producción, y la producción regula el consumo.

Y los bienes, ¿para qué se consumen?, a sea, el proceso económico total, ¿a dónde se orienta? A satisfacer las necesidades de la vida corporal del hombre. Y como ésta no tiene un fin en sí, sino que su integridad es requerida para asegurar la vida espiritual del hombre, que culmina en el acto de amor a Dios, toda la economía debe estar al servicio del hombre para que éste se ponga al servicio de Dios.

“Santo Tomás enseña que para llevar una vida moral, para desarrollarse en la vida de las virtudes, el hombre tiene necesidad de un mínimun de bienestar y de seguridad material. Esta enseñanza significa, -dice Maritain - que la miseria es socialmente, como lo han visto claramente León Bloy y Péguy, una especie de infierno; significa asimismo que las condiciones sociales que coloca a la mayor parte de los hombres en la ocasión próxima de pecar, exigiendo una especie de heroísmo de los que quieren practicar la ley de Dios, son condiciones que en estricta justicia deben ser denunciadas sin descanso y que debe esforzarse uno por cambiar" (Religion et Culture).

Santo Tomás ha expuesto en la "Summa contra Gentiles" el lugar de la economía en una jerarquía de valores.

"Si se consideran bien las cosas, dice, todas las operaciones del hombre están ordenadas al acto de la divina contemplación como a su propio fin. Pues, ¿para qué son los trabajos serviles y el comercio, si no para que el cuerpo, estando provisto de las cosas necesarias a la vida, esté en el estado requerido para la contemplación? ¿Para qué las virtudes morales y la prudencia, sino para procurar la paz interior y la calma de las pasiones de que tiene necesidad la contemplación? ¿Para qué el gobierno civil, sino para asegurar la paz exterior necesaria a la contemplación? De donde, si se considera bien, todas las funciones de la vida humana parecen estar al servicio de los que contemplan la verdad" (L. IV, cap. 37).

Mientras no se admita esta jerarquía de valores, no se habrá superado el capitalismo, porque o se sirve a Dios o se sirve a Mammon, el dios de las riquezas.

La economía, una ética

De lo expuesto resulta que la economía es una ética (contra la concepción mecánica de Descartes) que tiene por objeto específico la procuración de los bienes materiales útiles al hombre; digo bienes, esto es: que respondan a las exigencias de la naturaleza humana, no a sus caprichos o concupiscencias. De ahí que todas aquellas cosas que sobran, una vez satisfechas las necesidades del propio estado, son superfluas y no resultan bienes si se mantienen acumulados o se usan para satisfacer la sed de placeres. Hay obligación grave, según determinaremos en la próxima lección, de participar de su uso a todos los miembros de la comunidad social, para que resulten bienes útiles al hombre, esto es: bienes materiales humanos, que sólo deben utilizarlo en cuanto conduzcan a la plenitud racional y a la destinación sobrenatural del hombre.

Debemos servirnos de la riqueza como hijos de Dios que nos llamamos y somos. Luego la economía es una parte de la prudencia, como enseña Santo Tomás (II-II, q. 51, a. 3), que tiene por objeto el recto orden de las acciones humanas encaminadas a procurar la sustentación propia o de la familia o de la sociedad. Y como en la ley de gracia en que vivimos no puede haber virtud perfecta - según enseña el Angélico - sino por la ordenación de todo a "Dios amado por encima de todas las cosas", es necesario que la prudencia, y con ello la economía, se subordinen perfectamente a la caridad, que es la más excelente de las virtudes, y sin la cual no puede haber verdadera virtud. De lo dicho resulta que

"las leyes económicas no son leyes puramente físicas como las de la mecánica o de la química, sino leyes de la acción, humana, que implican valores morales. La justicia, la liberalidad, el recto amor del prójimo forman parte esencial de la realidad económica. La opresión de los pobres y la riqueza tomada como un fin en sí no están solamente prohibidas por la moral individual, sino que son cosas económicamente malas, que van contra el fin mismo de la economía, porque este fin es un fin humano" (Maritain, Religion et Culture, pág. 46).

De aquí la justificación de los elementos y valores económicos haya que buscarla en las exigencias de la acción humana, y, que sea su moralidad, su moralidad intrínseca, la condición de sus efectos benéficos para el hombre.

Trascendencia de la economía católica

No sé si habrá quedado expuesta con claridad la oposición fundamental de la economía (porque sólo puede llamarse simplemente economía la verdaderamente humana) y la Economía moderna o Capitalismo.

Una está fundada sobre un pecado, y la otra descansa sobre una virtud. La una, como todo pecado, bajo maravillosos disfraces, esclaviza al hombre, porque el que comete el pecado es esclavo del pecado, según dice el Apóstol. La otra, humildemente, sin ostentación, le liberta, porque la verdad nos hace libres, según enseñaba Cristo.

Si la economía moderna nace del pecado, es esencialmente perversa y nefasta. Podrá haber en ella muchos elementos materiales buenos, pero la conformación de los mismos es intrínsicamente satánica. De aquí que la doctrina económica de la Iglesia, nacida de una virtud, es una doctrina que está infinitamente por encima de todas las otras doctrinas económicas, llámense socialistas o liberales. No se la puede ni se la debe parangonar con ellas. No está en el centro de ellas. Como la cima de un elevado monte, recoge, transcendiendo, todos los puntos de verdad contenidos en las distintas escuelas económicas; porque, como no existe el mal o error absoluto, así toda escuela, por desvariada que sea, tiene en su seno muchas verdades adulteradas. El liberalismo, por ejemplo, insiste en el carácter individual de la posesión de los bienes terrenos; el socialismo en carácter social; y el fascismo quiere equilibrar a ambos. Pero sólo la Iglesia, que se apoya en la eternidad del cielo, puede obtener verdadero equilibrio del hombre y de la riqueza, porque incorporada a Cristo, y por Cristo unida a Dios, puede someter la riqueza al hombre y el hombre a Dios. El hombre está colocado en un medio, entre las riquezas y Dios. Jamás puede gobernar.

Por esto, si no quiere venir a Dios, si rehusa aceptar el gobierno de Dios, tendrá que caer bajo el gobierno de las riquezas. O Dios o Mammon. No se puede servir a dos señores. Pero tiene que servir: si rehusa el gobierno paternal de Dios, caerá bajo la esclavitud del becerro de oro. Sólo hay dos economías verdaderamente opuestas: la cristiana, que usa de las riquezas para subir a Dios, y la moderna o capitalista (sea liberal o marxista), que abandona a Dios para esclavizarse en la riqueza.

Parece que la misericordia divina, apiadada de la espantosa suerte del hombre, que ha perdido el paraíso sobrenatural y vive en un infierno terrestre, quiere en esta hora libertarnos de la opresión capitalista. Este es el sentido de la crisis profunda que pesa sobre el mundo.

Pero hay dos caminos para que la liberación se realice. Porque, si entendiendo el hombre el plan de Dios que quiere libertarnos de la opresión burguesa, de la esclavitud del oro, se presta a los deseos divinos y, con espíritu de penitencia, renuncia a lo superfluo y para expiar su perversa codicia aún se priva de lo necesario, el Señor, que perdonó a Nínive, devolverá al hombre el sentido de la economía y, con ella, el sentido de la Vida. La liberación se habrá entonces realizado en la paz del Señor.

Si en cambio no entiende el plan de Dios, o hace como si no lo entendiese, el Señor le libertará, es cierto, pero después de purificarle en una espantosa catástrofe de terror y de anarquía.

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