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Hillaire Belloc

Las Grandes Herejías - Capítulo 6 - Parte II

¿Qué fue la Reforma?

Las guerras religiosas en Alemania se acallaron gradualmente. Tal como he señalado, hacia la mitad del Siglo XVII – una larga generación después de que los primeros combates comenzaran en Francia – se produjo un acuerdo general en toda Europa para que cada bando mantuviese sus conquistas y el mapa religioso de Europa ha quedado siendo bastante el mismo desde ese día hasta hoy; esto es: desde aproximadamente 1648-49 hasta nuestros días.

Ahora bien, cualquiera que lea solamente la Historia militar externa, con su primer capítulo de violenta guerra religiosa francesa y su segundo capítulo de violenta guerra religiosa alemana, pasaría por alto el carácter de todo el fenómeno ya que conocería tan sólo cada batalla, a cada estadista principal y a cada guerrero. Porque debajo de esa gran cuestión existió otro factor que no fue ni doctrinario, ni dinástico, ni internacional sino moral. Fue ese factor el que provocó los combates, impuso la paz y decidió la tendencia religiosa final de las diversas comunidades. Está reconocido por los historiadores pero nunca se lo enfatiza suficientemente. Ese factor fue el de la codicia.

La antigua Europa católica, antes de la sublevación de Lutero, había estado repleta de grandes concesiones clericales. Rentas de la tierra, tributos feudales, toda suerte de ingresos se fijaron para el mantenimiento de obispados, capítulos catedralicios, curas párrocos, monasterios y conventos. No sólo había grandes ingresos sino también grandes donaciones (quizás una quinta parte de todas las rentas europeas) para toda clase de establecimientos educacionales, desde pequeñas escuelas locales hasta los grandes colegios de las universidades. Había otros fondos para hospitales, otros para gremios (esto es: asociaciones profesiones de artesanos, mercaderes y dueños de negocios), otros para misas y santuarios. Toda esta propiedad corporativa estaba, o bien directamente conectada con la Iglesia Católica, o bien tan bajo su patrocinio que quedaba en peligro de ser saqueada cada vez que la Iglesia Católica se veía amenazada.

La primera medida de los reformadores, dondequiera que resultaron victoriosos, fue permitir que los ricos se apoderasen de estos fondos. Y la intensidad de la lucha en todas partes dependió de la determinación de mantener el botín – de parte de quienes habían saqueado a la Iglesia – o de recuperarlo – de parte de quienes trataban de restaurar a la Iglesia y recobrar los bienes eclesiásticos.

Esta es la razón por la cual hubo tan pocos combates en Inglaterra. El pueblo inglés, en conjunto, resultó muy escasamente afectado en su doctrina durante la primera época de la Reforma. Pero los monasterios se disolvieron y sus propiedades pasaron a manos de los Señores de los villorrios y de los comerciantes de los poblados. Lo mismo sucedió en los cantones suizos. En cambio los Señores rurales franceses, esto es: la clase noble provincial (lo que en Inglaterra se llama “the Squires” o “hidalgos rurales”) y los nobles mayores por encima de ellos, se mostraron ansiosos por sacar una tajada del botín.

La corona francesa, temiendo el incremento de poder que este saqueo le otorgaría a la clase inmediatamente por debajo de ella, resistió al movimiento y de allí las guerras de religión francesas. Mientras tanto, en Inglaterra un Rey niño y dos mujeres sucediéndose en el trono le permitieron a los ricos quedarse con los despojos de la Iglesia. De allí la ausencia de guerras de religión en Inglaterra.

Después de la revolución religiosa, fue este universal robo de la Iglesia lo que le dio al período de conflictos el carácter que tuvo.

Sería un gran error pensar en el saqueo de la Iglesia como en un mero crimen de ladrones atacando a una víctima inocente. Antes de la Reforma, los bienes legados a la Iglesia habían terminado por ser tratados en la mayor parte de Europa como simples propiedades. Las personas podían comprar un ingreso eclesiástico para sus hijos, o podían dotar a una hija con algún rico convento. Podían darle un obispado a un niño, comprando la dispensa por la falta de edad. Tomaban las ganancias de monasterios al por mayor para proveer el ingreso a laicos, colocando un locum tenens para que hiciera el trabajo del abad y pagándole un sueldo mezquino mientras el grueso del beneficio iba de por vida a manos del laico que lo había acaparado.

Si estos abusos no hubiesen sido universales y preexistentes, el saqueo subsiguiente no hubiera ocurrido. Así como estaban las cosas, pues ocurrió. Lo que habían sido invasiones temporarias de ingresos monásticos a fin de proveer una riqueza temporal para ciertos laicos se convirtió en una confiscación permanente en todos los lugares en que triunfó la Reforma. Aún allí en dónde los obispados sobrevivieron, la masa de sus ingresos les fue confiscada y cuando todo el proceso terminó se puede decir que a la Iglesia, en todo lo que quedó de la Europa católica, incluyendo hasta Italia y España, no le quedó ni la mitad de sus antiguos ingresos. En la parte de la Cristiandad que se separó, los nuevos ministros protestantes y sus obispos, las nuevas escuelas, los nuevos colegios y hospitales, no dispusieron ni de la décima parte de los fondos que habían gozado las antiguas instituciones.

Resumiendo: para mediados del Siglo XVII el conflicto religioso en Europa había estado librándose, la mayor parte del tiempo por la fuerza de las armas, por mas de ciento treinta años. Las personas se habían hecho a la idea de que la unidad nunca se recobraría. La fuerza económica de la religión había desaparecido en media Europa y, en la otra mitad, había disminuido tanto que el poder laico se había adueñado de la situación en todas partes. Europa había quedado dividida en dos culturas: la católica y la protestante. Estas dos culturas estarían siempre instintiva y directamente opuestas la una a la otra (como que lo siguen estando) pero la cuestión directamente religiosa se estaba desvaneciendo. Desesperando de lograr una religión común, las personas se preocuparon más por cuestiones temporales, sobre todo dinásticas y nacionales, y con el aprovechamiento de las oportunidades de una mayor riqueza por medio del comercio, antes que por cuestiones doctrinarias.

Después de la mitad del Siglo XVII, Europa fue testigo del triunfo de un ejército conducido por una oficialidad puritana en Inglaterra, el triunfo de los protestantes alemanes – gracias a la ayuda de Francia bajo el cardenal Richelieu – en su esfuerzo por librarse del control católico del Emperador, y el triunfo de los rebeldes holandeses contra la España católica. Europa se desplomó, exhausta de la lucha puramente religiosa. Las guerras de religión habían finalizado; terminaron en tablas: ninguno de los bandos había ganado. El conflicto religioso prosiguió en algunos islotes. Así, Inglaterra trató de matar a la Irlanda católica y Francia a los hugonotes franceses. Pero para 1700 estaba claro que no surgirían más guerras nacionales de religión.

De allí en más se tomó por dado que nuestra civilización tendría que continuar dividida. Tendría que haber una cultura protestante lado a lado de una cultura católica. Las personas no pudieron perder la memoria del grandioso pasado; no se convirtieron rápidamente en lo que desde entonces nos hemos convertido – en naciones creciendo con indiferencia por la unidad de la civilización europea – pero la antigua unidad moral emergente de nuestro catolicismo universal terminó destruida.

En términos aproximados, la masa de Europa quedó de la siguiente manera:

La Iglesia Ortodoxa Griega del Este cesó de contar. Rusia no había surgido aún como potencia y en todas las demás partes los cristianos griegos se hallaban dominados y sojuzgados por musulmanes, de modo que el único mapa a considerar en 1650 era uno conteniendo a Polonia en el Este y al Atlántico en el Oeste.

En ese espacio, la península italiana, dividida en varios Estados, era totalmente católica, excepto por una población muy pequeña en algunas de las montañas del Norte que tenían formas protestantes de culto.

La península ibérica – España y Portugal – también era completamente católica. Lo que se denominaba como El Imperio –  esto es: el cuerpo de Estados, en la mayoría de los cuales se hablaba el alemán y de los cuales la cabeza moral era el Emperador en Viena – se encontraba dividido en Estados protestantes, ciudades protestantes independientes y Estados católicos y ciudades independientes católicas. El Emperador había tratado de traerlos a todos de regreso al catolicismo pero había fracasado debido a la diplomacia de Richelieu.

En simples números, la población protestante alemana todavía era mucho más pequeña de la católica. Hablando en términos aproximados, los Estados y las ciudades del Norte de Alemania eran protestantes y los del Sur católicos – y no, como falsamente se pretende, porque haya algo en el clima o en la raza del Norte que tienda hacia el protestantismo sino porque el Norte se hallaba más lejos del centro del poder católico en Viena. A pesar de que las diferentes “Alemanias” (como se llamaban los Estados y las ciudades en que se hablaba el alemán) estaban así, a grandes rasgos, divididas en un Norte protestante y un Sur católico, existía una cantidad de excepciones: islotes de población católica en el Norte y de protestantes en el Sur, y con frecuencia los habitantes de una ciudad se hallaban divididos en materia religiosa.

Por este tiempo la península escandinava, Dinamarca, Suecia y Noruega, eran totalmente protestantes. Polonia, aunque nunca había formado parte del Imperio Romano, se hizo católica después de una especie de tironeo y dudas durante las guerras de religión. Ha permanecido siendo uno de los distritos más intensamente católicos desde entonces porque, al igual que los irlandeses, los polacos fueron violentamente perseguidos por su religión.

Los Países Bajos se dividieron en dos. Las provincias norteñas (que hoy conocemos como Holanda) habían adquirido su independencia de su soberano original, el rey de España, y – en gran medida como protesta contra el poder español – se habían proclamado oficialmente protestantes. Su gobierno fue protestante y el efecto político de Holanda en Europa fue protestante; pero es un gran error – aunque muy común – creer que toda la población holandesa es protestante. Holanda siempre tuvo una minoría católica muy grande y en la actualidad, de la población cristiana – que es la población que se declara como tal – más del 40%  y más bien apenas menos de la mitad se compone de católicos.

Las provincias del Sur de los antiguos Países Bajos permanecieron sólidamente en la cultura católica. Se habían unido al Norte en la revuelta contra España pero, cuando los mercaderes del Norte y los ricos terratenientes se hicieron calvinistas a fin de enfatizar su oposición a España, los mercaderes y los ricos de las provincias del Sur reaccionaron fuertemente en sentido opuesto. En la actualidad a esa mitad católica de los Países Bajos la conocemos como Bélgica pero, a mediados del Siglo XVII, incluía una franja de lo que hoy es Flandes; por ejemplo, la gran ciudad de Lille, la principal de Flandes, fue parte de los Países Bajos católicos, todavía españoles.

Los cantones suizos, que se estaban gradualmente convirtiendo en nación y que ya eran mayormente independientes del Imperio, se hallaban divididos. Algunos eran de cultura protestante y otros de cultura católica – tal como siguen siéndolo al día de hoy.

Después del compromiso logrado al final de las guerras de religión y la victoria de Richelieu sobre los hugonotes, Francia se hizo oficialmente católica. La monarquía francesa fue fuertemente católica y la masa de la nación adhirió a la cultura católica. Pero quedó una minoría de protestantes, importante en cantidad (nadie sabe demasiado bien cuantos eran pero probablemente, como ya hemos visto, fueron menos del 14% pero más del 10% de la nación), en todo caso, una minoría mucho más importante por su riqueza y posición social que por su número. Los protestantes en Francia también fueron importantes porque no se hallaban confinados a un distrito sino diseminados por todo el territorio. Por ejemplo Dieppe, el puerto en el Norte, siguió siendo una ciudad fuertemente protestante. También lo fue La Rochelle, el puerto sobre el Atlántico; y del mismo modo lo fueron prósperas ciudades sureñas como Montpelier y Nimes. Gran parte de la banca y del comercio de Francia permaneció en manos protestantes.

En 1650, Inglaterra y Escocia habían estado bajo un monarca común por medio siglo y ambas eran oficialmente protestantes. Esta monarquía anglo-escocesa fue fuertemente protestante y hubo una continua y pesada persecución del catolicismo. Pero constituye otro error común el considerar a la nación inglesa en un todo como siendo protestante ya en este momento. Lo que en realidad estaba sucediendo era una desaparición muy gradual del catolicismo. Quizás un tercio de la nación continuaba sintiendo una vaga simpatía por el antiguo credo cuando comenzaron las guerras de religión, y la sexta parte de la población estaba dispuesta a hacer grandes sacrificios para poder seguir denominándose abiertamente católica. De los oficiales caídos en acción de ambas partes, se estima que cerca de un sexto fueron admitida y abiertamente católicos. Pero a la persona común le resultaba imposible obtener los sacramentos y aún las personas ricas que podían darse el lujo de pagar por capillas privadas y hacer donativos tenían dificultades para oír misa y recibir la comunión católica.

A pesar de todo, la antigua raíz católica en Inglaterra fue tan fuerte que hubo constantes conversiones, especialmente en las clases altas. Por cerca de los siguientes cuarenta años pareció que una sólida y muy considerable minoría de católicos podría sobrevivir en Inglaterra tal como lo había hecho en Holanda.

Por el otro lado, Inglaterra y Escocia no sólo eran oficialmente protestantes sino que una mayoría cada vez más grande llegó a pensar que el catolicismo era contrario a los intereses del país y una minoría muy grande y en crecimiento odiaba al catolicismo con más violencia que en cualquier otra parte de Europa.

Irlanda, por supuesto, permaneció siendo católica. El número de protestantes en Irlanda, incluso después de las plantaciones y la conquista de Cromwell, no llegó a la vigésima parte de la población. Pero a los irlandeses católicos se les quitó por la fuerza el 95% de sus tierras y para 1650 éstas estaban en posesión, o bien de renegados, o bien de aventureros protestantes de Gran Bretaña a quienes ahora los originales propietarios debían pagar una renta, o para los cuales tenían que trabajar por un salario.

Desde este momento en adelante – es decir: desde mediados del Siglo XVII – cuando en otras partes a lo largo de Europa se había llegado a un compromiso en materia de religión, en Irlanda el catolicismo fue perseguido de la manera más violenta y de una forma que se fue haciendo peor a medida en que transcurría el tiempo. Todo el poder, casi completamente todas las tierras, y la mayor parte de la riqueza líquida de Irlanda no sólo se hallaban en manos protestantes sino de personas determinadas a destruir el catolicismo. Durante mucho tiempo pareció como si Irlanda constituyese una prueba; como si la destrucción de la Iglesia Católica en Irlanda iría a ser un símbolo del  triunfo del protestantismo y de la declinación de la Fe. Esa destrucción casi fue lograda – pero no se completó.

Ése fue el mapa de Europa tal como quedó dibujado después de las guerras de religión.

Pero, aparte de la división geográfica, el efecto del largo conflicto y particularmente el hecho que terminó sin un vencedor neto, fue más profundo en el aspecto moral.

Se hizo obvio para cualquier observador que, de allí en más, la cultura europea quedaría dividida en dos campos, pero lo que sólo gradualmente penetró en la mente de Europa fue el hecho que, a causa de esta división permanente,  las personas comenzarían a considerar a la religión misma como una cosa secundaria. Las consideraciones políticas, las ambiciones de las naciones separadas y de las dinastías separadas comenzaron a parecer más importantes que las religiones separadas profesadas por las personas. Fue como si los hombres se dijesen a si mismos, no de una manera abierta pero sí semi consciente: “Desde el momento en que toda esta tremenda lucha no ha producido ningún resultado, las causas que condujeron al conflicto probablemente fueron exageradas”.

En la única esfera que cuenta, en la mente del hombre, el efecto de las guerras de religión y su finalización en un empate fue que la religión, como un todo, quedó debilitada. Más y más personas comenzaron a pensar en su fuero interno: “No se puede llegar a la verdad en estas cuestiones; pero sabemos qué es la prosperidad mundana y qué es la pobreza, y qué son el poder y la debilidad políticas. Las doctrinas religiosas pertenecen a un mundo invisible al cual no conocemos de un modo tan completo ni de la misma manera”.

Ése fue el primer fruto de las batallas que no se ganaron y del consentimiento virtual de los dos antagonistas de volver y quedarse en sus posiciones. Siguió habiendo bastante fervor religioso por ambas partes, pero de un modo sutil y no declarado, quedó más y más subordinado a motivos mundanos; especialmente al patriotismo y a la codicia.

Mientras tanto, a pesar de que las personas no se dieron cuenta de ello por mucho tiempo, ciertos resultados del éxito que el protestantismo había logrado, su establecimiento y su atrincheramiento en contra de la antigua religión, todo ello estaba trabajando debajo de la superficie y pronto aparecería claramente a la luz. La cultura protestante, aún a pesar de que por toda una generación siguió siendo numéricamente mucho menor que la cultura católica, y hasta bastante más pobre, tenía más vitalidad. Había comenzado con una revolución religiosa y el fervor de la revolución perduró y la inspiró. Había roto antiguas tradiciones y lazos que habían formado la estructura de la sociedad católica durante siglos enteros. El tejido social de Europa se disolvió en la cultura protestante de un modo más completo que en la católica, y esta disolución liberó energías que el catolicismo había refrenado, especialmente la energía de la competencia.

Todas las formas de innovación fueron naturalmente más favorecidas en la cultura protestante que en la católica; ambas culturas avanzaron rápidamente en las ciencias físicas, en la colonización de tierras lejanas, en la expansión de Europa por el mundo; pero los protestantes fueron más vigorosos que los católicos en todo ello.

Para dar un ejemplo; en la cultura protestante (excepto allí en dónde era remota y simple) el campesino libre, protegido por antiguas costumbres se extinguió. Terminó desapareciendo porque se rompieron los viejos usos que lo protegían de los ricos. Los adinerados compraron la tierra; grandes masas de personas que antes habían poseído tierras quedaron sin recursos. Comenzó el proletariado moderno y se sembraron las semillas de lo que hoy llamamos capitalismo. Hoy podemos apreciar el mal que ello constituía pero en ese momento significó que la tierra fue mejor cultivada. Los métodos nuevos y más científicos fueron más fácilmente aplicados por los ricos terratenientes de la nueva cultura protestante que por el tradicional campesinado católico y, al no haber control sobre la competencia, los primeros triunfaron.

También las interpretaciones tendieron a ser más libres en la cultura protestante que en la católica porque los protestantes no tenían una autoridad unitaria en materia de doctrina. Esto, que en el largo plazo estaba condenado a llevar al quiebre de la filosofía y de todo pensamiento sólido, tuvo unos primeros efectos estimulantes y revitalizadores.

Pero el gran y principal ejemplo de lo que estaba sucediendo a raíz de la rotura de la antigua unidad católica europea fue el surgimiento de la actividad bancaria.

La usura fue algo practicado en todas partes, pero en la cultura católica estaba restringida por ley y era practicada con dificultad. En la cultura protestante se convirtió en algo sobreentendido. Los mercaderes protestantes de Holanda fueron los pioneros en los inicios de la banca moderna; Inglaterra siguió pronto, y eso explica por qué las todavía comparativamente pequeñas naciones comenzaron a adquirir una formidable fuerza económica. Su capital móvil y su crédito continuaron aumentando en comparación con su riqueza total. El espíritu mercantil floreció vigorosamente entre los holandeses y los ingleses y la aceptación universal de la competencia continuó favoreciendo al lado protestante de Europa.

Todo este aumento del poder protestante estaba quedando en claro en la generación posterior a la Paz de Westfalia (1648-50 a 1720). Dejó de ser subconsciente para volverse consciente y fue sentido en todas partes a medida en que transcurría el primer tercio del Siglo XVIII. Antes de la mitad de ese siglo, hubo un sentimiento generalizado en el ambiente en cuanto a que el futuro estaba con los protestantes, aún cuando el catolicismo siguiese manteniendo los antiguos tronos con toda su gloria tradicional y su manifestación de poder – la Corona Imperial, los Estados Papales, la monarquía española y su enorme dominio de ultramar y la espléndida monarquía francesa. Para utilizar una expresión moderna, el protestantismo estaba “en alza”.

 Más todavía: la confianza estaba del lado protestante mientras el lado católico se descorazonaba. Un último factor favorecía mucho a la cultura protestante: el declinar del sentimiento religioso se generalizó después de 1750 y esta declinación de la religión, al principio, no hirió tanto a la cultura protestante como a la católica. En esta última dividió amargamente a las personas. El escéptico se convirtió allí en el enemigo de su piadoso conciudadano. Francia, hasta cierto punto Italia, mucho más tarde España – pero Francia muy temprano en el proceso – quedaron internamente divididas mientras que en la cultura protestante la diferencia de opinión y el escepticismo eran lugares comunes. Allí, las personas daban esas divergencias por sentado y las mismas conducían cada vez menos a animosidades personales o a divisiones civiles.

Esta fortaleza interna de la cultura protestante se mantuvo hasta los tiempos modernos y sólo ahora está comenzando a perderse a través del efecto gradualmente desintegrante de una falsa filosofía.

Quizás algo más de ciento cincuenta años atrás, pero hace menos de doscientos – digamos que entre 1760 y 1770 – a cualquier observador de nuestra civilización le hubiera quedado claro que estábamos ingresando en un período en el cual el lado anticatólico de las dos mitades en que la Cristiandad se había dividido estaba por convertirse en el sector principal; que la cultura protestante estaba a punto de obtener la hegemonía y la retendría, quizás, por largo tiempo. De hecho, no sólo la retuvo sino que aumentó su poder por algo así como cien años. Luego – pero no antes de llegar a nuestros tiempos – declinó.

Los signos exteriores de este crecimiento protestante fueron el continuo aumento del poder financiero, militar y naval de ese sector de Europa. El comercio inglés se expandió rápidamente; los holandeses continuaron aumentando su banca y, lo más importante de todo, Inglaterra comenzó a tener el control sobre la India. Del lado militar, los alemanes protestantes produjeron un nuevo y formidable ejército, el de Prusia, con una estricta disciplina coronada por la victoria.

Algo que tendría un gran efecto fue que la flota británica se hizo por lejos más poderosa que cualquier otra y, bajo su protección, el comercio inglés y el control inglés sobre el Este crecieron en forma constante. Por tierra, Prusia comenzó a ganar batallas y campañas. Estos éxitos prusianos no fueron continuos pero fundaron una tradición continua y su rey-soldado, Federico II, fue ciertamente uno de los grandes capitanes de la Historia.

Mientras tanto, la cultura católica declinó en estos mismos terrenos.

Austria, esto es: el poder del Emperador católico entre los alemanes, vio disminuida su fuerza. Lo mismo sucedió con el extenso Imperio Español que, por aquél tiempo, incluía la mayor parte de la América poblada.

Estos signos exteriores materiales de un creciente poder protestante y de la declinación del poder de la cultura católica no representaban sino un efecto de algo espiritual que estaba teniendo lugar en el interior. La Fe se estaba quebrando.

La cultura protestante resultaba inmune a este crecimiento del escepticismo. La disminución de la adhesión de las personas a las antiguas doctrinas de la Cristiandad no debilitó a la sociedad protestante. Todo el enfoque mental de esa sociedad declaraba que cada persona era libre de juzgar por si misma, y si había algo que repudiaba y que no quería, ello era la autoridad de una religión común.

Una religión común está en la naturaleza de la cultura católica y, de este modo, la declinación de la Fe causó un desastre en este sector. Destruyó la autoridad moral de los gobiernos católicos que estaban estrechamente relacionados con la religión y, o bien produjo una especie de parálisis del pensamiento y la acción como sucedió en España, o bien, como sucedió en Francia, dividió violentamente a las personas en dos bandos: los clericales y los anticlericales.

Tengamos en cuenta que, si bien hoy podemos ver las fuerzas que se hallaban actuando en el Siglo XVIII, las personas de aquella época no las veían. Inglaterra, mediante su poder naval, había logrado el control de la India; Prusia se había establecido como un fuerte poder; pero nadie preveía que Inglaterra y Prusia le harían sombra a la Cristiandad. India produciría la riqueza y el poder para quienes la explotaran y, con ella como base, se establecería el poder bancario y comercial sobre el Este. Prusia iría a absorber a los alemanes y a convulsionar a Europa.

Inglaterra (también a través de su poder naval) había llegado a dominar la colonia francesa del Canadá; pero nadie en aquellos días creía que las colonias tenían demasiada importancia, salvo como fuente de riquezas para la madre patria, y Canadá nunca había sido eso para Francia. Más tarde, cuando Inglaterra perdió sus colonias en América del Norte y éstas se volvieron independientes, el hecho fue equivocadamente considerado como un golpe mortal al poder mundial inglés.

Muy pocos previeron lo que significaría en el futuro la nueva república de Norteamérica. Su extensa y rápida expansión numérica y económica fortaleció inmensamente la posición de la cultura protestante en el mundo. Fue sólo mucho más tarde que una cierta proporción de inmigrantes católicos modificó en alguna medida esta posición pero, aún así, los Estados Unidos siguieron siendo esencialmente una sociedad protestante durante su sorprendente desarrollo.

Al final del Siglo XVIII y a principios del XIX se produjeron las guerras revolucionarias y las napoleónicas. También éstas aumentaron la fuerza del protestantismo y debilitaron aún más a la cultura católica. Lo hicieron indirectamente, y las cuestiones inmediatas fueron tanto más excitantes y tuvieron que ver tanto más directamente con la vida de las personas que este último y profundo efecto fue poco apreciado.

Hasta el día de hoy son pocos los historiadores que evalúan la derrota de Napoleón en términos de las culturas contrastantes de Europa. La Revolución Francesa fue un movimiento anticlerical y Napoleón, que la heredó, no fue un católico creyente y practicante. No regresó a la Fe sino hasta hallarse en su lecho de muerte. Tampoco, a pesar de su genio, percibió claramente que las diferencias religiosas constituyen la raíz de las diferencias culturales ya que toda la generación a la cual perteneció no tenía el concepto de ese profundo y universal discernimiento.

Sin embargo, sigue siendo cierto que, de haber triunfado Napoleón, la cultura preponderante de Europa hubiera sido católica. Su Imperio, aliado y con lazos matrimoniales con la antigua tradición católica de Austria, al darle paz a la Iglesia y al ponerle fin a los peligros revolucionarios, nos hubiera dado una Europa unida y estabilizada en la cual, a pesar del ampliamente difundido racionalismo de las clases más pudientes, Europa como un todo hubiera regresado a la tradición católica.

No obstante, Napoleón simplemente fracasó; y fracasó por calcular mal sus posibilidades en la campaña contra Rusia.

Después de su fracaso, el proceso de declinación que durante tanto tiempo había estado carcomiendo a la cultura católica, continuó a lo largo de todo el Siglo XIX. Como resultado de la derrota de Napoleón, Inglaterra pudo expandirse ininterrumpidamente mediante su ahora no sólo incuestionable sino hasta invencible poder naval. No había rival para ella en ninguna parte fuera de Europa. El Imperio Español, ya bastante alicaído, fue subdividido en gran medida como consecuencia de los esfuerzos de Inglaterra que deseaba un comercio sin trabas con la América Central y del Sur. Inglaterra se adueñó de puntos estratégicos por todo el globo, algunos de los cuales se convirtieron en sociedades locales considerables, llamadas colonias al principio y que ahora se llaman “dominios”.

Merced a la derrota de Napoleón, Prusia se convirtió en la potencia líder entre los alemanes. Anexó a la población católica del Rin y emergió como la triunfante rival de la Casa Habsburgo-Lorena del Emperador en Viena. Francia cayó en una serie incesante de experimentos políticos y fracasos en la base de los cuales estaba la profunda división religiosa de los franceses.

No hubo una Italia unificada y los esfuerzos que se hicieron para crearla fueron anticatólicos. Más aún, una de las ironías más ridículas de la Historia es que la gran potencia en la que Italia se ha convertido hoy surgió en gran medida por la simpatía que la Europa protestante manifestó por las rebeliones italianas originales contra el rey católico de Nápoles y contra la autoridad de los Estados Papales.

Durante la mayor parte de una generación después de la derrota de Napoleón, otro grupo de acontecimientos se volcó en la balanza en contra de la cultura católica. Fue la serie de aplastantes victorias obtenidas por Prusia en el campo de batalla entre 1866 y 1871. En esos cinco años Prusia destruyó el poder militar de la Austria católica y creó un nuevo Imperio Alemán en el cual los católicos fueron cuidadosamente aislados de Austria y convertidos en una minoría con el Berlín protestante como su centro de gravedad. También, Prusia derrotó a Francia súbita y completamente, tomó París y anexó lo que le pareció del territorio francés.

Este último acontecimiento, la guerra franco-prusiana fue, por lejos, el más importante de todos y pudo muy bien haber significado el fin de la cultura católica de Europa a través del establecimiento de la república parlamentaria francesa (que fue de mal en peor en materia de leyes y de moral) y mediante el socavamiento de la confianza que los franceses tenían en si mismos. El nuevo régimen en Francia comenzó a devastar a la civilización francesa y aumentó infinitamente a la facción anticatólica la que llegó a obtener y a mantener el poder por sobre el pueblo francés. Más aún: como consecuencia de esa guerra, Inglaterra se hizo aún más fuerte en el Este. Tomó el lugar de Francia como dominadora de Egipto, se hizo cargo de la custodia del Canal de Suez (que los franceses habían construido justo antes de su derrota) y adquirió Chipre.

Italia estaba ahora unida pero era débil y menospreciada. España y Portugal habían declinado, al parecer más allá de toda esperanza de recobrarse. Con Francia desgarrada por su conflicto religioso y teniendo la peor clase de políticos profesionales, con el sol de Austria en el ocaso, con Prusia en plena carrera, con los Estados Unidos recuperándose de su guerra civil y más poderosos y coherentes que nunca – convirtiéndose rápidamente en el país más rico del mundo y con una población en igual de rápida expansión – pareció caerse de maduro que la cultura católica sería directamente barrida del mapa. La cultura protestante se había convertido en el líder manifiesto de la civilización blanca.

La situación era evidente no sólo políticamente sino también en el terreno económico. La nueva maquinaria que transformaba la vida en todas partes, las nuevas y rápidas comunicaciones que transportaban pensamientos, mercaderías y personas; todo ello era principalmente producto de la cultura protestante. Las naciones católicas no hacían más que copiar a las naciones protestantes en estas cuestiones.

Lo mismo sucedía con las instituciones. La institución inglesa del parlamento, que había surgido y se había mantenido por una clase gobernante bajo condiciones aristocráticas, fue imitada en todas partes. Era una institución que se adaptaba pésimamente a sociedades con un fuerte sentido de igualdad humana, pero era tal el prestigio de Inglaterra que las personas copiaron instituciones inglesas en todas partes.

Mientras tanto, Irlanda, que propiamente puede ser llamada la prueba de la suerte de la cultura católica, pareció dar la señal de la ruina final de esa cultura. La población irlandesa, hacía tiempo despojada de sus tierras, quedó reducida a la mitad por la hambruna. La riqueza de Irlanda disminuyó con la misma rapidez con la que creció la de Inglaterra y nadie razonable pensó que sería posible que Irlanda, después de sus terribles experiencias en el Siglo XIX, pudiese surgir otra vez de entre los muertos.

El Papa había sido despojado de sus ingresos mediante la toma de sus Estados y era ahora un prisionero en el Vaticano con todo el espíritu del nuevo gobierno italiano – ahora su aparente soberano – más y más opuesto a la religión. El sistema educativo de Europa se divorció cada vez más de la religión y en los grandes países católicos, o bien se desmoronó, o bien cayó en manos anticatólicas.

Es muy difícil decir cuando cambia la marea en los grandes procesos de la Historia. Pero hay una regla que puede ser sabiamente aplicada: el cambio de marea sobreviene antes de lo que piensan las personas cuyo juicio se basa sobre fenómenos superficiales. Cualquier gran sistema – el activamente centralizado Imperio Romano de Occidente, el Imperio Español, el período de la dominación turca en el Este, el período de las monarquías absolutas en Europa Occidental – todos estos sistemas comenzaron realmente a colapsar mucho antes de que un observador externo pudiese notar cambio alguno. Por ejemplo, en una fecha tan tardía como 1630 las personas todavía hablaban y pensaban del poder español como la cosa más grande del mundo; y, sin embargo, había recibido su herida mortal en Holanda más de una generación antes y después de Rocroi (1643) estaba desangrándose lentamente.

Así sucedió y así sucede con la hegemonía protestante sobre nuestra cultura; con el liderazgo protestante y anticatólico de la civilización blanca. La marea ha cambiado. Pero ¿cuál fue el momento en que cambió? ¿Cuándo se produjo el intervalo entre la marea alta y la baja?

Es difícil fijar una fecha para estas cosas pero una regla universal dice que, en la duda entre dos fechas, debe preferirse la más temprana a la más tardía.

Muchos pondrían a los años 1899-1901, la época de la aciaga guerra Boer, como la fecha del punto de inflexión. Algunos la pondrían más tarde. Por mi parte, la fijaría alrededor de los años 1885-1887. Me parece que un observador universal, no sesgado por sentimientos patrióticos, fijaría ese momento – o bien 1890 a lo sumo – como el punto de inflexión en la curva. Los poderes protestantes eran entonces aparentemente más poderosos que nunca; pero la reacción estaba agitándose y en la próxima generación se volvería visible.

Cualesquiera que fuesen las causas y sean cuales fueren las fechas a fijar (con seguridad entre 1885 y 1904) lo cierto es que la marea estaba cambiando. No estaba cambiando hacia el restablecimiento de la cultura católica como la líder de Europa, menos aún hacia el restablecimiento de la Iglesia Católica como el espíritu universal de esa cultura; pero las ideas y las cosas que habían convertido a la cultura opuesta en todopoderosa estaban decayendo. Esta declinación moderna de la hegemonía protestante y su continuidad en una amenaza completamente nueva – y en una nueva reacción católica contra esa amenaza – es lo que describiré a continuación.

Sea cual fuere la fecha que le asignemos a la cumbre del poder en la cultura protestante, sea que digamos que su decadencia comenzó en una fecha tan temprana como 1890 o que no puede ser fijada antes de 1904, {[18]} no hay duda que después de esta fecha – en otras palabras: durante los primeros años del Siglo XX – la supremacía de la cultura protestante se hallaba socavada.

Las distintas herejías protestantes sobre las cuales se había basado y el espíritu general de todas esas herejías combinadas estaba declinando. Como consecuencia de ello, su fruto, la hegemonía protestante sobre Europa y el mundo blanco, estaba declinando también. El protestantismo estaba siendo estrangulado en su raíz – en  sus raíces espirituales – con lo que los frutos materiales de ese árbol estaban empezando a secarse.

Cuando estudiamos en detalle el proceso de este velado decaimiento de la supremacía de la cultura protestante, hallamos dos conjuntos de causas. La primera, y aparentemente la menos importante (aunque la posteridad quizás descubra que fue de gran importancia) fue cierta recuperación de la confianza en una porción (y sólo una porción) de las naciones que habían heredado la cultura católica y, al mismo tiempo, un renacimiento de la vitalidad de las enseñanzas católicas.

Políticamente no hubo una reacción para retomar la antigua fortaleza de la cultura católica; fue mas bien lo contrario. Irlanda continuó declinando en población y en riqueza y era ahora más dependiente de un poder protestante que nunca antes. Polonia, aparentemente, no tenía esperanzas de resurgir. Las divisiones dentro de la cultura católica misma se hicieron peores que nunca. En Francia (que era la piedra de toque de la totalidad) la lucha entre la Iglesia y sus enemigos se convirtió en algo sobreentendido y la victoria de sus enemigos llegó a ser igual de sobreentendida. La religión estaba desapareciendo de las escuelas primarias. Grandes sectores del campesinado estaban perdiendo su fe ancestral y, la declinación de la religión arrastró consigo la declinación del buen gusto en la arquitectura, en todas las artes y, lo que es lo peor de todo, en todas las letras. La antigua lucidez intelectual francesa comenzó a volverse confusa. No hubo un renacimiento español y en Italia, el poder anticlerical y parlamentario masónico más las diferencias existentes entre los diversos distritos hicieron que otra provincia de la cultura católica se debilitara.

Pero en todas las naciones de la cultura católica ya se hacía visible alguna recuperación de la religión en las clases más pudientes,

Esto puede no parecer mucho, dado que las clases más ricas constituyen una pequeña minoría; pero éstas influenciaron a las universidades y, por lo tanto, a la literatura y a la filosofía de su generación. Mientras una generación antes cualquiera hubiera dicho que el catolicismo jamás volvería a aparecer en la Universidad de París, ahora ya se veían signos de que volvía a ser tomado muy en serio. En todo esto, el gran Papa León XIII desempeñó un papel principal, secundado por quien más tarde se convertiría en el Cardenal Mercier. Santo Tomás fue rehabilitado y la Universidad de Lovaina se convirtió en el foco de una energía intelectual que se irradió a través de toda Europa Occidental.

Aún así y lo repito, todo esto tuvo una importancia menor frente al decaimiento interno de la cultura protestante. La cultura católica siguió estando dividida; no había signos de que retornaría a su gran papel del pasado, y – a pesar de que tanto las semillas del resurgimiento irlandés como del polaco habían sido sembradas (el primero de ellos a través de la muy importante recuperación de las tierras por parte del campesinado irlandés) – nadie hubiera podido predecir el fortalecimiento integral de la cultura católica en toda nuestra civilización. De hecho, la mayoría hoy tampoco puede percibir ese fortalecimiento.

Hubo grandes conversos, como que siempre los ha habido. Hubo, lo que es más significativo aún, grupos enteros de personas muy eminentes, tales como Brunetière  en Francia, que congeniaron cada vez menos con el ateísmo y el agnosticismo pasados de moda y quienes, sin declararse católicos, simpatizaron claramente con el sector católico. Pero todos ellos no ejercieron influencia sobre la corriente principal. Lo que realmente produjo el cambio fue la gran debilidad interna de la cultura protestante como algo opuesto a la católica. Fue este decaimiento de los oponentes de la Iglesia lo que comenzó a transformar a Europa y a preparar a las personas para otro gran cambio adicional al cual llamaré (tanto como para darle un nombre y poder estudiarlo más adelante) “la fase moderna”.

La cultura protestante decayó por dentro a raíz de una cantidad de causas, probablemente todas conexas, aún cuando es difícil rastrear esa conexión; todas probablemente procedentes de aquello que los médicos llamarían la condición “auto-tóxica” de la cultura protestante. Decimos que un organismo se ha vuelto “auto-tóxico” cuando comienza a intoxicarse a si mismo, cuando pierde vigor en sus procesos vitales y acumula secreciones que continuamente disminuyen sus energías. Algo por el estilo estaba sucediendo con la cultura protestante hacia fines del Siglo XIX y comienzos del XX.

Esta fue la causa general de la declinación protestante, pero su acción fue ambigua y difícil de aprehender. Sobre las causas particulares de dicha declinación podemos tener mayor certeza y ser más concretos.

Por de pronto, la base espiritual del protestantismo se hizo pedazos por el derrumbe de la Biblia como autoridad suprema. Este derrumbe fue el resultado de ese mismo espíritu de investigación escéptica sobre el cual el protestantismo siempre estuvo basado. Había comenzado diciendo: “Niego la autoridad de la Iglesia. Cada persona debe examinar por si misma la credibilidad de toda doctrina”. Pero había tomado como apoyo (bastante ilógicamente por cierto) a la doctrina católica de la inspiración escritural. La Iglesia Católica había declarado que esa gran masa de folklore judío, poesía e Historia popular tradicional, ese cuerpo de registros de la Iglesia Temprana que llamamos el Nuevo Testamento, se hallaban divinamente inspirados. El protestantismo (como todos sabemos) volvió esta misma doctrina de la Iglesia en contra de la Iglesia misma y apeló a la Biblia en contra de la autoridad católica.

De allí que la Biblia – el Antiguo y el Nuevo Testamento combinados – se convirtió en un objeto de culto por si misma a través de la cultura protestante. Había una gran cantidad de dudas y hasta de paganismo flotando en el ambiente antes del fin del Siglo XIX en las naciones de cultura protestante; pero la masa de las poblaciones, tanto en Alemania como en Inglaterra y en la península escandinava, y por cierto que en los Estados Unidos, se aferró a una interpretación literal de la Biblia.

Ahora bien, la investigación histórica, la investigación en las ciencias físicas y la investigación en la crítica de textos sacudió esta actitud. La cultura protestante empezó a deslizarse hacia el otro extremo; de haber adorado al propio texto de la Biblia como algo inmutable y como la clara voz de Dios, cayó en dudar de casi todo lo contenido en la Biblia.

Cuestionó la autenticidad de los cuatro Evangelios, particularmente a los dos escritos por testigos oculares de la vida de Nuestro Señor y más especialmente al de San Juan, el principal testigo de la Encarnación.

Llegó a negar el valor histórico de casi todo en el Antiguo Testamento que fuese anterior al exilio babilónico; negó como una cuestión de principio todo milagro, de una tapa a la otra del libro, y toda profecía.

Si un documento contenía una profecía, eso se interpretaba como prueba de que había sido escrito después de los hechos. Todo texto inconveniente fue etiquetado de interpolación. Al final, cuando este espíritu (que fue producto del protestantismo mismo) hubo terminado con la Biblia – es decir: con el mismo fundamento del protestantismo – lo que quedó del protestantismo no fue más que una masa de ruinas.

Hay incluso otro ejemplo de cómo el espíritu del protestantismo destruyó sus propios fundamentos, pero se halla en otro terreno: en el de la economía social.

El protestantismo había producido la libre competencia permitiendo la usura y destruyendo las antiguas salvaguardas que protegían las propiedades del hombre pequeño: el gremio y la asociación local.

En la mayor parte de los lugares en dónde tuvo poder (y especialmente en Inglaterra) el protestantismo destruyó al campesinado por completo. Produjo el industrialismo moderno en su forma capitalista y produjo la banca moderna que al final se convirtió en dueña de la comunidad, pero bastó con que algo más que una generación tuviese la experiencia del capitalismo industrial y del poder usurario de los banqueros para demostrar que ninguno de los dos podría continuar. Habían engendrado extensos desastres sociales que iban de mal en peor hasta que las personas, sin apreciar conscientemente la causa última de esas calamidades (que es, por supuesto, espiritual y religiosa) hallaron de cualquier modo que los males eran insoportables.

Pero, en definitiva, la riqueza y el poder político de la cultura protestante estaban basados sobre justamente las instituciones que ahora se criticaban.

El capitalismo industrial y la banca usurera constituían justamente la fortaleza misma de la civilización protestante del Siglo XIX. Habían triunfado especialmente en la Inglaterra victoriana. En el momento en que escribo estas palabras, son todavía superficialmente todopoderosos – pero cada uno de nosotros sabe que su hora ha llegado. Se han corrompido desde adentro; y con ellos se corrompió la hegemonía protestante a la que tan poderosamente habían apoyado durante las generaciones inmediatamente anteriores a la nuestra.

Hubo, además, otra causa del debilitamiento y la declinación de la cultura protestante: sus diferentes partes tendían a entrar en conflicto entre si. Era lo esperado de un sistema basado simultáneamente en la competencia y en la adulación del orgullo humano. Las distintas sociedades protestantes, en especial la británica y la prusiana, estaban – cada una por su lado – convencidas de su propia y completa superioridad. Pero no se pueden tener dos o más razas superiores.

Este ambiente de auto-idolatría necesariamente condujo a un conflicto entre los auto-idólatras. Podían ponerse de acuerdo en despreciar a la cultura católica; pero no pudieron preservar la unidad entre ellos mismos.

El problema se agravó por la falta inherente de un plan. La cultura protestante, habiendo comenzado por exagerar el poder de la razón humana, estaba terminando por abandonar la razón humana. Se vanagloriaba de su dependencia del instinto y hasta de la buena suerte. No hubo frase más común en labios de los ingleses protestantes que aquella de: “No somos una nación lógica”. Cada grupo protestante se convirtió en “el país de Dios”, en el favorito de Dios – y de alguna manera u otra se suponía que terminaría siendo hegemónico sin tomarse el trabajo de pensar un esquema para su propia conducta.

En el largo plazo no hay nada más fatal para un individuo o para una gran sociedad que esta ciega dependencia de una buena suerte garantizada y un descuido igualmente ciego de los procesos racionales. Es algo que le abre la puerta a cualquier extravagancia, sea material o espiritual; a concepciones de dominio universal, al poder mundial y a cosas similares que, en sus efectos, constituyen venenos mortales.

Todos estos fenómenos combinados condujeron al gran colapso que oficialmente fechamos en 1914 pero cuya gestación se ubica por lo menos tres años antes, ya que fue tres años antes del estallido de la Gran Guerra que las naciones comenzaron a hacer sus preparativos para el conflicto.

En la Gran Guerra, por supuesto, la totalidad del antiguo estado de cosas colapsó estrepitosamente. Lo que sobrevivió de lo que habían sido las instituciones de la hegemonía protestante – el control por los bancos, la exacción de una usura general a través de empréstitos internacionales, todo el competitivo sistema industrial, la irrestricta explotación de un extenso proletariado por parte de una pequeña clase capitalista – todo ello sólo sobrevivió en forma precaria, sostenido por toda clase de subterfugios y aún así sólo en algunas pocas sociedades. En la gran masa de nuestra civilización, estas cosas desaparecieron rápidamente. La principal institución política que les había servido – el parlamento integrado por políticos profesionales que se autodenominaban “representativos” – siguió por el mismo camino. Nuestra civilización comenzó a entrar en un período de experimentos políticos, incluyendo despotismos, cada uno de los cuales puede ser y probablemente será efímero pero, en cualquier caso, todos estos experimentos significan un corte con el pasado inmediato.

Cesó de existir el antiguo mundo blanco en el cual una cultura católica dividida y confundida fue desplazada por una triunfante y poderosa cultura protestante.

Pero cabe destacar que este colapso del antiguo fenómeno anticatólico, la cultura protestante, no presenta signos de ser suplantado por la hegemonía de la cultura católica. No hay señales todavía de una reacción tendiente a restablecer el dominio de las ideas católicas; a restaurar plenamente la única Fe que puede salvar a Europa y a toda nuestra civilización.

Cuando nos libramos de un mal, casi siempre sucede que nos encontramos frente a otro de cuya existencia hasta ese momento no habíamos sospechado. Eso es lo que sucede ahora con el derrumbe de la hegemonía protestante. Estamos ingresando a una nueva fase – “la Fase Moderna”, según la he llamado – en la cual la Iglesia Eterna enfrenta problemas muy diferentes. Un enemigo muy diferente amenazará la existencia de esta Iglesia y la salvación del mundo que depende de ella. En qué consiste esa fase moderna es lo que intentaré analizar a continuación.

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