Movimiento Cívico-Militar CONDOR

Malvinas

Publicacion

Hillaire Belloc

Las Grandes Herejías - Capítulo 6 - Parte I

¿Qué fue la Reforma?

El movimiento generalmente llamado “La Reforma” merece un lugar aparte en la Historia de las grandes herejías, y esto por las siguientes razones:

1. No fue un movimiento en particular sino uno general, esto es: no produjo una herejía particular que habría podido ser debatida, analizada y condenada por la autoridad de la Iglesia como hasta ahora fue el caso de toda otra herejía o movimiento hereje. Después de que las distintas proposiciones herejes fueran condenadas, tampoco estableció (como lo hizo al mahometanismo o el movimiento albigense) una religión separada por encima y en contra de la antigua ortodoxia. Más bien creó una cierta atmósfera moral, separada, que aún seguimos llamando “protestantismo”. De hecho, produjo toda una cosecha de herejías, pero no una herejía, y su característica fue que todas sus herejías adquirieron y prolongaron un estilo común: ése que llamamos “protestante” hasta el día de hoy.

2. Si bien los frutos inmediatos de la Reforma decayeron, del mismo modo en que lo hicieron muchas otras herejías del pasado, la disrupción que produjo permaneció y el móvil principal – la reacción contra una autoridad espiritual unida – continuó tan en vigor que rompió a la civilización europea  de Occidente, impulsó al final una duda general y se expandió más y más ampliamente. Ninguna de las herejías más antiguas había hecho eso ya que cada una de ellas fue específica. Cada una de ellas se había propuesto suplantar o rivalizar con la Iglesia Católica existente. Por el contrario, el movimiento de la Reforma propuso más bien disolver a la Iglesia Católica – ¡y sabemos hasta qué medida el esfuerzo ha tenido éxito!

Lo más importante de la Reforma es entenderla. No sólo seguir su Historia etapa por etapa – un procedimiento siempre necesario para entender cualquier cuestión histórica – sino aprehender su naturaleza esencial.

En esto último, a las personas modernas les resulta muy fácil equivocarse; especialmente a las personas del mundo angloparlante. Las naciones que conocemos quienes hablamos en inglés son, con la excepción de Irlanda, predominantemente protestantes; y aún así albergan (con la excepción de Gran Bretaña y África del Sur) grandes minorías católicas.

En ese mundo angloparlante (al cual está dirigido este escrito) existe una conciencia plena de lo que fue el espíritu protestante y de lo que ha llegado a ser en sus modificaciones actuales. Todo católico que vive en ese mundo angloparlante conoce lo que significa el temperamento protestante del mismo modo en que conoce el sabor de algún alimento habitual, o de una bebida, o el aspecto de alguna vegetación familiar. En menor grado las grandes mayorías protestantes – en Gran Bretaña esa mayoría es abrumadora – tienen alguna idea de qué es la Iglesia Católica. Saben mucho menos de nosotros de lo que nosotros sabemos de ellos. Eso es natural, ya que nosotros procedemos de orígenes más antiguos, porque somos universales mientras ellos son regionales y porque nosotros sostenemos una filosofía intelectual definida mientras ellos poseen un espíritu más bien emocional e indefinido, aunque característico.

Aún así, a pesar de que saben menos de nosotros de lo que nosotros sabemos de ellos, son conscientes de una diferencia y sienten que hay una aguda división entre ellos y nosotros.

Ahora bien, en la actualidad, tanto católicos como protestantes tienden a cometer un error histórico capital. Tienden a considerar al catolicismo por un lado y al protestantismo por el otro como dos sistemas religiosos y morales esencialmente opuestos que producen en sus miembros individuales, desde los mismos orígenes del movimiento, características morales opuestas y hasta fuertemente contrastantes. Toman por cierta esta dualidad incluso desde el comienzo del proceso. Los historiadores que escriben en inglés a ambos lados del Atlántico hablan de cualquier Fulano (aún a principios del Siglo XVI) calificándolo de “protestante” y de algún otro Mengano como “católico”. Es cierto que los contemporáneos de esas personas también utilizaron dichos términos, pero emplearon las palabras en un sentido muy diferente y con muy distintos sentimientos. Por todo el lapso de una vida humana después de comenzado el movimiento llamado de “La Reforma” (digamos entre 1520 hasta 1600) las personas se mantuvieron en una actitud mental que consideró a toda la disputa religiosa dentro de la Cristiandad como algo ecuménico. La pensaron como un debate en el cual toda la Cristiandad se hallaba involucrada y como algo sobre lo cual se tomaría alguna clase de decisión final válida para todos. Se pensaba que esta decisión se aplicaría a la Cristiandad como un todo y traería consigo una paz religiosa general.

Como he dicho, este estado mental perduró por el lapso de toda una larga vida humana – pero su atmósfera duró mucho más. Europa no se resignó a aceptar la desunión religiosa por el lapso de otra vida humana adicional. La renuente decisión de sacar lo mejor del desastre no se vuelve evidente – como veremos – hasta la Paz de Westfalia, 130 años después del primer desafío de Lutero; y la separación completa de católicos y protestantes no se concretó sino otros cincuenta años más tarde; aproximadamente entre 1690 y 1700.

Es de primordial importancia apreciar esta verdad histórica. Sólo unos pocos de los más amargos o ardientes reformadores se lanzaron a destruir al catolicismo como algo separado del cual eran conscientes y al cual odiaban. Menos aún se dirigió la mayoría de los reformadores a establecer alguna otra contra-religión unificada.

A lo que se dedicaron (como ellos mismos lo formularon y como se dijo durante un siglo y medio antes del gran alzamiento) fue a “reformar”. Declararon su intención de purificar a la Iglesia y de restaurarla en sus virtudes originales de llaneza y simplicidad. De diferentes maneras ( y los distintos grupos diferían en casi todo excepto en su cada vez mayor reacción en contra de la unidad) expresaron su intención de librarse de las excrescencias, supersticiones y falsedades históricas siendo que de ellas, sabe Dios, disponían de toda una multitud para atacar.

Por el otro lado, durante este período de la Reforma, la defensa de la ortodoxia se concentró no tanto en destruir un fenómeno específico (como lo es el espíritu protestante actual) sino en restaurar la unidad. Durante al menos sesenta años, y aún por ochenta años – más que el lapso de vida plenamente activo de un hombre longevo – las dos fuerzas activas, la Reforma y el Conservadorismo, fueron de esta naturaleza: entrelazadas, cada una de ellas afectando a la otra y cada una esperando volverse universal al final.

Por supuesto, a medida que transcurrió el tiempo los dos partidos tendieron a convertirse en dos ejércitos hostiles, en dos campos separados, y por último se produjo la separación completa. Lo que había sido la Cristiandad unida de Occidente se quebró en dos fragmentos: uno que de allí en más sería la cultura protestante y otro de cultura católica. A partir de allí, cada uno de ellos se reconocería a si mismo y a su propio espíritu como algo separado y hostil al otro. También cada uno creció asociando el nuevo espíritu con su propia región, o nacionalidad, o ciudad-Estado: Inglaterra, Escocia, Hamburgo, Zurich, y todos los demás.

Después de la primera fase (que, naturalmente, abarcó el lapso de una vida humana) vino una segunda que cubrió otro lapso igual. Si uno conviene en expandirla justo hasta la expulsión de los reyes Estuardos católicos de Inglaterra, cubrió incluso algo más que una vida humana – cerca de cien años.

En esta segunda fase, los dos mundos, el protestante y el católico, están conscientemente separados y son conscientemente antagonistas. Es un período bastante lleno de combates efectivos: las “guerras de religión” en Francia e Irlanda y, sobre todo, en las amplias regiones de habla germánica de Europa Central. Bastante antes de que estos enfrentamientos de hecho terminaran, los dos adversarios habían “cristalizado” en una forma permanente. La Europa católica terminó aceptando como aparentemente inevitable la pérdida de lo que hoy son los Estados y las ciudades protestantes. La Europa protestante perdió toda esperanza de afectar permanentemente con su espíritu aquella otra parte de Europa que había sido salvada para la Fe. El nuevo estado de cosas quedó establecido por los principales tratados que terminaron con las guerras religiosas en Alemania (a medio camino entre 1600 y 1700). Pero el conflicto continuó esporádicamente por al menos cuarenta años más y partes de las fronteras entre las dos regiones seguían fluctuando aún al final de ese período adicional. Las cosas no se consolidaron en dos mundos separados sino hasta 1688 en Inglaterra o, incluso 1715, si consideramos a la totalidad de Europa.

A fin de tener la cuestión clara en nuestras mentes es bueno disponer de fechas fijas. Podemos tomar como origen del conflicto manifiesto al alzamiento violento conectado con el nombre de Martín Lutero en 1517. Para 1600 el movimiento, como movimiento general europeo, se había diferenciado bastante bien en un mundo protestante opuesto al católico y la lucha se dirimía para decidir si dominaría el primero o el segundo y no para decidir si prevalecería una filosofía o la otra a través de nuestra civilización; si bien, como he señalado, muchos aún esperaban que, al final, la antigua tradición católica se extinguiría o bien que, al final, la Cristiandad volvería en un todo a ella.

La segunda fase comienza, digamos, en una fecha tan tardía como 1606 en Inglaterra, o algunos años antes en el Continente, y no termina en una fecha precisa pero, hablando en términos generales, llega a su fin durante los últimos veinte años del Siglo XVII. Termina en Francia antes que en Inglaterra. Termina entre los Estados alemanes – por agotamiento más que por otra razón – aún antes que en Francia, pero se puede decir que la idea de un conflicto religioso directo se estaba transformando en la idea de un conflicto político hacia 1670, o 1680 aproximadamente. Las guerras religiosas activas corresponden a la primera parte de esta fase. Terminaron en Irlanda hacia mediados del Siglo XVII y en Alemania algunos años antes; pero el fenómeno siguió siendo concebido como un asunto religioso a una fecha tan tardía como 1688 y aún más tarde en aquellas partes en donde el conflicto se mantuvo.

Hacia mediados del Siglo XVII, en los tiempos de Cromwell, (1649-58), Gran Bretaña era definitivamente protestante y seguiría siéndolo, a pesar de poseer una gran minoría católica. {[14]} Lo mismo se aplica a Holanda. Escandinavia hacía rato que se había hecho protestante en forma permanente gracias a sus personajes adinerados, y lo mismo ocurrió en los principados y Estados del Imperio Germánico, especialmente en el Norte. Otros (principalmente en el Sur) se mantendrían claramente católicos en el futuro y en bloque.

De los Países Bajos (lo que hoy conocemos como Holanda y Bélgica), el Norte (Holanda) sería oficialmente protestante con una gran minoría católica mientras que el Sur (Bélgica) sería casi completamente católica con difícilmente algún elemento protestante en absoluto.

Los cantones suizos se dividieron en forma muy similar a como lo hicieron los alemanes. Algunos se volvieron católicos, otros protestantes. Francia sería católica en su mayor parte pero con una minoría protestante, poderosa y rica aunque no muy grande, constituyendo el 10% como máximo y probablemente más cerca de un 5% del total. España, Portugal e Italia se consolidaron en forma permanente reteniendo las tradiciones de la cultura católica.

De modo que estamos por seguir la Historia de dos épocas sucesivas que gradualmente cambian de carácter. La primera, desde un poco antes de 1520 hasta aproximadamente 1600, es una época de debate y conflicto universales. La segunda es una época de fuerzas claramente contrapuestas que se vuelven tan políticas como religiosas y se definen con cada vez mayor nitidez en dos bandos hostiles.

Cuando todo lo anterior había pasado, es decir hacia el final del Siglo XVII – o principios del XVIII, hace más de doscientos años – se produjeron dos nuevos procesos. Por un lado se extendió la duda y un espíritu anticatólico dentro de la misma cultura católica. Por el otro lado, si bien en la cultura protestante no existía una doctrina tan definida a desafiar y se produjo una menor división interna, emergió un sentimiento cada vez más intenso en cuanto a que las diferencias religiosas tenían que ser aceptadas. Fue un sentimiento que, en un número cada vez mayor de individuos, creció hasta convertirse en la convicción – en un principio secreta pero más tarde explícita – de que en materia religiosa nada podía saberse con certeza y que, por lo tanto, la tolerancia de todas las opiniones al respecto era la actitud razonable a adoptar.

Paralelamente a este proceso se desarrolló la lucha política entre las naciones originalmente de cultura católica y las regiones de la nueva cultura protestante. Durante el Siglo XIX la preponderancia del poder se desplazo gradualmente hacia el lado de los protestantes, liderados por las dos principales potencias anticatólicas: Inglaterra y Prusia, simbolizadas a veces con sus dos capitales como “Londres y Berlín”. Se ha dicho que “Londres y Berlín fueron los dos pilares gemelos del dominio protestante durante el Siglo XIX”. Y esa apreciación es correcta.

Éste sería, pues, el proceso que estamos a punto de ver. El lapso de una vida humana ocupado por un conflicto de ideas por todas partes; otro lapso semejante con una separación regional cada vez mayor y con un conflicto que se vuelve cada vez más político que  religioso. Luego, un Siglo – el XVIII – de escepticismo en aumento debajo del cual las características de las culturas protestante y católica se mantuvieron, si bien ocultas. Luego otro siglo – el XIX – durante el cual la lucha política entre las dos culturas fue bastante obvia y la protestante continuamente incrementó su poder a expensas de la católica dado que ésta estuvo más dividida en su seno que la protestante. Francia, la potencia líder de la cultura católica, fue – al menos la mitad de ella – anticlerical en los días de Napoleón al tiempo que Inglaterra era, tal como sigue siendo, sólidamente anticatólica.

Los orígenes de ese gran movimiento que sacudió y dividió por generaciones al mundo espiritual y que llamamos la “Reforma”, vale decir: el acopio de materiales para la explosión que sacudiría a la Cristiandad en el Siglo XVI, cubre el período de al menos dos vidas humanas antes de producirse en 1517 el acto principal de rebelión contra la unidad religiosa.

Muchos han tomado como punto de partida al abandono de Roma por parte del Papado y a su establecimiento en Avignon, cosa que sucedió más de doscientos años antes del surgimiento de Lutero.

Hay algo de cierto en esta postura pero se trata de una verdad muy imperfecta. Todo tiene una causa, y toda causa tiene otra detrás de ella y así sucesivamente. El hecho que el Papado abandonara Roma, poco después del 1300, debilitó por cierto la estructura de la Iglesia pero, en si, no fue fatal. Hablando de buscar el punto de partida principal es mejor tomar esa terrible catástrofe que fue la plaga hoy conocida como “la Muerte Negra” (1348-50), cuarenta años después del abandono de Roma. Podría ser aún más satisfactorio tomar como punto inicial a la apertura del gran cisma, cerca de treinta años después de la Muerte Negra, una fecha después de la cual por toda una generación la autoridad del mundo católico fue casi mortalmente herida por los conflictos de papas y anti-papas, pretendientes rivales a la suprema autoridad de la Santa Sede. De cualquier manera, antes de la Muerte Negra de 1348-50 y antes de la apertura del cisma, hay que comenzar con el abandono de Roma por parte de los Papas.

La Santa Sede, como autoridad central de la Cristiandad, hacía tiempo que estaba involucrada en una querella mortal con el poder secular de lo que se llamaba “El Imperio”, esto es, con los emperadores de origen germánico que tenían una autoridad general – aunque muy complicada, variada y, con frecuencia, sólo en las sombras – no solamente en los países de habla alemana sino también en el Norte de Italia y el cinturón de lo que hoy es el Este de Francia, además de los Países Bajos y algunos grupos de eslavos.

Una generación antes de que los Papas abandonaran Roma, esta querella llegó a su culminación bajo uno de los hombres más inteligentes y más peligrosos que jamás gobernaran a la Cristiandad – el Emperador Federico II – cuyo poder era tanto más grande porque había heredado no sólo el antiguo y diversificado gobierno sobre los Estados germánicos, los Países Bajos y lo que hoy llamamos Francia Oriental, sino también el Este y el Sur de Italia. La totalidad de Europa Central, excepto los Estados gobernados inmediatamente por el Papa en el medio de Italia, estaba en mayor o en menor medida bajo la sombra de Federico y sus pretensiones soberanas. Desafió a la Iglesia y el Papado venció, con lo cual la Iglesia se salvó; pero el Papado, como poder político, salio exhausto del conflicto.

Como sucede con tanta frecuencia, fue un tercero el que se benefició del violento duelo de los dos actores principales. Fue el rey de Francia quien ahora se convirtió en la potencia principal y por setenta años, esto es: durante toda la mayor parte del Siglo XIV (de 1307 a 1377) el Papado se convirtió en algo francés, con los Papas residiendo en Avignon (en dónde su gran palacio subsiste al día de hoy, constituyendo un espléndido monumento de aquél tiempo y de su significado) y siendo, después del cambio, mayormente franceses los hombres elegidos para ocupar el cargo de Papa.

Este cambio (o más bien interludio, ya que el cambio no fue permanente) cayó justo en el momento en que un espíritu nacional comenzaba a desarrollarse en varias regiones de Europa, particularmente en Francia. Tanto más golpeó las conciencias de aquella época el peculiar carácter francés del Papado. Por su propia naturaleza, el Papado debe ser universal. Que fuese nacional resultó abominable para los europeos occidentales de aquél tiempo.

La tendencia de la Cristiandad occidental a dividirse en compartimentos separados y de perder la unidad plena que había tenido durante tanto tiempo aumentó debido al fracaso de las Cruzadas – las cuales, mientras se mantuvieron activas, actuaron de fuerza unificadora presentándole un ideal común a toda la caballería cristiana. Esta tendencia también aumentó por lo que se ha dado en llamar la Guerra de los Cien Años; y no es que durara continuamente esa cantidad de años pero, desde la primera batalla hasta la última se puede contabilizar casi ese lapso de tiempo.

La Guerra de los Cien Años fue un conflicto entre la dinastía de habla francesa que gobernaba a Inglaterra, apoyada por la clase superior inglesa que también era francófona (toda la clase superior inglesa hablaba en francés aún a fines del Siglo XIV), y la igualmente francófona monarquía francesa con su clase superior en Francia misma. La familia real inglesa de habla francesa era la de los Plantagenetas y a la familia real francesa se la conoce como la de los Capetos.

La monarquía francesa capeta había descendido regularmente de padres a hijos por generaciones hasta que se produjo una sucesión disputada después de 1300, poco después de que el Papa se mudase a Avignon en Francia. El joven Eduardo Plantageneta, el tercero de ese nombre, el francófono Rey de Inglaterra, reclamó el trono francés por la vía de su madre, la hermana del último rey que no tenía hijos. El rey capeto Felipe, primo del rey fallecido, reclamó el mismo trono en su calidad de varón, luego de que sus abogados inventaran el alegato de que las mujeres no podían ni heredar, ni transmitir, a la monarquía francesa. Eduardo ganó dos notables campañas, las de Crecy y la de Poitiers y casi tuvo éxito en establecerse como Rey de Francia. Después sobrevino un largo impasse durante el cual las fuerzas plantagenetas fueron expulsadas de Francia, excepto en el suroeste. A lo cual siguió una reunión de los plantagenetas después de que la usurpadora rama Lancasteriana de la familia se hiciese del trono de Inglaterra y consolidara su injusto poder. Volvieron a fogonear la guerra en Francia (bajo Enrique V de Inglaterra) y llegaron mucho más cerca de tener éxito que sus antecesores porque Francia se hallaba en un estado de guerra civil. De hecho, el gran soldado del período, Enrique V de Inglaterra, al casarse con la hija del rey de Francia y después de declarar que el hermano de ésta era ilegítimo, consiguió que su pequeño hijo fuese coronado como rey francés. Pero la disputa no terminó allí.

Todos sabemos cómo fue que terminó. Finalizó con las campañas de Juana de Arco y sus sucesores, y con el colapso definitivo de la pretensión plantageneta. Pero, por supuesto, el conflicto había fomentado los sentimientos nacionales y todo fortalecimiento de los ahora crecientes sentimientos nacionales en la Cristiandad concurrían a debilitar a la antigua religión.

En el medio de todo esto cayó algo mucho más importante todavía que esa disputa y fue algo que, como ya he señalado antes, tuvo mucho que ver con la deplorable división de la Cristiandad en naciones independientes separadas. Este lamentable incidente fue la terrible plaga conocida como “la Muerte Negra”. El espantoso desastre se desató en 1347 y barrió a toda Europa de Este a Oeste. Lo asombroso es que nuestra civilización no colapsó porque murió un tercio de la población adulta con certeza, y probablemente más aún.

Como siempre sucede con las grandes catástrofes, hubo un “compás de espera” hasta que se sintieron los plenos efectos de la tragedia. Fue recién durante las décadas de los 1370 y 1380 que los efectos comenzaron a ser permanentes y en buena medida universales.

En primer lugar, como siempre sucede cuando los hombres son severamente puestos a prueba, los menos afortunados se volvieron violentamente hostiles hacia los más afortunados. Hubo alzamientos y movimientos revolucionarios. Se derrocaron príncipes, hubo un quiebre de continuidad de toda una pléyade de instituciones. Los nombres de las instituciones antiguas se mantuvieron, pero su espíritu cambió. Por ejemplo, los grandes monasterios de Europa mantuvieron sus antiguas riquezas pero quedaron reducidos a la mitad de su número.

La parte importante de estos efectos de la Muerte Negra, después de aproximadamente una generación, fue el surgimiento de Inglaterra como un país unido por un lazo común. La clase superior dejó de hablar en francés y los variados dialectos locales se fundieron en un lenguaje que se estaba convirtiendo en el lenguaje literario de una nueva nación. Es el período del Piers Plowmany de Chaucer.

La Muerte Negra no sólo sacudió la estructura física y política de la sociedad Europea. Comenzó a afectar a la Fe misma. El horror había generado demasiada desesperación.

Otro resultado directo de la Muerte Negra fue el “Gran Cisma” en el Papado. Los beligerantes reyes de Francia e Inglaterra, las facciones rivales en Francia misma y las autoridades menores de los Estados más pequeños continuamente tomaron partido por uno u otro pretendiente al Papado. De este modo, toda la idea de una autoridad espiritual central resultó socavada.

Otro factor disruptivo fue el crecimiento de las literaturas vernáculas, esto es: literaturas ya no expresadas generalmente en latín sino en la lengua local (francés del Norte o del Sur, inglés, alto o bajo alemán). Si cien años antes de 1347 se le hubiese preguntado a una persona: “¿Por qué tus oraciones deben estar en latín? ¿Por qué nuestras iglesias no utilizan nuestro propio idioma?”, la pregunta hubiese sido ridiculizada; hubiera parecido no tener sentido. La misma pregunta formulada en 1447, hacia el final de la Edad Media, con las lenguas vernáculas que comenzaban a florecer, ya estaba llena de atractivo popular.

De la misma forma, quienes se oponían a una autoridad central podían señalar al Papado como algo local, como un fenómeno italiano, como algo del Sur. El Papa se estaba convirtiendo en un príncipe italiano en la misma medida en que era la cabeza de la Iglesia. Un caos social semejante se adaptaba admirablemente a ciertas herejías específicas; esto es: a movimientos particulares que cuestionaban doctrinas particulares. Una opinión muy popular, favorecida por los disturbios sociales de la época, fue la idea de que el derecho a la propiedad y a la función pública estaba unido a la Gracia; que la autoridad política o económica no podía ser rectamente ejercida excepto por personas en Estado de Gracia – ¡una muy conveniente excusa para toda clase de rebeliones!

Injertadas en esta disputa se produjeron violentos enfrentamientos entre el clero y los laicos. Los donativos a la Iglesia eran muy grandes y la corrupción, tanto en los establecimientos monásticos como entre los laicos, estaba aumentando. Las donaciones comenzaron a ser tratadas cada vez más como una renta de la que se podía disponer destinándola a recompensas o a cualquier programa político. Incluso uno de los mejores Papas de aquél tiempo, un hombre que luchó contra el corrupto hábito de unificar muchos donativos en una sola mano, tenía siete obispados a su cargo como la cosa más natural del mundo.

Los sentimientos nacionales y raciales aprovecharon la confusión con movimientos como los de los husitas en Bohemia. Su pretexto contra el clero fue la demanda de restaurar el cáliz a los laicos en la Comunión, pero en realidad se hallaban motivados por el odio de los eslavos contra los alemanes. Huss es un héroe en Bohemia hasta el día de hoy. Durante el Gran Cisma papal se hicieron esfuerzos por restaurar la autoridad central sobre una base firme mediante la convocatoria de grandes concilios. Los mismos instaron a los Papas a renunciar y confirmaron nuevos nombramientos en el Papado. Pero en el largo plazo, al menoscabar la autoridad de la Santa Sede, debilitaron la idea de la autoridad en general.

Después de semejantes confusiones y disgustos tan complicados, particularmente después de la difusión y un creciente descontento con la mundanalidad del clero oficial,  vino un despertar intelectual, una recuperación de los clásicos y en especial una recuperación del conocimiento del griego. Esto colmó la segunda parte del Siglo XV (1450-1500). En forma simultánea se fue extendiendo el conocimiento del mundo físico. El mundo (como diríamos hoy) se estaba “expandiendo”. Los europeos habían explorado el Atlántico y las costas africanas; habían encontrado el camino a la India bordeando el Cabo de Buena Esperanza y, antes del fin del Siglo, habían descubierto todo un nuevo mundo que más tarde se llamaría América.

A través de todo este fermento se escuchó la continua demanda: “¡Reforma de la Iglesia!” “¡Reforma de su autoridad principal y de sus miembros!” “Que el Papado retome en plenitud sus deberes espirituales y que se purgue la corrupción dentro de la Iglesia”. Hubo un clamor tempestuoso que surgió exigiendo simplicidad y realismo, una emergente, tormentosa, indignación ante la anquilosada defensa de antiguos privilegios; una carga universal contra oxidadas cadenas que ya no se ajustaban a la sociedad europea. El clamor de cambios por enmiendas, de una purificación del cuerpo del clero y de la restauración de ideales espirituales puede ser comparado con el clamor actual (centrado en la economía y no en la religión) que exige la expropiación de la riqueza concentrada en beneficio de las masas.

El espíritu hacia 1500-1510 era tal que cualquier incidente podía producir un súbito alzamiento, de la misma forma en que los incidentes de una derrota militar y el esfuerzo de tantos años de guerra produjeron la súbita revolución bolchevique en la Rusia actual.

El incidente que provocó la explosión fue menor e insignificante – pero como punto de partida fue tremendo. Me refiero, por supuesto, a la protesta de Lutero contra el abuso (y en realidad contra la utilización) de las indulgencias.

Esa fecha, el de la Víspera de Todos los Santos de 1517, no es tan sólo una fecha definida para marcar el origen de la Reforma; es su verdadero momento inicial. A partir de allí, la ola de la marea creció hasta volverse abrumadora. Hasta ese momento las fuerzas conservadoras, por más corruptas que fuesen, se habían sentido seguras de si mismas. Muy poco después de ese hecho, su seguridad había desaparecido. La marea había comenzado.

Debo reiterar aquí a los efectos de mayor claridad la primer cosa en absoluto que tiene que considerar cualquiera que desee entender esa revolución religiosa que terminó en lo que hoy llamamos “protestantismo”. En esa revolución, generalmente llamada “La Reforma”, se distinguen bastante claramente dos mitades, y cada una de ellas dura aproximadamente el lapso de una vida humana. De las mismas, la primera fase no fue un conflicto entre dos religiones sino un conflicto dentro de una religión; mientras que en la segunda fase comenzó a surgir una nueva cultura religiosa diferenciada, opuesta a – y separada de  – la cultura católica.

Lo repito: la primera fase (aproximadamente los primeros 50 o 60 años del proceso) no constituyó un conflicto entre “católicos y protestantes” tal como los conocemos hoy; fue un conflicto dentro de los límites de un cuerpo europeo occidental. Los hombres del ala izquierda más extrema, desde Calvino hasta el Príncipe Palatino, todavía pensaban en términos de “Cristiandad”. Jacobo I de Inglaterra, al ascender al trono y a pesar de denunciar al Papa como un monstruo de tres cabezas, aún afirmaba enérgicamente su derecho a pertenecer a la Iglesia Católica.

Hasta no entender lo anterior no podemos comprender la confusión ni las intensas pasiones de aquella época. Lo que comenzó como una especie de pelea familiar espiritual y continuó como una guerra civil espiritual muy pronto terminó siendo acompañado por una guerra civil armada real. Pero no fue un conflicto entre un mundo protestante y otro mundo católico. Eso vino después, y cuando ocurrió, produjo ese estado de cosas que nos son familiares a todos, la división del mundo blanco en dos culturas, la católica y la anti-católica: el quiebre de la Cristiandad por la pérdida de la unidad europea.

Ahora bien, la cosa más difícil del mundo en relación con la Historia, y el logro menos frecuente, es el de ver los acontecimientos en la forma en que los veían los contemporáneos en lugar de verlos a través del medio distorsivo de nuestro conocimiento posterior. Nosotros sabemos lo que ocurrió después; los contemporáneos no lo sabían. Las mismas palabras utilizadas para designar la actitud tomada al principio de la lucha cambian de significado antes del final del conflicto. Así sucedió con los términos de “católico” y “protestante”; así sucedió con la propia palabra “reforma”.

El gran alzamiento religioso que de manera tan rápida se convirtió en una revolución religiosa fue concebida por los contemporáneos de sus orígenes como un esfuerzo por corregir las corrupciones, los errores y los crímenes espirituales presentes en el cuerpo de la Cristiandad. Al principio del movimiento, nadie digno de considerar hubiera negado por un instante la necesidad de una reforma. Todos estaban de acuerdo en que las cosas habían llegado a un estado terrible y amenazaban con un futuro peor a menos que se hiciera algo. La imperiosa necesidad de arreglar las cosas, el clamor por ello, había estado surgiendo por más de un siglo y ahora, en la segunda década del Siglo XVI, había emergido. La situación podría ser comparada con la situación económica actual. Nadie digno de mención está hoy contento con el capitalismo industrial que ha engendrado tan enormes males. Esos males aumentan y amenazan con volverse intolerables. Todos están de acuerdo en que tiene que haber una reforma y un cambio.

Pues bien; podríamos ponerlo del siguiente modo: nadie nacido entre los años 1450-1500 dejaba de ver hacia el año crítico de 1517, cuando ocurrió la explosión, que algo debía ser hecho; y en la proporción de su integridad y conocimientos las personas estaban ansiosas de que se hiciera algo – del mismo modo en que no existe nadie vivo actualmente, sobreviviente de la generación de entre 1870 y 1910, que no sepa que algo drástico debe ser hecho en la esfera económica si es que hemos de salvar a nuestra civilización.

Un estado de ánimo semejante es la condición preliminar a todas las reformas mayores pero, inmediatamente después de que esas reformas se traducen en acciones, aparecen tres fenómenos concurrentes a todas las revoluciones y de cuya gestión correcta depende en forma exclusiva el evitar una catástrofe. El primer fenómeno es el siguiente:

Se proponen simultáneamente cambios de todo tipo y grado; desde reformas que son manifiestamente justas y necesarias y que significan un regreso al orden correcto de las cosas, hasta innovaciones que son criminales y demenciales.

El segundo fenómeno es que la cosa a reformar necesariamente se resiste. Acumuló un gran caudal de costumbres, intereses creados, organización oficial etc. y cada uno de estos elementos, aún sin una voluntad expresa, le pone un lastre a la reforma.

En tercer lugar (y este es por lejos el fenómeno más importante) aparece entre los revolucionarios un número cada vez mayor de individuos que no están tan concentrados en rectificar los males que han crecido en la cosa a reformar sino llenos de un odio pasional hacia la cosa misma, hacia lo esencial de ella, hacia lo bueno que incluye y por lo cual tiene derecho a sobrevivir. Así, en la revuelta actual en contra del capitalismo industrial, tenemos hoy a personas proponiendo toda clase de remedios: gremios, Estado socialista parcial, la salvaguarda de la pequeña propiedad (que es lo opuesto al socialismo), el repudio del interés, la eliminación de la moneda, el mantenimiento de los desempleados, un comunismo completo, una reforma nacional y hasta la anarquía. Todos estos remedios, y cien más, están siendo propuestos al por mayor, contradiciéndose entre si y produciendo un caos de ideas.

Frente a este caos, todos los órganos del capitalismo industrial continúan funcionando; la mayoría de ellos lidiando celosamente por preservar su existencia. El sistema bancario, los préstamos a gran interés, la vida proletaria, el abuso de la maquinaria y la mecanización de la sociedad – todos estos males continúan a pesar del clamor y adoptan, cada vez más, una actitud de terca resistencia. En forma ya sea consciente o semi-consciente insisten en alegar que “si alguien nos altera habrá un colapso. Las cosas pueden estar mal, pero todo parece indicar que ustedes sólo las harán peores. El órden es la primera prioridad entre todas”, y etc. etc.

Mientras tanto el tercer elemento está apareciendo de un modo bastante manifiesto: el mundo moderno está cada vez más lleno de personas que odian al capitalismo industrial a tal punto que ese odio se convierte en el motivo de todo lo que hacen y piensan. Estas personas preferirían destruir a toda la sociedad antes que esperar a una reforma y proponen métodos de cambio que son peores que los males a remediar – están más preocupadas por matar a sus enemigos que por la vida del mundo.

Todo esto se produjo también en lo que aquí llamo “El Tumulto”, que duró en Europa aproximadamente desde 1517 hasta el fin del Siglo, un período de poco más de ochenta años. Al principio todas las buenas personas con suficiente instrucción y muchas malas personas con igualmente suficiente instrucción, más una hueste de ignorantes y no pocos dementes, se concentraron en los males que habían surgido dentro del sistema religioso de la Cristiandad. Esos fueron los primeros reformadores.

Nadie puede negar que los males que provocaron la reforma en la Iglesia tenían raíces profundas y se hallaban extendidos. Amenazaban la vida misma de la Cristiandad. Todos los que pensaban sobre lo que estaba sucediendo a su alrededor se daban cuenta de lo peligrosas que se habían vuelto las cosas y qué tan grande era la necesidad de una reforma. Esos males pueden ser clasificados como sigue:

En primer lugar (y constituyendo lo menos importante) había una masa de mala Historia y malos hábitos históricos debidos al olvido del pasado, a carencia de conocimientos y a simple rutina. Por ejemplo, había una masa de leyendas, la mayoría de ellas hermosas, pero algunas de ellas pueriles y la mitad de ellas falsas, adosadas a la verdadera tradición. Había documentos en cuya autoridad las personas confiaban y que demostraron no ser lo que pretendían. Por ejemplo, las falsas Decretales y, en particular, la conocida como la Donación de Constantino de la que se suponía que había otorgado el poder temporal al Papado. Había una masa de falsas reliquias, demostrablemente falsas, como por ejemplo (entre un millar de otras) las falsas reliquias de Santa María Magdalena e innumerables casos en los cuales dos o más objetos pretendían ser la misma reliquia. La lista podría extenderse indefinidamente y el aumento del conocimiento académico, el renovado descubrimiento del pasado, en particular el estudio de los documentos griegos originales, y en forma destacada el Nuevo Testamento griego, hicieron aparecer a estos males como intolerables.

El siguiente grupo de males es más serio, porque afectó a la vida espiritual de la Iglesia en su esencia. Fue una especie de “cristalización” (como la he denominado en otra parte) o bien, si prefiere el término, de “osificación” del cuerpo clerical en sus hábitos y hasta en su enseñanza doctrinal. Ciertas costumbres, inofensivas en si mismas y quizás hasta más buenas que malas, se habían vuelto más importantes – especialmente como formas de adhesión local a  ciertos lugares de culto y ceremonias locales – que el cuerpo viviente de la verdad católica. Se hizo necesario examinar estos fenómenos y corregirlos en todos los casos y, en algunos, librarse de ellos por completo.

En tercer lugar, y por lejos constituyendo lo más importante de todo, había una mundanalidad extendida entre los funcionarios de la Iglesia, en el exacto sentido teológico de “mundanalidad”: la preeminencia de los intereses terrenales por sobre lo eterno.

Como ejemplo principal de ello tenemos la simonía, compraventa de cargos eclesiásticos, sacramentos, reliquias, promesas de oración, la gracia, la jurisdicción eclesiástica, la excomunión, etc. Se había llegado a un punto en que las donaciones hechas a la Iglesia se compraban y vendían, se heredaban y se licitaban de un modo similar a como se procede con las acciones y participaciones en la actualidad. Ya hemos visto como, incluso en la culminación del movimiento, uno de los más grandes Papas reformadores retenía los ingresos de siete obispados, privándolos así de sus pastores residentes. Los ingresos de un obispado podían ser otorgados a modo de salario por un rey a quien le había servido y esta persona podía no ir jamás ni siquiera cerca de su Sede siendo que vivía quizás a cientos de kilómetros de distancia. Por ejemplo, para un hombre como Wolsey ( y es sólo un ejemplo entre muchos otros) se había vuelto normal retener dos de las principales Sedes de la Cristiandad en sus manos al mismo tiempo: York y Winchester. Se había vuelto costumbre para hombres como Campeggio, ilustrados, virtuosos y con una vida en todo sentido ejemplar, el recolectar los ingresos de un obispado en Inglaterra mientras vivían en Italia y raramente se acercaban a sus Sedes. Las cortes papales, aún cuando sus males han sido muy exagerados, fueron ejemplos recurrentes; de los cuales el peor fue el de la familia de Alejandro VI – un escándalo de primera magnitud para toda la Cristiandad.

Toda persona atacaría violentamente abusos tan monstruosos con el mismo vigor con que hoy las personas, tanto las buenas como las malas, atacan la desfachatada lujuria de los ricos que contrasta con las horribles profundidades de la pobreza proletaria moderna. Fue de todo esto que surgió el descontento y a medida en que creció, amenazó con destruir a la Iglesia Católica misma.

Bajo el impulso de esta universal demanda por reformas, con las pasiones en juego – tanto las constructivas como las destructivas – podría muy bien haber pasado que se preservara la unidad de la Cristiandad. Hubiera habido una buena cantidad de tironeos, quizás algo de combates, pero el instinto de unidad era tan fuerte, el “patriotismo” de la Cristiandad era una fuerza aún tan viva por todas partes, que existieron tantas probabilidades a favor como en contra de que termináramos restaurando a la Cristiandad e iniciando una nueva y mejor era para nuestra civilización como resultado de purgar tanto la mundanalidad en la jerarquía como las múltiples corrupciones contra las cuales estaba protestando la conciencia pública.

No había ningún plan en el aire al comienzo de la ruidosa protesta durante el caótico clamor revolucionario en las Alemanias, seguido del clamor humanista por todas partes. No hubo un ataque concentrado sobre la Fe Católica. No pudieron organizar una campaña ni quienes eran más instintivamente sus enemigos (Lutero mismo no fue eso) ni hombres como Zwingli (quien personalmente odiaba las doctrinas centrales de la Fe y quien condujo el inicio del saqueo de los legados de la religión). No hubo una doctrina constructiva difundida y en oposición al antiguo cuerpo de doctrina por el cual nuestros padres habían vivido, hasta que apareció un hombre de genio con un libro que le sirvió de instrumento y con un violento poder personal de razonamiento y predicación para lograr sus fines. Fue un francés, Jean Cauvin (o Calvin), el hijo de un funcionario eclesiástico, administrador y abogado en la Sede de Noyon. Después que su padre fuera excomulgado por defraudación y después que el obispo le confiscara a él mismo buena parte del ingreso del que gozaba, Jean Calvin se puso a trabajar. Y fue un enorme trabajo el suyo.

Sería injusto decir que las desventuras de su familia y la amarga disputa por dinero entre él y la jerarquía local fueron las principales fuerzas impulsoras del ataque de Calvino. Ya estaba del lado revolucionario de la religión y, probablemente, de cualquier manera hubiera sido una figura principal entre aquellos que buscaban destruir a la antigua religión. Pero, más allá de sus motivos, fue por cierto el fundador de una nueva religión. Porque fue Juan Calvino el que estableció una contra-iglesia.

Demostró, como nadie antes, el poder de la lógica – el triunfo de la razón, aún cuando se abusa de ella, y la victoria de la inteligencia sobre el mero instinto y sentimiento. Estructuró una nueva teología completa, estricta y consistente, en la que no había lugar para un clero ni para sacramentos. Lanzó un ataque, no anticlerical, no de una especie negativa, sino positiva, exactamente igual a cómo Mahoma lo había hecho novecientos años antes. Fue un verdadero heresiarca y, a pesar de que la imposición concreta de su dogma no tuvo una vida mucho más larga que la del arrianismo, el ambiente espiritual que creó ha perdurado hasta nuestros días. Todo lo que es vital y efectivo en el temperamento protestante aún hoy se deriva de Juan Calvino.

A pesar de que las afirmaciones calvinistas férreas se han oxidado (siendo el núcleo de las mismas la admisión del mal en la naturaleza divina por la admisión de sólo Una Voluntad en el universo), su visión de un dios Moloch sobrevivió; y la correspondiente devoción calvinista por el éxito material, la aversión calvinista por la pobreza y la humildad, han sobrevivido con plena fuerza. La usura no se estaría fagocitando al mundo moderno de no ser por Calvino; las personas no se rebajarían a aceptar un destino adverso inevitable de no ser por Calvino; sin él, el comunismo no estaría entre nosotros como lo está hoy; el monismo científico no hubiera dominado al mundo moderno como lo hizo (hasta hace poco), asesinando la doctrina del milagro y paralizando el Libre Albedrío.

Este poderoso genio francés lanzó su palabra casi veinte años después de que comenzara la revolución religiosa. Alrededor de esa palabra se libró la batalla entre la Iglesia y la contra-iglesia y la destrucción de la unidad cristiana – eso que llamamos la Reforma – se convertiría esencialmente y por más de un siglo en el vívido esfuerzo, entusiasta como lo había sido el Islam, dirigido a reemplazar la tradición cristiana por el nuevo credo de Calvino. Actuó, como lo hacen todas las revoluciones, formando “células”. Surgieron grupos por todo Occidente; pequeñas sociedades de personas altamente disciplinadas, determinadas a difundir “el Evangelio”, “la Religión” – tuvo muchos nombres. La intensidad del movimiento creció constantemente, en especial en Francia, el país de su fundador.

A diferencia de todas las otras grandes herejías, la Reforma no condujo a ninguna conclusión, o bien y al menos, a ninguna que podamos registrar todavía a pesar de que estamos ya a cuatrocientos años del primer alzamiento. La cuestión arriana murió lentamente pero la cuestión protestante, aún cuando su doctrina ha desaparecido, produjo frutos permanentes. Ha dividido a la civilización blanca en dos culturas opuestas: la católica y la anticatólica.

Pero al comienzo, antes de llegar a este resultado, el desafío de los reformadores produjo feroces guerras civiles. Durante la mayor parte del lapso de una vida humana pareció que prevalecería uno u otro partido (el ortodoxo tradicional enraizado en la cultura católica de Europa, o la nueva tendencia revolucionaria protestante). De hecho, no prevaleció ninguno de los dos. Después del primer violento conflicto armado que no produjo la victoria de ninguno de los dos bandos, Europa quedó exhausta y se constituyó en esas dos mitades que desde entonces han dividido al Occidente. Gran Bretaña, la mayor parte del Norte de Alemania, algunas regiones alemanas del Sur entre los cantones suizos y hasta de las planicies húngaras, quedaron consolidadas en contra del catolicismo. Lo mismo sucedió en el Norte de los Países Bajos, al menos entre la clase gobernante, {[15]} y también en los países escandinavos. Después de la crisis, la mayor parte de los valles del Rin y del Danubio, esto es: los alemanes del Sur, la mayoría de los húngaros, los polacos, los italianos, los españoles, los irlandeses y la mayoría de los franceses, se mantuvieron aferrados a la religión ancestral que hizo grande a nuestra civilización.

Se hace muy difícil comprender la naturaleza de la confusión y de la batalla general que sacudió a Europa ya que hay que tomar en consideración los múltiples factores que intervinieron en el conflicto.

Ante todo, establezcamos las fechas principales. La Reforma activa, la erupción que se produjo después de dos generaciones de sacudimientos y tumultos, estalló en 1517. Pero la lucha entre los dos contrincantes no se produjo a una escala considerable sino cuarenta años más tarde. Comenzó en Francia, en 1559. Las guerras de religión francesas duraron cuarenta años; es decir: hasta justo el fin del siglo. Menos de veinte años después, los alemanes, que hasta ése entonces habían mantenido un equilibrio precario entre los dos bandos, comenzaron con sus guerras religiosas que duraron treinta años. Hacia mediados del Siglo XVII, es decir: hacia 1648-49 las guerras religiosas en Europa terminaron en un empate.

Para 1517 las naciones – especialmente Francia e Inglaterra – ya estaban medianamente conscientes de sus personalidades. Expresaban su nuevo patriotismo a través de una adhesión a la monarquía. Seguían a sus Príncipes como líderes nacionales aún en materia religiosa. En forma paralela, los idiomas populares comenzaron a separar a las naciones aún más a medida en que el común latín de la Iglesia se volvía cada vez menos familiar. Se estaba desarrollando todo el Estado moderno y toda la estructura económica moderna; y en el ínterin los descubrimientos geográficos y las ciencias físicas y matemáticas se estaban expandiendo de modo prodigioso.

En medio del choque de tantas y tan poderosas fuerzas es realmente difícil seguir la lucha como un todo, pero pienso que podemos entenderla en sus líneas más grandes si recordamos algunos puntos principales.

Lo primero es esto: que el movimiento protestante, que había comenzado como algo negativo, como una revuelta indignada contra la corrupción y la mundanalidad de la Iglesia oficial, recibió un nuevo impulso con la creación del calvinismo, veinte años después de comenzado el alzamiento. A pesar de que las formas luteranas del protestantismo cubrían un área muy grande, el poder directriz – el centro de vitalidad – del protestantismo fue Calvino después de la aparición de su libro en 1536. Es el espíritu de Calvino el que combate activamente al catolicismo en todas aquellas partes en donde la lucha se vuelve feroz. Es el espíritu de Calvino el que inspiró a las sectas disidentes y le prestó violencia a la minoría inglesa en crecimiento que reaccionaba contra la Fe. {[16]}

Ahora bien, Calvino era francés. Su mentalidad atraía a otros también, por cierto, pero primero y principalmente a sus compatriotas; y eso explica por qué el primer estallido de violencia se produjo en suelo francés. Las llamadas guerras de religión que estallaron en Francia fueron libradas allí con más ferocidad que en otras partes y aún cuando cesaron, después de la mitad de un lapso de vida lleno de horrores, lo que se produjo fue un tregua y no una victoria. La tregua fue impuesta, parcialmente por la fatiga de los combatientes en Francia y parcialmente por la tenacidad de la capital, Paris. Pero fue sólo una tregua.

Durante ese tiempo y mientras la guerra religiosa devastaba a los franceses, los alemanes la evitaron. El tumulto de la Reforma, en un momento dado, produjo una revolución social en algunos Estados alemanes, pero eso pronto fracasó y durante un siglo después de la rebelión original de Lutero, más un largo lapso de vida después del estallido de la guerra religiosa en Francia, los alemanes se salvaron de un conflicto bélico religioso general.

Y esto fue porque los alemanes se habían convertido en una especie de mosaico de ciudades libres, pequeños y medianos señoríos, pequeños y grandes Estados. La totalidad se hallaba bajo la soberanía nominal del Emperador en Viena; pero el Emperador no poseía ni ingresos, ni reclutamientos feudales suficientes para imponer su poder personal. Después de mucho tiempo el Emperador, desafiado por una violenta revuelta en Bohemia en su contra (vale decir: una revuelta eslava), contraatacó y propuso reunificar a los alemanes e imponer no sólo la unidad nacional sino también la unidad religiosa, restaurando el catolicismo en los Estados alemanes y sus dependencias. Casi tuvo éxito en su intento. Sus ejércitos obtuvieron victorias en todas partes y su fuente de reclutamiento más vigorosa fue la que lo proveyó de tropas españolas que combatieron por el Emperador porque las coronas de Madrid y de Viena se hallaban en la misma familia: la de los Habsburgos.

Pero hubo dos cosas que impidieron el triunfo del catolicismo alemán. La primera de ellas fue el carácter de la familia usurpadora que en ese momento reinaba sobre el pequeño Estado protestante de Suecia. Esta familia produjo un genio militar de primera magnitud, el joven rey Gustavo Adolfo. La segunda, que hizo toda la diferencia, fue el genio diplomático de Richelieu que en aquellos días dirigía la política de Francia.

El poder español en el Sur más allá de los Pirineos (respaldado por las nuevas riquezas de las Américas y gobernando la mitad de Italia, más el poder del Imperio Alemán al Este, constituían las mordazas de una pinza que amenazaban a Francia como nación. Richelieu era un cardenal católico. Personalmente, se hallaba adscrito al lado católico de Europa; y sin embargo fue él quien lanzó a Gustavo Adolfo, el genio militar protestante, contra el Emperador católico alemán y sus aliados españoles, justo cuando la victoria se hallaba al alcance de su mano.

Es que Richelieu no sólo había descubierto el genio de Gustavo Adolfo sino también la forma de comprarlo. Le ofreció tres toneles de oro. Gustavo Adolfo exigió cinco – y los obtuvo.

Gustavo Adolfo no habrá podido imaginar el gran futuro que le esperaba cuando aceptó el oro francés como soborno para intentar la difícil aventura de atacar al prestigio y al poder del Emperador. Al igual que Napoleón, Cromwell o Alejandro y casi todos los grandes capitanes de la Historia, descubrió sus talentos a medida que avanzaba. Él mismo se debe haber maravillado al ver lo fácil y completamente que ganaba sus campañas.

Es una Historia sorprendente. Las brillantes victorias sólo duraron un año; al final de ese año Gustavo Adolfo murió en acción ante Lutzen, cerca de Leipzig, en 1632, pero en tan corto tiempo casi estableció un Imperio Alemán protestante. Estuvo a punto de lograr lo que Bismarck haría dos siglos y medio más tarde; y aún logrando lo que consiguió, hizo por siempre imposible que los alemanes estuviesen completamente unidos otra vez e igualmente imposible que regresaran en conjunto a la religión de sus padres. Estableció el protestantismo alemán de un modo tan firme que, desde sus días hasta la actualidad, continuó aumentando su poder hasta que hoy (desde Berlín) inspira con una nueva forma paganizada a la gran masa de los pueblos alemanes. {[17]}

Compartir
logo condor

El Movimiento Cívico Militar Cóndor es un conjunto de hombres y mujeres que tienen por objetivo difundir el Pensamiento Nacional, realizar estudios Geopolíticos, Estratégicos y promover los valores de la Argentinidad.

Redes Sociales
Siganos en las siguientes Redes Sociales