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La Herejía Arriana
El arrianismo fue la primera de las grandes herejías.
Desde la fundación de la Iglesia en Pentecostés del año 29 o 33 DC existió una masa de movimientos heréticos que llenó los tres primeros siglos. Casi todos ellos, se volcaron hacia la naturaleza de Cristo.
La predicación, la personalidad y los milagros de Nuestro Señor, pero sobre todo su resurrección, tuvieron el efecto de promover la concepción de un poder divino. Esta concepción impregnó toda la cuestión para cualquiera que tuviese un mínimo de fe en las maravillas presentadas.
Ahora bien, en esto la tradición central de la Iglesia, al igual que en cualquier otro caso de doctrina disputada, fue sólida y clara desde el comienzo. Nuestro Señor fue indudablemente un hombre. Nació como nacen los hombres. Murió como mueren los hombres. Vivió como un hombre y fue conocido como hombre por un grupo de íntimos compañeros y un número muy grande de hombres y mujeres que lo siguieron, lo escucharon y presenciaron sus acciones.
Pero, dijo la Iglesia, también fue Dios. Dios descendió sobre la tierra y encarnó en un hombre. No fue meramente un hombre influenciado por la Divinidad, ni tampoco una manifestación de la Divinidad bajo una apariencia humana. Fue al mismo tiempo plenamente Dios y plenamente Hombre. Sobre esto, la tradición central de la Iglesia nunca vaciló. Fue dado por sentado desde el principio por quienes tienen autoridad para hablar.
Pero un misterio resulta por fuerza incomprensible precisamente por ser misterio. Por eso el ser humano, siendo un ser racional, está perpetuamente intentando racionalizarlo. Eso fue lo que sucedió con este misterio. Un grupo dijo que Cristo fue solamente un hombre, si bien un hombre dotado de poderes especiales. El otro grupo, en el extremo opuesto, dijo que fue una manifestación de lo divino; que su naturaleza humana fue ilusoria. Y estos extremos se alternaron indefinidamente.
Pues bien, la herejía arriana fue en cierta forma el resumen y la conclusión de todos estos movimientos del lado no ortodoxo; esto es: de todos los movimientos que no aceptaban el misterio pleno de las dos naturalezas.
Desde el momento en que es muy difícil racionalizar la unión de lo infinito con lo finito, puesto que existe una aparente contradicción en los dos términos, la forma final en la que quedó resuelta la confusión de las herejías fue una declaración según la cual Nuestro Señor poseyó tanto de la Esencia Divina como le es posible poseer a una creatura pero que, así y todo, no dejó de ser una creatura. No fue el Dios infinito y omnipotente quien por su naturaleza tiene que ser uno e indivisible, y no podía ser al mismo tiempo (así dijeron) un ser humano limitado manifestándose y teniendo su ser en la esfera temporal.
El arrianismo (más adelante describiré el origen del nombre) estaba dispuesto a otorgarle a Nuestro Señor toda clase de honores y majestades menos la de la naturaleza plena de la Divinidad. Fue creado (o bien, si a las personas no les gustaba la palabra “creado” entonces se utilizaba aquella otra de “surgió”) de la Divinidad antes de todas las demás cosas. A través de Él fue creado el mundo. Se le otorgó (paradójicamente) el poder de todos los atributos divinos menos el de la divinidad.
En lo esencial, este movimiento surgió de exactamente las mismas fuentes que las de cualquier otro movimiento racionalista desde el principio de los tiempos hasta el presente. Surgió del deseo de visualizar en forma clara y simple algo que está más allá del alcance de la visión y de la comprensión humanas. Por consiguiente, a pesar de que comenzó concediéndole a Nuestro Señor todo honor posible y toda gloria excepto la de la Divinidad concreta, en el largo plazo hubiera conducido al unitarianismo y finalmente al tratamiento de Nuestro Señor como un profeta y, por más exaltación que se aplicara, como nada más que un profeta.
Todas las herejías respiran el aire de los tiempos en los que surgen y constituyen necesariamente un reflejo de la filosofía inherente a las ideas no-católicas predominantes al momento de su aparición. El arrianismo también habló en los términos de su época. No comenzó, como comenzaría hoy un movimiento similar, haciendo de Nuestro Señor un simple hombre y nada más. Menos todavía negó lo sobrenatural como un todo. La época en la cual surgió (durante los años alrededor del 300 DC) fue un tiempo en el cual toda la sociedad aceptaba lo sobrenatural como algo sabido. Pero el arrianismo se refirió a Nuestro Señor como un Agente Supremo de Dios el Demiurgo y lo consideró como la primera y más grande de aquellas emanaciones de la Divinidad Central mediante las cuales la filosofía de moda por aquellos días trataba de superar la dificultad de reconciliar al Creador infinito y simple con un universo complejo y finito.
Vaya lo dicho por la doctrina y por lo que hubiera terminado de ser si hubiera triunfado. Hubiera transformado a la nueva religión en algo parecido al mahometanismo o, quizás y considerando la naturaleza de la sociedad griega y romana, en algo parecido a un calvinismo oriental.
De cualquier modo, lo que acabo de describir fue el estado de esta doctrina mientras floreció: fue una negativa de la completa divinidad de Nuestro Señor combinada con la aceptación de todos sus otros atributos.
Ahora bien, cuando hablamos de las herejías más antiguas, tenemos que considerar sus efectos espirituales – y por lo tanto sociales – mucho más que su mero error doctrinario, a pesar de que ese error doctrinario haya sido la causa última de todos sus efectos espirituales y sociales. Tenemos que hacerlo así porque, cuando una herejía ha estado muerta por mucho tiempo, su atractivo se olvida. Al carecer ya de la experiencia directa, no existe para nosotros el tono particular y la inconfundible impresión que esa herejía estampó sobre la sociedad y por eso debe ser recreada de algún modo por cualquiera que pretenda hacer verdadera Historia. Sin una explicación de esta clase, sería imposible hacerle entender a un católico actual de Berna, o a un campesino de la región de Lourdes – donde el calvinismo otrora predominante hoy está muerto – el atractivo y el caracter individual del calvinismo tal como éste todavía sobrevive en Escocia y en sectores de los Estados Unidos. Tenemos, pues, que reconstruir aquí esta atmósfera arriana porque, hasta que no comprendamos su atractivo espiritual y por lo tanto social, no podremos decir que realmente lo conocemos en absoluto.
Más allá de ello, hay que comprender el atractivo o caracter personal del movimiento, y su efecto individual sobre la sociedad, a fin de entender su importancia. No existe error más grande a lo largo y ancho de toda la mala Historia que imaginar que las diferencias doctrinarias no tienen intensos efectos sociales porque son abstractas y se hallan alejadas de las cosas prácticas de la vida. Descríbasele a un chino actual la disputa doctrinaria de la Reforma diciéndole que, por sobre todo, constituyó la negación de la doctrina de la unidad de la iglesia visible y la autoridad especial de sus funcionarios. Eso sería cierto. El chino comprendería lo que sucedió con esta Reforma en el mismo sentido en que comprendería una enunciación matemática. Pero, ¿le permitiría ello comprender a los hugonotes franceses de la actualidad, el estilo prusiano de la guerra y la política, la naturaleza de Inglaterra y su pasado desde que el puritanismo surgió en este país? ¿Le haría comprender los Orange Lodges, {[3]} o los sistemas morales y políticos de, digamos, H. G. Wells o Bernard Shaw? ¡Por supuesto que no! El exponerle a una persona la Historia del tabaco, el darle la fórmula química (si existiese tal cosa) de la nicotina, no implica hacerle comprender lo que significa el aroma del tabaco ni los efectos del fumarlo. Lo mismo sucede con el arrianismo. Describir meramente al arrianismo desde el punto de vista doctrinario es enunciar una fórmula; no implica transmitir la cosa en si.
Cuando el arrianismo surgió, descendió sobre una sociedad que ya era – y que ya había sido durante largo tiempo – el único organismo político universal del cual todas las personas eran ciudadanos. No existían las naciones separadas. El Imperio Romano era un sólo Estado desde el Éufrates hasta el Atlántico y desde el Sahara hasta los Highlands escoceses. Se gobernaba de un modo monárquico por el Comandante en Jefe, o los Comandantes en Jefe, de los ejércitos. El título del Comandante en jefe era el de “Imperator”, de dónde proviene nuestra palabra “Emperador”, y por ello denominamos dicho Estado como “Imperio Romano”. Lo que el emperador, o los emperadores asociados, declaraban ser constituía oficialmente la actitud de la totalidad del imperio (de acuerdo al último esquema existieron dos emperadores, cada uno con un coadjutor, lo cual hace cuatro, pero pronto se fusionaron en una sola cabeza y en un único emperador).
Los emperadores – y por lo tanto todo el esquema oficial que dependía de ellos – habían sido anticristianos durante el período en que Iglesia Católica creció en medio de la sociedad pagana de romanos y griegos. Durante casi 300 años, los emperadores y la estructura oficial de aquella sociedad consideraron a la crecientemente poderosa Iglesia Católica como una extraña y muy peligrosa amenaza para las tradiciones y, por consiguiente, para la fortaleza del antiguo mundo grecorromano. La Iglesia, tal como estaba establecida, constituía un Estado dentro del Estado; poseía sus propios funcionarios supremos, los obispos, y su propia organización altamente desarrollada y poderosa. Estaba en todas partes. Contrastaba fuertemente con el mundo antiguo en medio del cual se había arrojado. Lo que sería la vida para uno significaría la muerte para el otro. El mundo antiguo se defendió a través de la acción de los últimos emperadores paganos que lanzaron muchas persecuciones contra la Iglesia, terminando en una persecución final y muy drástica que fracasó.
Al principio la causa católica fue apoyada, y por último abiertamente sostenida, por un hombre que conquistó a todos sus rivales y se estableció como el monarca supremo de todo el Estado: el emperador Constantino el Grande, que gobernó desde Constantinopla, la ciudad que fundó llamándola la “Nueva Roma”. Después de este acontecimiento, el gobierno central del Imperio fue cristiano. Para el crítico año de 325 DC, casi tres siglos después de Pentecostés, la Iglesia Católica se había convertido en la religión oficial del Imperio – o al menos en la religión del palacio –y permaneció siéndolo (excepto un intervalo excepcional muy corto) mientras el Imperio existió. {[4]}
Pero no hay que imaginarse que la mayoría de las personas ya adherían a la religión cristiana, ni siquiera en el Este de habla griega. Por cierto que no constituían nada parecido a una mayoría en el Oeste de habla latina.
Como en todos los grandes cambios a lo largo de la Historia, los grupos involucrados fueron minorías imbuidas de diferentes grados de entusiasmo, o falta de entusiasmo. Estas minorías tuvieron diferentes motivaciones y lucharon por imponer su predisposición mental a las masas titubeantes e indecisas. De estas minorías, los cristianos constituían la más numerosa y (lo que es más importante) la más vehemente, la más convencida y la única completa y estrictamente organizada.
La conversión del Emperador les aportó una gran afluencia de personas pertenecientes a la mayoría indecisa. La mayor parte estas personas quizás apenas si entendían esa cosa nueva a la cual estaban adhiriendo y seguramente en su mayor parte no estaban comprometidas con ella; pero lo nuevo había triunfado políticamente y eso les bastaba. Otros muchos extrañaron a los antiguos dioses pero consideraron que no valía la pena arriesgarse a defenderlos. A muchos más no les interesó en absoluto lo que quedaba de los dioses antiguos sin que por ello sintieran un interés mayor en las nuevas modas cristianas. Pero en medio de todo ello, subsistió una fuerte minoría de paganos altamente inteligentes y resueltos que tenían de su lado no solamente las tradiciones de una acaudalada clase gobernante sino también el grueso de los mejores escritores y, por supuesto, el poder otorgado por la memoria viva de su larga posición dominante en la sociedad.
Y en ese mundo existió aún otro elemento, separado de todo el resto, y que es extremadamente importante comprender: el ejército. El por qué es tan importante que comprendamos la posición del ejército es algo que veremos en un momento.
Cuando el poder del arrianismo se manifestó a través del mundo grecorromano durante aquellos primeros años del Imperio Cristiano oficial y su gobierno universal, el arrianismo se convirtió en el núcleo o centro de muchas fuerzas que serían, por si mismas, indiferentes a su doctrina. Se convirtió en el punto de encuentro de muchas tradiciones arraigadas y supervivientes del mundo antiguo; tradiciones que no eran religiosas sino intelectuales, sociales, morales, literarias y de toda otra clase.
Podemos ponerlo bastante vívidamente en jerga moderna diciendo que el arrianismo, presente de este modo en las nuevas grandes discusiones dentro del cuerpo de la Iglesia Cristiana por la época en que la Iglesia alcanzó apoyo oficial y se convirtió en la religión oficial del Imperio, atrajo a todos los “encopetados”, al menos a la mitad de los esnobs y a casi todos los conservadores idealistas “reaccionarios”, ya sea que fuesen, o no, nominalmente cristianos. Sabemos que atrajo grandes cantidades de aquellos que realmente eran cristianos. Pero también fue el punto de encuentro de estas fuerzas no-cristianas que tanta importancia tenían en la sociedad de aquella época.
Una gran cantidad de las antiguas familias nobles se resistía a aceptar la revolución social que implicaba el triunfo de la Iglesia Cristiana. Esas familias se inclinaron naturalmente hacia un movimiento en cuyo interior reinaba una atmósfera de superioridad social por sobre el populacho y en el cual instintivamente percibieron una oposición a la vida y a la supervivencia de esa Iglesia. En última instancia, la Iglesia dependía y se hallaba sostenida por las masas. Las personas de antigua tradición familiar y fortuna hallaron al arriano más simpático y un mejor aliado de la aristocracia que al católico ordinario.
Muchos intelectuales se encontraron en la misma posición. Éstos no tenían el orgullo de las antiguas tradiciones familiares y sociales del pasado, pero poseían el orgullo de la cultura. Recordaban con añoranza el pasado prestigio de los filósofos paganos. Consideraban que la gran revolución representada por la transición del paganismo al catolicismo destruiría tanto las antiguas tradiciones culturales como a su propia posición cultural.
Los simples esnobs, que siempre constituyen un amplio cuerpo en cualquier sociedad establecida, las personas que no tienen opinión propia y que siguen lo que creen que es la cosa honorable del momento, se encontraron divididos. Quizás la mayoría de ellos estaba dispuesta a seguir la tendencia oficial de la corte y a acoplarse abiertamente a la nueva religión. Pero siempre habrá habido una cierta cantidad que habrá pensado que resultaba más “elegante”, más “a la moda”, profesar simpatía con las viejas tradiciones paganas, con las antiguas grandes familias, con la tradicional y venerable cultura y literatura paganas y todo lo demás. Todo ello reforzó al movimiento arriano en su tendencia destructora del catolicismo.
Además de ello, el arrianismo tuvo aún otro aliado más, y la naturaleza de esta alianza es tan sutil que requiere un examen muy cuidadoso. Tuvo como aliado la tendencia del gobierno de una monarquía absoluta a tener casi miedo de las emociones presentes en la mente de las personas, especialmente de las más pobres: emociones que, si se expandían y se volvían apasionadas y capturaban a la masa de la población, podían volverse demasiado fuertes como para ser gobernadas obligando a las autoridades a inclinarse ante ellas. Aquí hay una paradoja difícil pero que es importante reconocer.
En forma superficial, un gobierno absoluto, especialmente el que se encuentra en manos de un sólo hombre, parecería ser lo opuesto a un gobierno popular. Las dos formas de gobierno parecen contradictorias a quienes no han visto a la monarquía absoluta en funcionamiento. Para quienes sí la han visto es todo lo contrario. Un gobierno absoluto implica el apoyo de las masas en contra del poder de la riqueza que se encuentra en manos de unos pocos, o contra el poder de los ejércitos que se encuentra en manos de unos pocos. Por consiguiente es imaginable que el poder imperial de Constantinopla sintiera más simpatía hacia las masas populares católicas que hacia los intelectuales y los demás que siguieron al arrianismo. Pero, si bien la misma existencia de un gobierno absoluto responde a la necesidad de defender a las masas de una minoría poderosa, no debemos olvidar que es un gobierno al que le gusta gobernar. No le gusta sentir que en el Estado existe un rival desafiando su propio poder. No le gusta percibir que pueden haber grandes decisiones impuestas por organizaciones diferentes a las de su propia organización oficial. Por ello es que aún los funcionarios y emperadores más cristianos cultivaron en el fondo de sus mentes una simpatía potencial con el arrianismo durante el primer ciclo de vida del movimiento arriano y por ello es que esta simpatía potencial aparece en algunos casos como simpatía activa y públicamente declarada en favor del arrianismo.
Y el arrianismo tuvo aún otro aliado por medio del cual casi llegó a triunfar: el ejército.
A fin de entender qué tan poderoso fue este aliado, tenemos que apreciar tanto lo que el Ejército Romano significó en aquellos días como la forma en que estaba compuesto.
En cuestión de números, el ejército constituía por supuesto tan sólo una fracción de la sociedad. No tenemos certeza de los números exactos; como máximo habrá ascendido a medio millón de efectivos, probablemente bastante menos. Pero sería ridículo juzgar la materia en forma cuantitativa. En condiciones normales, el ejército constituía la mitad, o más de la mitad, del Estado. En ese Siglo IV, tanto como para usar una metáfora, el ejército representaba el auténtico cemento – o bien, para emplear otra: el armazón – la fuerza aglutinante, el sostén, el propio sermaterial del Imperio Romano. Había sido así durante los siglos anteriores y seguiría siendo así durante generaciones.
Es absolutamente esencial entender este punto, porque explica tres cuartas partes de lo que sucedió, no sólo en cuanto a lo relacionado con la herejía arriana sino en cuanto a todos los demás hechos ocurridos entre los días de Mario (bajo cuya administración el Ejército Romano se hizo profesional por primera vez) y el ataque mahometano a Europa – esto es: desde más de un siglo antes de la Era Cristiana hasta principios del Siglo VII. La posición social y política del ejército explica todos esos setecientos años y más.
El Imperio Romano fue un Estado militar. No fue un Estado civil. La vía de acceso al poder pasaba por el ejército. La concepción de gloria y éxito, la obtención de riqueza en muchos casos, el acceso al poder político en casi todos los casos, todo ello dependía en aquellos días del ejército del mismo modo en que hoy depende de préstamos financieros, especulaciones, camándulas, manipulación de votos, caudillismos y publicaciones.
Originalmente, el ejército había consistido de ciudadanos romanos, todos los cuales fueron itálicos. Luego, a medida en que el poder del Estado Romano se fue expandiendo, incorporó tropas auxiliares, gentes que seguían a capitanejos locales, y terminó integrando al sistema militar romano – y hasta reclutando en sus cuadros regulares – a elementos de todas las partes y provincias del Imperio. Antes de que terminaran los primeros cien años del Imperio ya había muchos galos y españoles en el ejército. Durante los siguientes doscientos años – esto es: durante los doscientos años que van del 100 al 300 DC y que conducen a la herejía arriana – el ejército se reclutó cada vez más de lo que llamamos “bárbaros”; un término que no significaba “salvajes” sino personas que vivían fueran de los límites estrictos del Imperio Romano. Estas personas resultaban más fáciles de disciplinar y mucho más baratas de reclutar que los ciudadanos. También estaban menos acostumbradas a las artes y a las comodidades de la civilización que los ciudadanos asentados dentro de las fronteras. En gran cantidad fueron germanos, pero hubo muchos eslavos, un buen número de moros, árabes, sarracenos y hasta no pocos mongoles infiltrados del Este.
La disciplina unió estrictamente al gran cuerpo del Ejército Romano, pero más aún lo unió el orgullo profesional. El servicio era por largo tiempo. Un hombre pertenecía al ejército desde la adolescencia hasta la mediana edad. Nadie aparte del ejército poseía el poder físico. No se podía ni pensar en resistirlo por la fuerza y, en cierto sentido, constituía el gobierno. Su Comandante en Jefe era el monarca absoluto de todo el Estado. Pues bien: el ejército se hizo sólidamente arriano.
Éste es el detalle fundamental de todo el asunto. De no ser por el ejército, el arrianismo nunca hubiera significado lo que significó. Con el ejército – y con ese ejército apoyándolo con entusiasmo – el arrianismo casi triunfó y consiguió sobrevivir aún cuando no constituyó sino poco más que las tropas y sus principales oficiales.
Es cierto que una cantidad de tropas germanas de fuera del Imperio fue convertida por misioneros arrianos en un momento en el cual la alta sociedad era arriana. Pero esa no es la razón por la cual el ejército en su totalidad se hizo arriano. El ejército se hizo arriano porque sintió que el arrianismo era algo distintivo que lo hacía superior a las masas civiles, del mismo modo en que el arrianismo era lo diferenciador que le hacía al intelectual sentirse superior a las masas populares. Los soldados, ya fuesen de origen bárbaro o ciudadano, sintieron simpatía por el arrianismo por la misma razón que las antiguas familias paganas lo habían considerado con simpatía. Así, el ejército – y especialmente el estrato de los jefes militares – apoyó la herejía con toda su autoridad y al final el arrianismo se convirtió en una especie de testimonio de ser alguien, un soldado, en contraposición a no ser más que un despreciable civil. Se podría decir que surgió un conflicto entre los jefes del ejército por un lado y los obispos católicos por el otro. Sin duda existió una división – una distinción oficial – entre la población católica de las ciudades, el campesinado católico de la campiña y el casi universalmente arriano soldado; y el enorme efecto de esta conjunción entre la nueva herejía y el ejército es lo que veremos operar en todo lo que sigue.
Ahora que hemos visto en qué consistió el espíritu del arrianismo y qué fuerzas tuvo a su favor, veamos cómo obtuvo su nombre.
El movimiento que negó la plena divinidad de Cristo haciendo de Él una creatura, tomó su nombre de un tal Areios (Arius en su versión latina), un clérigo africano de habla griega un poco mayor que Constantino y que ya contaba con cierta fama como autoridad religiosa algunos años antes de las victorias de Constantino y el primer poder imperial.
Recordemos que Arrio representa sólo la culminación de un largo movimiento. ¿Cual fue la causa de su éxito? Dos cosas combinadas. Primero, el impulso de todo lo que lo precedió. Segundo, la súbita liberación de la Iglesia por Constantino. A esto, sin duda alguna, hay que agregar algo en la propia personalidad de Arrio. Los hombres de esta clase que se convierten en líderes tienen cierto impulso en su propio pasado que los impele. No se convertirían en lo que son si no fuesen algo en si mismos.
Pienso que podemos aceptar que Arrio tuvo el efecto que logró por toda una convergencia de fuerzas. Había una gran cantidad de ambición en él, tal como es posible encontrar en todos los heresiarcas. Tuvo un fuerte elemento de racionalismo. También tuvo entusiasmo por lo que creyó que era la verdad.
Su teoría por cierto que no constituyó un descubrimiento original propio, pero lo hizo suyo y lo identificó con su nombre. Más allá de ello, ofreció una tenaz resistencia a las personas por las que creía ser perseguido. Sufrió de una gran vanidad, como casi todos los reformadores. Y encima de todo ello hallamos una más bien delgada simplicidad o “sentido común”, que inmediatamente agrada a las multitudes. Pero nunca hubiera alcanzado su fama de no haber poseído cierta elocuencia y un poderoso impulso.
Era ya un hombre de buena posición, probablemente de Cirenaica (en África del Norte, al Este de Trípoli), aunque se lo menciona como alejandrino porque vivió en Alejandría. Fue discípulo del más grande crítico de su tiempo, el mártir Luciano de Antioquía. En el año 318 presidía la iglesia de Bucalis en Alejandría, gozando del alto favor del obispo de la ciudad.
Arrio se trasladó de Egipto a Cesarea en Palestina, difundiendo su ya bien conocido conjunto de ideas racionalizadoras y unitarias con pasión. Algunos de los obispos de Oriente comenzaron a estar de acuerdo con él. Es cierto que los dos principales obispos sirios, el de Antioquía y el de Jerusalén, se apartaron; pero aparentemente la mayoría de la jerarquía siria se inclinó por escucharlo.
Cuando Constantino se convirtió en el señor de todo el Imperio en 325, Arrio apeló al nuevo amo del mundo. Alejandro, el gran obispo de Alejandría, lo había excomulgado pero a regañadientes. El viejo emperador pagano Licinio había protegido al movimiento.
Se desató una batalla de extrema importancia. Las personas ni percibieron lo importante que era, a pesar de la violencia con la que se excitaron las emociones. Si este movimiento hubiera obtenido la victoria, desde ése día hasta el actual toda nuestra civilización hubiera sido distinta. Todos sabemos lo que sucede en cualquier sociedad cuando tiene éxito un intento de simplificar y racionalizar los misterios de la fe. Tenemos ahora ante nosotros el fin del experimento de la Reforma y la anciana pero aún muy vigorosa herejía mahometana que quizás reaparezca con renovado vigor en el futuro. Esta clase de esfuerzos racionalizadores de la fe producen una degradación social gradual luego de la pérdida de ese vínculo directo entre la naturaleza humana y Dios que ofrece la Encarnación. Se menoscaba la dignidad humana. La autoridad de Nuestro Señor se debilita. Aparece cada vez más como un hombre – quizás como un mito. La sustancia de la vida cristiana se diluye. Se esfuma. Lo que comienza como unitarismo termina como paganismo.
Para terminar con la disputa que dividía a toda la sociedad cristiana, el Emperador ordenó la celebración de un concilio a reunirse en el año 325 DC en la ciudad de Nicea, a cincuenta millas de la capital, sobre el lado asiático de los estrechos. Se convocó allí a los obispos de todo el Imperio, incluso a los de los distritos externos en dónde los misioneros habían plantado la fe. El grueso de los participantes provino de la parte oriental del Imperio pero el Occidente también estuvo representado y, lo que fue de primordial importancia, arribaron delegados de la Sede Primada de Roma. Sin su adhesión los decretos del concilio no hubieran tenido plena vigencia ya que su presencia era requerida para darle plena validez a las decisiones. La reacción contra la innovación de Arrio fue tan fuerte que en este Concilio de Nicea terminó abrumado.
En aquella primera gran derrota, cuando la fuerte y vital tradición del catolicismo se reafirmó y Arrio resultó condenado, el credo que sus seguidores habían diseñado terminó pisoteado como blasfemia pero el espíritu detrás de dicho credo y de dicha revuelta habría de resurgir.
Resurgió inmediatamente y se puede decir que, en realidad, el arrianismo resultó fortalecido después de su primera derrota superficial. Esta paradoja obedeció a una causa que se puede hallar en muchas formas de conflicto. El adversario derrotado aprende de su primer revés las características de la cosa que ha atacado; descubre sus puntos débiles; aprende la forma de confundir a su oponente y percibe los compromisos hacia los cuales el adversario puede ser conducido. Por consiguiente, después de esta prueba, el derrotado está mejor preparado que antes de la primera batalla. Eso fue lo que sucedió con el arrianismo.
A fin de entender la situación, tenemos que comprender que el arrianismo, fundado como todas las herejías sobre un error de doctrina – esto es: sobre algo que puede ser expresado en una fórmula muerta de meras palabras – pronto comenzó a vivir, como todas las herejías en sus comienzos, con una vigorosa nueva vida y un atractivo propio. La disputa que llenó el Siglo IV desde el año 325 en adelante y por una generación no fue, después de sus primeros años, una controversia entre palabras distintas cuya diferencia puede parecer exigua. A lo largo de la lucha muy pronto se convirtió en un conflicto entre dos espíritus y caracteres opuestos; en un conflicto entre personalidades opuestas tal como pueden oponerse las personalidades humanas: por un lado el temperamento y la tradición católica y, por el otro, un agrio, orgulloso, temperamento que hubiera destruido a la fe.
De su primera y fuerte derrota en Nicea el arrianismo aprendió a hacer compromisos en materia de formalidades, en materia de redacción de doctrina, a fin de preservar y difundir con menos oposición su espíritu herético. El primer conflicto se había producido por el empleo de la palabra griega que significa “de la misma sustancia que”. Los católicos, afirmando la plena divinidad de Nuestro Señor, insistían en el empleo de esta palabra que implicaba que el Hijo era de la misma sustancia divina que el Padre; que era del mismo Ser; esto es: divino. Se pensó que era suficiente presentar esta palabra como una verificación. Los arrianos – se pensó – siempre se rehusarían a aceptar la palabra y de este modo podrían ser distinguidos de los ortodoxos y rechazados. {[5]}
Pero muchos arrianos estaban preparados para aceptar un compromiso, admitiendo la mera palabra pero negando el espíritu en que debía ser interpretada. Estaban dispuestos a admitir que Cristo había sido de la esencia divina, pero no plenamente Dios; no increado. Cuando los arrianos comenzaron con esta nueva política de compromiso verbal, el emperador Constantino y sus sucesores la consideraron como una oportunidad honesta de reconciliación y reunión. La negativa de los católicos a dejarse engañar quedó a los ojos de quienes así pensaban como mera obstinación; y a los ojos del Emperador, como una rebelión facciosa y una desobediencia inexcusable. “Aquí estáis vosotros que os llamáis los únicos verdaderos católicos, prolongando y envenenando innecesariamente una mera pelea facciosa. Debido a que tenéis los personajes populares detrás de vosotros, os creéis amos de vuestros seguidores. Tal arrogancia es intolerable. Vuestros adversarios han aceptado el punto principal. ¿Por qué no podéis acordar la disputa y restablecer la unión? Al resistiros estáis dividiendo a la sociedad en dos bandos; estáis alterando la paz del Imperio y estáis siendo tanto criminales como fanáticos.”
Esto es lo que el mundo oficial tendía a manifestar, creyéndolo honestamente.
Los católicos contestaron: “los herejes no han aceptado nuestro punto principal. Han suscripto una frase ortodoxa, pero interpretan esa frase de un modo herético. Seguirán repitiendo que Nuestro Señor es de naturaleza divina pero que no es plenamente Dios puesto que continúan diciendo que fue creado. Por lo tanto no les permitiremos entrar en nuestra comunión. Hacerlo significaría poner en peligro el principio vital por el cual la Iglesia existe, el principio de la Encarnación, y la Iglesia es esencial para el Imperio y para la humanidad.”
En este punto entró en combate la fuerza personal que al final obtuvo la victoria para el catolicismo: San Atanasio. La cuestión fue decidida por la tenacidad y perseverancia de este santo, patriarca de Alejandría, la gran Sede Metropolitana de Egipto. San Atanasio gozaba de una posición ventajosa desde el momento en que Alejandría era la segunda ciudad más importante del Imperio Oriental y, como obispado, una de las primeras cuatro del mundo. Más allá de ello gozaba de un apoyo popular que nunca le falló y que hizo que sus enemigos vacilaran en tomar medidas extremas contra él. Pero todo esto no hubiera sido suficiente si el hombre no hubiese sido lo que fue.
Por el tiempo en que participó del Concilio de Nicea en el 325 era todavía un hombre joven, probablemente de poco menos de treinta años; y sólo participó como diácono, si bien ya su potencia y su elocuencia eran notables. Vivió hasta los 76 o 77 años de edad falleciendo en el 373 DC y durante la totalidad de esa larga vida sostuvo con inflexible energía la plena doctrina católica de la Trinidad.
Cuando se sugirió el primer compromiso con el arrianismo, Atanasio ya era arzobispo de Alejandría. Constantino le ordenó readmitir a Arrio a la Comunión. Atanasio se negó.
Fue un paso extremadamente peligroso de dar porque todo el mundo admitía el pleno poder del monarca sobre la vida y la muerte de sus súbditos y la rebelión era considerada el peor de los crímenes. Atanasio también resultó percibido como atroz y extravagante ya que la opinión generalizada en el mundo oficial, entre las personas con influencia social y en el seno del ejército, era que el compromiso debía ser aceptado. Atanasio fue exiliado a la Galia, pero el Atanasio en el exilio resultó ser aún más formidable que el Atanasio en Alejandría. Su presencia en Occidente tuvo el efecto de reforzar el fuerte sentimiento católico de esa parte del Imperio.
Lo llamaron de regreso. Los hijos de Constantino que se sucedieron uno tras otro en el Imperio, vacilaron entre una política de asegurarse el apoyo popular, que era católico, o bien asegurarse el apoyo del ejército, que era arriano. Más que otra cosa, la corte se inclinaba por el arrianismo porque le molestaba el creciente poder del Clero Católico organizado como rival del poder secular del Estado. El último y el más longevo de los hijos de Constantino – Constancio – se hizo decididamente arriano. A Atanasio lo exiliaron una y otra vez, pero la causa que defendía siguió aumentando en fuerza.
Cuando Constancio murió en el 361, lo sucedió un sobrino de Constantino: Juliano el Apóstata. Este emperador recurrió al gran cuerpo pagano sobreviviente y estuvo cerca de reestablecer el paganismo ya que el poder de un emperador individual en aquella época era abrumador. Pero murió en el combate contra los persas y su sucesor – Joviano – fue definitivamente católico.
Sin embargo, la pulseada continuó. En el 367, el emperador Valensio volvió a exiliar – por quinta vez – a San Atanasio, quien para ése entonces ya era un anciano de al menos 70 años. No obstante, hallando que las fuerzas católicas se habían vuelto demasiado fuertes, lo volvió a llamar. A esta altura, Atanasio había ganado su batalla. Murió como el hombre más grande del mundo romano. Ése es el valor de la sinceridad y la tenacidad combinadas con el genio.
Pero el ejército continuó siendo arriano y lo que tenemos que continuar viendo en las siguientes generaciones es el desfallecimiento progresivo del arrianismo en la parte occidental de habla latina del Imperio. Decayó de a poco porque continuó siendo sostenido por los principales jefes militares al comando de los distritos occidentales; pero quedó condenado porque la totalidad de las personas lo había abandonado. La forma en que murió es lo que describiré a continuación.
Con frecuencia se dice que todas las herejías mueren. Esto puede ser cierto en el muy largo plazo pero no es necesariamente así dentro de un período dado de tiempo. Ni siquiera es cierto que el principio vital de una herejía necesariamente pierde fuerza con el tiempo. El destino de las múltiples herejías ha sido muy variado; y la más grande de todas – el mahometanismo – no sólo sigue siendo vigoroso sino que es más vigoroso que su rival cristiano en aquellos distritos que ocupó originalmente; y es mucho más vigoroso y se halla mucho más extendido dentro de su propia sociedad que la Iglesia Católica dentro de nuestra civilización occidental, producto del catolicismo.
Sin embargo, el arrianismo fue una las herejías que realmente murieron. El mismo destino le ha tocado al calvinismo en nuestros días. Esto no significa que los efectos morales generales, o la atmósfera de la herejía, desaparecen de entre los seres humanos. Significa que las doctrinas creadas por la herejía ya no son creídas y de ese modo su vitalidad se pierde y por último debe desaparecer.
Por ejemplo, la Ginebra de hoy en día es una ciudad moralmente calvinista a pesar de que tiene una población católica minoritaria muy cercana a la mitad de la población total y que se vuelve a veces (según creo) levemente mayoritaria. Pero en la Ginebra actual no hay una persona entre cien que acepte la altamente definida teología de Calvino. La doctrina está muerta; sus efectos sobre la sociedad sobreviven.
El arrianismo murió de dos maneras, correspondiéndose con las dos mitades en las que se dividió el Imperio Romano de aquellos días y que, para sus ciudadanos, representaba a todo el mundo civilizado.
La parte oriental tenía al griego como idioma oficial y estaba gobernada desde Constantinopla, también llamada Bizancio.
Incluía a Egipto, el Norte de África hasta Cirenaica, la costa Este del Adriático, los Balcanes, Asia Menor y Siria hasta (aproximadamente) el Éufrates. El arrianismo había sido fuerte en esta parte del Imperio y resultó ser tan poderoso que, entre el 300 y el 400 DC, estuvo muy cerca de triunfar.
La corte imperial osciló entre arrianismo y catolicismo, con una momentánea regresión al paganismo. Pero antes de que terminara el siglo – esto es: bastante antes del año 400 DC – la corte se hizo definitivamente católica y pareció seguro que permanecería siéndolo. Como he explicado antes, si bien el Emperador y los funcionarios que lo rodeaban (conjunto al que he denominado como “la corte”) eran teóricamente todopoderosos (puesto que la constitución era la de una monarquía absoluta y las personas no podían pensar en otros términos en aquella época), no obstante ello por lo menos tan poderoso y menos sujeto a cambios era el ejército sobre el cual descansaba toda la sociedad. Dentro del ejército estaban los comandantes militares; los generales del ejército que fueron en su mayor parte permanentemente arrianos.
Cuando el poder central – el Emperador y sus funcionarios – se hicieron permanentemente católicos, el espíritu de los militares continuó siendo arriano en lo esencial y por ello es que las ideas subyacentes del arrianismo – es decir: las dudas en cuanto a que Nuestro Señor podía ser realmente Dios – sobrevivieron aún después de que el arrianismo formal dejó de ser predicado y aceptado por la población.
Por este motivo, porque subsistió el espíritu que había subyacido al arrianismo (la duda acerca de la plena divinidad de Cristo), surgió una cantidad de lo que podríamos llamar “derivados” o “formas secundarias” de arrianismo.
Las personas continuaron sugiriendo que en Cristo había tan sólo una naturaleza; una sugerencia cuya consecuencia habría sido necesariamente la idea popular de que Cristo fue tan sólo un hombre. Cuando esto fracasó en capturar a la maquinaria oficial – a pesar de que continuó afectando a millones de personas – apareció otra sugerencia en cuanto a que en Cristo había residido una sola Voluntad – no una voluntad humana y una voluntad divina, sino una sola voluntad.
Antes de esto se había producido el resurgimiento de la antigua idea, anterior al arrianismo y sustentada por los primeros herejes sirios, de que la divinidad sólo vino a Nuestro Señor durante su vida. Según esta herejía, Cristo habría nacido tan sólo como un hombre, Nuestra Señora habría sido la madre de tan sólo un hombre, etc. En todas sus variadas formas y bajo todas sus denominaciones técnicas (monofisitas, monotelitas, nestorianos, para nombrar a los tres principales, siendo que hubo cualquier cantidad de otros), estos movimientos difundidos a través de la mitad oriental o griega del Imperio fueron esfuerzos por escapar de – o racionalizar – el pleno misterio de la Encarnación. Su supervivencia dependió de los celos que el ejército sintiese de la sociedad civil que lo rodeaba y de los restos latentes de hostilidad pagana hacia los misterios cristianos en su totalidad. Y por supuesto, estas herejías también dependieron de la eterna tendencia humana a racionalizar y a rechazar lo que está más allá del alcance de la razón.
Pero existió un factor adicional que favoreció la supervivencia de los efectos secundarios del arrianismo en el Este. Fue el factor que en la política europea actual se llama “particularismo”; esto es: la tendencia de una parte del Estado a separarse del resto y a vivir una vida propia. Cuando este sentimiento se hace tan fuerte que las personas están dispuestas a sufrir y a morir por él, adopta la forma de una revolución nacionalista. Un ejemplo de ello fue el sentimiento de los eslavos del Sur en contra del Imperio Austríaco y que dio origen a la Gran Guerra {[6]}. Pues bien, el descontento de las provincias y los distritos con el poder central que los gobernaba aumentó en el Imperio Oriental con el paso del tiempo y una manera conveniente de expresar ese disgusto fue favoreciendo cualquier clase de crítica a la religión oficial del Imperio. Por ello es que grandes regiones del Este (sobre todo una gran proporción de la población de la provincia de Egipto) favorecieron a la herejía monofisita. Era una manera de expresar la insatisfacción con el gobierno despótico de Constantinopla, con los impuestos que se les aplicaban, con la promoción que recibían quienes estaban cerca de la corte en detrimento de los provinciales, y con todo el resto de los reclamos.
De este modo, varias derivaciones del arrianismo sobrevivieron en la mitad griega oriental del Imperio a pesar de que el mundo oficial ya había regresado hacía rato al catolicismo. Esto también explica por qué, en la actualidad y por todo el Este, se pueden encontrar grandes cantidades de cristianos cismáticos – mayormente monofisitas, a veces nestorianos, algunas veces de comunidades menores – a quienes todos estos siglos de opresión mahometana no consiguieron unir al cuerpo cristiano principal.
Lo que puso fin – no a estas sectas, por cuanto todavía existen, sino a su importancia – fue el súbito surgimiento de esa enorme fuerza antagónica a todo el mundo griego: el Islam; la nueva herejía mahometana proveniente del desierto que rápidamente se convirtió en una contra-religión y en implacable enemiga de todos los cuerpos cristianos más antiguos. La muerte del arrianismo en el Este se produjo cuando los conquistadores árabes convirtieron a la masa del Imperio Cristiano Oriental en un pantano. En vista de ese desastre, aquellos cristianos que se habían mantenido independientes vieron en la ortodoxia su única posibilidad de supervivencia y es por ello que, en el Este, hasta los efectos secundarios del arrianismo se extinguieron en los países libres del sojuzgamiento mahometano.
En Occidente la suerte del arrianismo es bastante diferente. En Occidente, el arrianismo se extinguió por completo. Cesó de ser. No dejó derivaciones que subsistieran.
Por lo general, se malinterpreta la historia de la muerte del arrianismo en Occidente porque la mayor parte de nuestra Historia ha sido escrita hasta ahora sobre la base de una concepción equivocada acerca de cómo era la sociedad cristiana europea en Europa Occidental durante los Siglos IV, V y VI – esto es: durante el período que se extiende desde el momento en que Constantino deja Roma y funda la nueva capital del Imperio, Bizancio, y la fecha en que, a principios del Siglo VI (de 633 en adelante) la invasión mahometana cae sobre el mundo.
Lo usual es que se nos diga que el Imperio Occidental fue arrollado por las tribus salvajes de los “godos” y los “visigodos”, “vándalos”, “suevos” y “francos” que “conquistaron” esa parte del Imperio – es decir: Bretaña, Galia y la parte civilizada de Alemania sobre el Rin y el Danubio superior, Italia, África del Norte y España.
El idioma oficial de toda esta región era el latín. La misa se celebraba en latín mientras que en la mayor parte del Imperio Oriental se celebraba en griego. Las leyes estaban escritas en latín y todos los actos administrativos se consignaban en latín. No hubo ninguna conquista bárbara sino una continuidad de lo que había estado sucediendo durante siglos: la infiltración de personas desde fuera del Imperio hacia el Imperio porque, dentro del mismo, podían acceder a las ventajas de la civilización. También está el hecho de que el ejército, del cual dependía todo, al final estuvo casi completamente compuesto por bárbaros reclutados. A medida en que la sociedad se consolidó, resultó difícil administrar lugares distantes, recolectar impuestos de sitios lejanos y llevarlos al tesoro central, o imponer un edicto sobre regiones apartadas. Así, apareció la tendencia de dejar cada vez más al gobierno de estas regiones en manos de los funcionarios principales de las tribus bárbaras – es decir: en manos de sus líderes y caudillos – quienes a esta altura ya eran soldados romanos.
De esta manera se formaron gobiernos locales en Francia y en España, y hasta en Italia misma, los cuales aún cuando se considerasen parte del Imperio, resultaron prácticamente independientes.
Por ejemplo, cuando se hizo difícil gobernar a Italia desde tan lejos como Constantinopla, el Emperador envió a un general para gobernar en su nombre y, cuando este general se hizo demasiado fuerte, envió a otro general para destituirlo. Este segundo general (Teodorico) también fue, como todos los demás, un jefe bárbaro por nacimiento aunque su padre había sido incorporado al servicio romano y él mismo había sido educado en la corte del Emperador.
Y este segundo general, a su vez, se volvió prácticamente independiente.
Lo mismo sucedió en el Sur de Francia y en España. Los generales locales tomaron el poder. Eran jefes bárbaros que transmitieron este poder – esto es: la nominación de los cargos oficiales y la recolección de impuestos – a sus descendientes.
Y después está el caso de África del Norte, la región que hoy llamamos Marruecos, Argelia y Túnez. Aquí, facciones rivales, todas descontentas con el gobierno directo de Bizancio, convocaron a un grupo de soldados eslavos que habían migrado hacia el Imperio Romano y que habían sido incorporados como una fuerza militar. Se los llamaba vándalos y se hicieron cargo del gobierno de la provincia, establecido en Cartago.
Ahora bien, en materia religiosa todos estos gobiernos locales de Occidente (el general franco y su grupo de soldados en el Norte de Francia; el visigodo en Francia del Sur y en España; el burgundio en el sudeste de Francia; el otro godo en Italia; el vándalo en África del Norte) se hallaban en conflicto con el gobierno oficial del Imperio. El franco al noreste de Francia, en lo que hoy llamamos Bélgica, todavía era pagano. Todos los demás eran arrianos.
Ya he explicado lo que esto significaba. Se trataba no tanto de una cuestión doctrinaria sino de una cuestión social. El general godo y el general vándalo, que eran los jefes de sus propios soldados, sentían que era más meritorio ser arriano que ser católico como la masa del populacho. Eran el ejército, y el ejército era algo demasiado importante como para aceptar la religión popular general. Fue el sentimiento muy similar al que se puede ver sobreviviendo aún en Irlanda, en lugares en dónde fue universal allí hasta hace poco: el sentimiento de que la “ascendencia” se corresponde propiamente con el anti-catolicismo.
Desde el momento en que, en política, no hay mayor fuerza que ésta de la superioridad social, a las pequeñas cortes locales les llevó mucho tiempo dejar caer su arrianismo. Las llamo pequeñas porque, si bien recolectaban impuestos de áreas muy extensas, lo hacían meramente como administradores. Los números concretos eran exiguos, comparados con la masa de la población católica.
Mientras los gobernadores y sus cortes en Italia, España, en la Galia y en África seguían aferrándose con orgullo a su antigua denominación y caracter arrianos, hubo dos acontecimientos – uno súbito y el otro gradual – que conspiraron tanto contra su poder local como contra su arrianismo.
Lo primero, lo súbito, fue el hecho que el general de los francos que había gobernado a Bélgica conquistó con su muy pequeña fuerza a otro general del Norte de Francia; a un hombre cuyo distrito se hallaba ubicado al Oeste del suyo. Ambos ejércitos eran absurdamente pequeños, de unos 4.000 hombres cada uno, y un muy buen ejemplo de lo que eran aquellos tiempos está dado por el hecho que el ejército derrotado, después de la batalla, se unió inmediatamente a los vencedores. También ilustra lo que era la época el hecho que a un general romano, comandando no más de 4.000 hombres al comienzo y tan sólo 8.000 después del primer éxito, le pareciera perfectamente natural hacerse cargo de los impuestos administrativos, los tribunales de justicia y todas las demás estructuras imperiales de un distrito muy amplio. Se apoderó de la gran masa de Francia del Norte exactamente de la misma manera en que sus colegas, con fuerzas similares, tomaron a su cargo la acción oficial en España, Italia y otras partes.
Ahora bien, lo que sucedió es que este general franco (cuyo nombre real casi no conocemos porque nos ha sido transmitido en varias formas distorsionadas pero que es más conocido como “Clovis”) era pagano; algo excepcional y hasta escandaloso en las fuerzas militares de la época dónde casi todas las personas importantes se habían hecho cristianas.
Pero este escándalo resultó ser una bendición inesperada para la Iglesia, porque a Clovis, siendo pagano y no habiendo sido nunca arriano, era posible convertirlo directamente al catolicismo, a la religión popular; y cuando aceptó el catolicismo, inmediatamente tuvo detrás de si a toda la fuerza de los millones de ciudadanos, al clero organizado y a los obispados de la Iglesia. Se convirtió en el único general popular; todos los demás estaban en conflicto con sus súbditos. Le fue fácil reclutar grandes cantidades de hombres armados dada la simpatía popular que despertaba en ellos. Se apoderó del gobierno de los generales arrianos del Sur, derrotándolos con facilidad, y sus tropas se convirtieron en la mayor fuerza militar del Imperio Occidental que hablaba en latín. No fue lo suficientemente fuerte como para hacerse de Italia y de España, menos aún de África, pero desplazó el centro de gravedad alejándolo de la tradición arriana del ejército romano, una tradición que a esta altura ya no albergaba más que pequeños grupos en vías de extinción.
Baste lo dicho por el golpe súbito que afectó al arrianismo en Occidente. El proceso gradual que aceleró la decadencia del arrianismo fue de una clase diferente. En la decadencia de la sociedad, con cada año que pasaba se hacía más difícil recolectar impuestos, mantener un superávit y, por consiguiente, reparar caminos, puertos, edificios públicos y mantener en orden todo el resto de la estructura pública.
Con esta decadencia financiera del gobierno y la desintegración social que la acompañaba, los pequeños grupos que nominalmente constituían los gobiernos locales perdieron su prestigio. En, digamos, el año 450 era una gran cosa ser arriano en París, o Toledo, o Cartago, o Arles, Tolosa o Ravenna; pero 100 años más tarde, hacia digamos el año 550, el prestigio social del arrianismo había desaparecido. A cualquiera que quisiera “progresar” le convenía ser católico, y los pequeños grupos arrianos en vías de desaparición terminaron siendo despreciados aún cuando su irritación los llevó a actuar con salvajismo como ocurrió en África. Simplemente perdieron terreno.
La consecuencia fue que, después de cierta demora, todos los gobiernos arrianos de Occidente se hicieron católicos (como en el caso de España) o bien, como sucedió en buena parte de Italia y en la totalidad del Norte de África, fueron puestos otra vez bajo el gobierno directo del Imperio Romano desde Bizancio.
Este último experimento no continuó por mucho tiempo. Existió otro cuerpo de soldados bárbaros, todavía arrianos, proveniente de las provincias del Noreste que se hicieron del gobierno en el centro-norte de Italia y, poco tiempo después, la invasión mahometana barrió el Norte de África, pasó finalmente sobre España y hasta penetró en la Galia. La administración romana directa, en lo concerniente a la Europa Occidental remanente, se extinguió. Su última existencia efectiva en el Sur fue aplastada por el Islam. Pero mucho antes de que esto ocurriera, el arrianismo en Occidente había muerto.
Ésta fue la forma en que desapareció la primera de las grandes herejías que amenazó en un momento dado con minar y destruir la totalidad de la sociedad católica. El proceso había llevado casi 300 años y es interesante observar que, en lo que se refiere a las doctrinas, aproximadamente esa misma cantidad de tiempo, o algo más, fue suficiente para eliminar la sustancia de las múltiples herejías principales de los reformadores protestantes.
También ellos casi habían triunfado a mediados del Siglo XVI cuando Calvino, su figura principal, casi logra trastornar a la monarquía francesa. También ellos perdieron completamente su vitalidad hacia mediados del Siglo XIX. Trescientos años.
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