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Cantábamos recién en el salmo responsorial “nos saciaremos Señor al contemplar tu rostro”. Esta antífona sintetiza lo que los textos bíblicos de hoy nos enseñan finalizando ya en estos domingos el año litúrgico en los que la enseñanza común a ellos refiere a los acontecimientos últimos de la vida humana. Hoy reflexionamos sobre la resurrección de los muertos, la cual está íntimamente unida a la resurrección de Cristo, ya que si Él no hubiera resucitado tampoco nos espera a nosotros dicha meta. En el Antiguo Testamento ya se nos enseña acerca de la resurrección. En efecto, en el II° libro de los Macabeos (6,1; 7,1-2.9-14) se describe cómo el rey Antíoco quiere imponer por la fuerza a Israel el culto pagano, eliminando a todo aquel que se oponga a sus designios. Se trata de una estrategia de dominio, ya que eliminando la fe del pueblo, se transmuta la cultura misma de Israel y sus costumbres, por la mentira de cultos falsos. Es interesante percibir en este hecho un anticipo de la permanente habilidad del maligno y de sus seguidores por querer dominar al hombre alejándolo del Dios verdadero.
En nuestros días, por ejemplo, hasta en nuestra provincia, sedicente representante del pueblo, pretende liquidar crucifijos e imágenes sagradas de los lugares públicos, según una pretendida laicidad de la sociedad.
Como a Antíoco, también hoy, a sus sucesores en el poder, les molesta la presencia de los signos sagrados en los lugares públicos, no porque el estado “es laico” según afirman, o busquen la “predicada pluralidad de manifestaciones religiosas”, o porque se quiere evitar “molestias” en quienes no son católicos, sino porque dicha presencia religiosa les recuerda la existencia de un Dios que reclama también a los poderosos, el sometimiento debido a la Verdad que proviene de su Creador.
Estos siete hermanos se niegan a rendir culto al paganismo que se les quiere imponer violando la ley de Moisés, por lo que de esa manera han sellado su suerte. Los jóvenes dan testimonio de su fe en la resurrección por lo que tienen en poco la pérdida de sus miembros o de la propia vida, ya que están ciertos que han de resucitar y que recuperarán por lo tanto lo que hayan perdido en este mundo.
Para actuar de esta manera, los siete jóvenes seguramente se sentían reconfortados por aquellas palabras que entonamos recién: “Nos saciaremos Señor al contemplar tu rostro” o también las del salmo 23 “Felices los que son fieles al Señor porque entrarán en su santuario”. Eran conscientes que en este mundo no somos saciados sino que nos hallamos siempre insatisfechos como caminantes, aunque parezca que lo tenemos todo, nada poseemos sin la presencia de Dios.
El Dios que nos creó de la nada, también de la nada nos recrea no sólo por la gracia en esta vida, sino también por la resurrección después de muertos.
Estos jóvenes no temen perder la vida temporal con la mutilación de sus miembros y se lo hacen ver al rey Antíoco, porque poseídos por la certeza que les otorga la fe esperaban ser resucitados para la vida, mientras que aseguran a sus perseguidores la muerte eterna.
Se mantienen firmes en lo que creen, dejándonos un ejemplo de que vale la pena jugarse por un ideal, anticipando así, aún si conocerlo, lo que san Pablo nos dice en la 2da lectura (2 Tes. 2, 16-3,5) “el Señor es fiel a su palabra” y, que se cumplirá en ellos lo afirmado también por el apóstol en el sentido de que “Él los fortalecerá y los protegerá del maligno” saliendo airosos en la prueba entregando sus vidas por el Señor.
No se levantan contra Dios reprochándoles porque supuestamente los abandona, sino que aceptan con fervor lo que el Señor les promete después de la muerte, el encuentro con Aquél que han buscado desde siempre.
En el evangelio (Lc.20, 27-38) vuelve a aparecer esta enseñanza de la resurrección. Los saduceos que no creen en ella, le plantean a Jesús una pregunta tramposa para desacreditar la enseñanza sobre la misma tanteando sobre la controversia de quién será mujer quien se casó siete veces con siete hermanos sucesivamente. Jesús en su respuesta va más lejos todavía, recordando que el matrimonio es una institución vigente mientras vivimos en este mundo, pero que después de muertos seremos como ángeles.
Por lo tanto el matrimonio es un camino válido para llegar a la contemplación de Dios, pero como todo camino, culmina cuando se llega a la meta en la que el hombre permanecerá por siempre. Será la presencia del matrimonio siempre insuficiente en este mundo, como toda expresión del amor humano ya que nunca lo plenificará totalmente.
De allí que aún viviendo en la temporalidad la grandeza del amor humano, su insuficiencia comprobada permanentemente ante tanta sed de perfección, nos hará cantar que sólo “nos saciaremos Señor al contemplar tu rostro”. De allí que el eterno sufrimiento del infierno será el no poder saciarse el condenado, por su culpa, de Aquél por el cual y para el cual ha sido creado.
Jesús nos invita por lo tanto a afirmarnos en la fe en la resurrección recordando aquello del Antiguo Testamento que Dios lo es de vivientes, de modo que aunque Abraham, Isaac y Jacob hubieran muertos para la temporalidad, viven para siempre en la presencia de su Creador. El Dios de vivientes es quien sostiene la fe del hombre para que camine en este mundo aspirando siempre a un encuentro personal con Él.
Por otra parte la fe en la resurrección viene a desestimar aquella idea de la que se nutre el mundo oriental y que por desgracia ha penetrado también en la mente de no pocos católicos, la reencarnación, que no es más que un querer eternizarse en el presente reduciendo en definitiva al ser humano a la condición del presente, cerrándolo a la posibilidad de la eternidad ya presente desde la muerte.
La resurrección no evade al creyente de la temporalidad, sino que por el contrario, es la raíz de toda buena acción, ya que la esperanza de la meta gloriosa de la eternidad, fortalece al hombre para todo compromiso social y moral por el bien de los hermanos todos, llamados a lo Nuevo.
En cambio, la falta de fe en la resurrección cierra al hombre en la presunta “eternidad” de lo temporal preocupándose sólo en el disfrute personal con el olvido sistemático de las necesidades y realizaciones de sus prójimos.
Es decir, que la prometida resurrección final asegura al creyente, operario del bien, que sus esfuerzos por responder a la gracia, no sólo transforman la temporalidad y lo terrenal, sino que lo elevan hasta la contemplación del Eterno que nos ha creado y espera para darnos sus redundantes dones.
Pidamos al Señor que afirmados en la certeza de la resurrección final, caminemos por este mundo sabiendo -como les constaba a los siete macabeos-, que lo que tenemos en esta vida, aún nuestro cuerpo, es pasajero comparado con lo que Dios nos entregará de manera definitiva.
En esta perspectiva comprenderemos mejor que la Eucaristía que celebramos ahora es prenda viviente de la futura resurrección ya que “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 64).-
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXXIII “per annum”, ciclo “C”. 14 de Noviembre de 2010.
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