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CARTA ENCÍCLICA CARITAS IN VERITATE DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS, A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS, A LAS PERSONAS CONSAGRADAS, A TODOS LOS FIELES LAICOS Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL EN LA CARIDAD Y EN LA VERDAD
CAPÍTULO TERCERO
FRATERNIDAD, DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIEDAD CIVIL
34. La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres»[85]. Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además, la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían. Como he afirmado en la Encíclica Spe salvi, se elimina así de la historia la esperanza cristiana[86], que no obstante es un poderoso recurso social al servicio del desarrollo humano integral, en la libertad y en la justicia. La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la voluntad[87]. Está ya presente en la fe, que la suscita. La caridad en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la manifiesta. Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para con nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín[88]. Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano»[89].
Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines. La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal. La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro, que el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad.
35. Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve. En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave.
Pablo VI subraya oportunamente en la Populorum progressio que el sistema económico mismo se habría aventajado con la práctica generalizada de la justicia, pues los primeros beneficiarios del desarrollo de los países pobres hubieran sido los países ricos[90]. No se trata sólo de remediar el mal funcionamiento con las ayudas. No se debe considerar a los pobres como un «fardo»[91], sino como una riqueza incluso desde el punto de vista estrictamente económico. No obstante, se ha de considerar equivocada la visión de quienes piensan que la economía de mercado tiene necesidad estructural de una cuota de pobreza y de subdesarrollo para funcionar mejor. Al mercado le interesa promover la emancipación, pero no puede lograrlo por sí mismo, porque no puede producir lo que está fuera de su alcance. Ha de sacar fuerzas morales de otras instancias que sean capaces de generarlas.
36. La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios.
La Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no debe considerarse antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente humanas. Es verdad que el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido. No se debe olvidar que el mercado no existe en su estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al medio o instrumento sino al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social.
La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o «después» de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente.
El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo.
37. La doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre que la justicia afecta a todas las fases de la actividad económica, porque en todo momento tiene que ver con el hombre y con sus derechos. La obtención de recursos, la financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral. Lo confirman las ciencias sociales y las tendencias de la economía contemporánea. Hace algún tiempo, tal vez se podía confiar primero a la economía la producción de riqueza y asignar después a la política la tarea de su distribución. Hoy resulta más difícil, dado que las actividades económicas no se limitan a territorios definidos, mientras que las autoridades gubernativas siguen siendo sobre todo locales. Además, las normas de justicia deben ser respetadas desde el principio y durante el proceso económico, y no sólo después o colateralmente. Para eso es necesario que en el mercado se dé cabida a actividades económicas de sujetos que optan libremente por ejercer su gestión movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar por ello a producir valor económico. Muchos planteamientos económicos provenientes de iniciativas religiosas y laicas demuestran que esto es realmente posible.
En la época de la globalización, la economía refleja modelos competitivos vinculados a culturas muy diversas entre sí. El comportamiento económico y empresarial que se desprende tiene en común principalmente el respeto de la justicia conmutativa. Indudablemente, la vida económica tiene necesidad del contrato para regular las relaciones de intercambio entre valores equivalentes. Pero necesita igualmente leyes justas y formas de redistribución guiadas por la política, además de obras caracterizadas por el espíritu del don. La economía globalizada parece privilegiar la primera lógica, la del intercambio contractual, pero directa o indirectamente demuestra que necesita a las otras dos, la lógica de la política y la lógica del don sin contrapartida.
38. En la Centesimus annus, mi predecesor Juan Pablo II señaló esta problemática al advertir la necesidad de un sistema basado en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad civil[92]. Consideró que la sociedad civil era el ámbito más apropiado para una economía de la gratuidad y de la fraternidad, sin negarla en los otros dos ámbitos. Hoy podemos decir que la vida económica debe ser comprendida como una realidad de múltiples dimensiones: en todas ellas, aunque en medida diferente y con modalidades específicas, debe haber respeto a la reciprocidad fraterna. En la época de la globalización, la actividad económica no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus diversas instancias y agentes. Se trata, en definitiva, de una forma concreta y profunda de democracia económica. La solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos[93]; por tanto no se la puede dejar solamente en manos del Estado. Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia. Se requiere, por tanto, un mercado en el cual puedan operar libremente, con igualdad de oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales diversos. Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes tipos de empresa pública, deben poderse establecer y desenvolver aquellas organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y sociales. De su recíproca interacción en el mercado se puede esperar una especie de combinación entre los comportamientos de empresa y, con ella, una atención más sensible a una civilización de la economía. En este caso, caridad en la verdad significa la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo.
39. Pablo VI pedía en la Populorum progressio que se llegase a un modelo de economía de mercado capaz de incluir, al menos tendencialmente, a todos los pueblos, y no solamente a los particularmente dotados. Pedía un compromiso para promover un mundo más humano para todos, un mundo «en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros»[94]. Así, extendía al plano universal las mismas exigencias y aspiraciones de la Rerum novarum, escrita como consecuencia de la revolución industrial, cuando se afirmó por primera vez la idea —seguramente avanzada para aquel tiempo— de que el orden civil, para sostenerse, necesitaba la intervención redistributiva del Estado. Hoy, esta visión de la Rerum novarum, además de puesta en crisis por los procesos de apertura de los mercados y de las sociedades, se muestra incompleta para satisfacer las exigencias de una economía plenamente humana. Lo que la doctrina de la Iglesia ha sostenido siempre, partiendo de su visión del hombre y de la sociedad, es necesario también hoy para las dinámicas características de la globalización.
Cuando la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen de acuerdo para mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia, se debilita a la larga la solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos, la participación y el sentido de pertenencia, que no se identifican con el «dar para tener», propio de la lógica de la compraventa, ni con el «dar por deber», propio de la lógica de las intervenciones públicas, que el Estado impone por ley. La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión. El binomio exclusivo mercado-Estado corroe la sociabilidad, mientras que las formas de economía solidaria, que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella, crean sociabilidad. El mercado de la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas no se pueden prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco.
40. Las actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones, requieren también cambios profundos en el modo de entender la empresa. Antiguas modalidades de la vida empresarial van desapareciendo, mientras otras más prometedoras se perfilan en el horizonte. Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su dimensión social. Debido a su continuo crecimiento y a la necesidad de mayores capitales, cada vez son menos las empresas que dependen de un único empresario estable que se sienta responsable a largo plazo, y no sólo por poco tiempo, de la vida y los resultados de su empresa, y cada vez son menos las empresas que dependen de un único territorio. Además, la llamada deslocalización de la actividad productiva puede atenuar en el empresario el sentido de responsabilidad respecto a los interesados, como los trabajadores, los proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente y a la sociedad más amplia que lo rodea, en favor de los accionistas, que no están sujetos a un espacio concreto y gozan por tanto de una extraordinaria movilidad. El mercado internacional de los capitales, en efecto, ofrece hoy una gran libertad de acción. Sin embargo, también es verdad que se está extendiendo la conciencia de la necesidad de una «responsabilidad social» más amplia de la empresa. Aunque no todos los planteamientos éticos que guían hoy el debate sobre la responsabilidad social de la empresa son aceptables según la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, es cierto que se va difundiendo cada vez más la convicción según la cual la gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios, sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los diversos elementos de producción, la comunidad de referencia. En los últimos años se ha notado el crecimiento de una clase cosmopolita de manager, que a menudo responde sólo a las pretensiones de los nuevos accionistas de referencia compuestos generalmente por fondos anónimos que establecen su retribución. Pero también hay muchos managers hoy que, con un análisis más previsor, se percatan cada vez más de los profundos lazos de su empresa con el territorio o territorios en que desarrolla su actividad. Pablo VI invitaba a valorar seriamente el daño que la trasferencia de capitales al extranjero, por puro provecho personal, puede ocasionar a la propia nación[95]. Juan Pablo II advertía que invertir tiene siempre un significado moral, además de económico[96]. Se ha de reiterar que todo esto mantiene su validez en nuestros días a pesar de que el mercado de capitales haya sido fuertemente liberalizado y la moderna mentalidad tecnológica pueda inducir a pensar que invertir es sólo un hecho técnico y no humano ni ético. No se puede negar que un cierto capital puede hacer el bien cuando se invierte en el extranjero en vez de en la propia patria. Pero deben quedar a salvo los vínculos de justicia, teniendo en cuenta también cómo se ha formado ese capital y los perjuicios que comporta para las personas el que no se emplee en los lugares donde se ha generado[97]. Se ha de evitar que el empleo de recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a la tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de la empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía real y la promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas también en los países necesitados de desarrollo. Tampoco hay motivos para negar que la deslocalización, que lleva consigo inversiones y formación, puede hacer bien a la población del país que la recibe. El trabajo y los conocimientos técnicos son una necesidad universal. Sin embargo, no es lícito deslocalizar únicamente para aprovechar particulares condiciones favorables, o peor aún, para explotar sin aportar a la sociedad local una verdadera contribución para el nacimiento de un sólido sistema productivo y social, factor imprescindible para un desarrollo estable.
41. A este respecto, es útil observar que la iniciativa empresarial tiene, y debe asumir cada vez más, un significado polivalente. El predominio persistente del binomio mercado-Estado nos ha acostumbrado a pensar exclusivamente en el empresario privado de tipo capitalista por un lado y en el directivo estatal por otro. En realidad, la iniciativa empresarial se ha de entender de modo articulado. Así lo revelan diversas motivaciones metaeconómicas. El ser empresario, antes de tener un significado profesional, tiene un significado humano[98]. Es propio de todo trabajo visto como «actus personae»[99] y por eso es bueno que todo trabajador tenga la posibilidad de dar la propia aportación a su labor, de modo que él mismo «sea consciente de que está trabajando en algo propio»[100]. Por eso, Pablo VI enseñaba que «todo trabajador es un creador»[101]. Precisamente para responder a las exigencias y a la dignidad de quien trabaja, y a las necesidades de la sociedad, existen varios tipos de empresas, más allá de la pura distinción entre «privado» y «público». Cada una requiere y manifiesta una capacidad de iniciativa empresarial específica. Para realizar una economía que en el futuro próximo sepa ponerse al servicio del bien común nacional y mundial, es oportuno tener en cuenta este significado amplio de iniciativa empresarial. Esta concepción más amplia favorece el intercambio y la mutua configuración entre los diversos tipos de iniciativa empresarial, con transvase de competencias del mundo non profit al profit y viceversa, del público al propio de la sociedad civil, del de las economías avanzadas al de países en vía de desarrollo.
También la «autoridad política» tiene un significado polivalente, que no se puede olvidar mientras se camina hacia la consecución de un nuevo orden económico-productivo, socialmente responsable y a medida del hombre. Al igual que se pretende cultivar una iniciativa empresarial diferenciada en el ámbito mundial, también se debe promover una autoridad política repartida y que ha de actuar en diversos planos. El mercado único de nuestros días no elimina el papel de los estados, más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más estrecha. La sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado. Con relación a la solución de la crisis actual, su papel parece destinado a crecer, recuperando muchas competencias. Hay naciones donde la construcción o reconstrucción del Estado sigue siendo un elemento clave para su desarrollo. La ayuda internacional, precisamente dentro de un proyecto inspirado en la solidaridad para solucionar los actuales problemas económicos, debería apoyar en primer lugar la consolidación de los sistemas constitucionales, jurídicos y administrativos en los países que todavía no gozan plenamente de estos bienes. Las ayudas económicas deberían ir acompañadas de aquellas medidas destinadas a reforzar las garantías propias de un Estado de derecho, un sistema de orden público y de prisiones respetuoso de los derechos humanos y a consolidar instituciones verdaderamente democráticas. No es necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios: el fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede ir acompañado perfectamente por el desarrollo de otras instancias políticas no estatales, de carácter cultural, social, territorial o religioso. Además, la articulación de la autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de los cauces privilegiados para poder orientar la globalización económica. Y también el modo de evitar que ésta mine de hecho los fundamentos de la democracia.
42. A veces se perciben actitudes fatalistas ante la globalización, como si las dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad humana[102]. A este respecto, es bueno recordar que la globalización ha de entenderse ciertamente como un proceso socioeconómico, pero no es ésta su única dimensión. Tras este proceso más visible hay realmente una humanidad cada vez más interrelacionada; hay personas y pueblos para los que el proceso debe ser de utilidad y desarrollo[103], gracias a que tanto los individuos como la colectividad asumen sus respectivas responsabilidades. La superación de las fronteras no es sólo un hecho material, sino también cultural, en sus causas y en sus efectos. Cuando se entiende la globalización de manera determinista, se pierden los criterios para valorarla y orientarla. Es una realidad humana y puede ser fruto de diversas corrientes culturales que han de ser sometidas a un discernimiento. La verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que esforzarse incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración planetaria.
A pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben absolutizar, «la globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de ella»[104]. Debemos ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad. Oponerse ciegamente a la globalización sería una actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también aspectos positivos, con el riesgo de perder una gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de desarrollo que ofrece. El proceso de globalización, adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con una crisis a todo el mundo. Es necesario corregir las disfunciones, a veces graves, que causan nuevas divisiones entre los pueblos y en su interior, de modo que la redistribución de la riqueza no comporte una redistribución de la pobreza, e incluso la acentúe, como podría hacernos temer también una mala gestión de la situación actual. Durante mucho tiempo se ha pensado que los pueblos pobres deberían permanecer anclados en un estadio de desarrollo preestablecido o contentarse con la filantropía de los pueblos desarrollados. Pablo VI se pronunció contra esta mentalidad en la Populorum progressio. Los recursos materiales disponibles para sacar a estos pueblos de la miseria son hoy potencialmente mayores que antes, pero se han servido de ellos principalmente los países desarrollados, que han podido aprovechar mejor la liberalización de los movimientos de capitales y de trabajo. Por tanto, la difusión de ámbitos de bienestar en el mundo no debería ser obstaculizada con proyectos egoístas, proteccionistas o dictados por intereses particulares. En efecto, la participación de países emergentes o en vías de desarrollo permite hoy gestionar mejor la crisis. La transición que el proceso de globalización comporta, conlleva grandes dificultades y peligros, que sólo se podrán superar si se toma conciencia del espíritu antropológico y ético que en el fondo impulsa la globalización hacia metas de humanización solidaria. Desgraciadamente, este espíritu se ve con frecuencia marginado y entendido desde perspectivas ético-culturales de carácter individualista y utilitarista. La globalización es un fenómeno multidimensional y polivalente, que exige ser comprendido en la diversidad y en la unidad de todas sus dimensiones, incluida la teológica. Esto consentirá vivir y orientar la globalización de la humanidad en términos de relacionalidad, comunión y participación.
CAPÍTULO CUARTO
DESARROLLO DE LOS PUEBLOS, DERECHOS Y DEBERES, AMBIENTE
43. «La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber».[105] En la actualidad, muchos pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario[106]. Hoy se da una profunda contradicción. Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter arbitrario y voluptuoso, con la pretensión de que las estructuras públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad[107]. Se aprecia con frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades opulentas, y la carencia de comida, agua potable, instrucción básica o cuidados sanitarios elementales en ciertas regiones del mundo subdesarrollado y también en la periferia de las grandes ciudades. Dicha relación consiste en que los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien. En cambio, si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no disponibles» de los derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro el verdadero desarrollo de los pueblos[108]. Comportamientos como éstos comprometen la autoridad moral de los organismos internacionales, sobre todo a los ojos de los países más necesitados de desarrollo. En efecto, éstos exigen que la comunidad internacional asuma como un deber ayudarles a ser «artífices de su destino»[109], es decir, a que asuman a su vez deberes. Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos.
44. La concepción de los derechos y de los deberes respecto al desarrollo, debe tener también en cuenta los problemas relacionados con el crecimiento demográfico. Es un aspecto muy importante del verdadero desarrollo, porque afecta a los valores irrenunciables de la vida y de la familia[110]. No es correcto considerar el aumento de población como la primera causa del subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico: baste pensar, por un lado, en la notable disminución de la mortalidad infantil y al aumento de la edad media que se produce en los países económicamente desarrollados y, por otra, en los signos de crisis que se perciben en la sociedades en las que se constata una preocupante disminución de la natalidad. Obviamente, se ha de seguir prestando la debida atención a una procreación responsable que, por lo demás, es una contribución efectiva al desarrollo humano integral. La Iglesia, que se interesa por el verdadero desarrollo del hombre, exhorta a éste a que respete los valores humanos también en el ejercicio de la sexualidad: ésta no puede quedar reducida a un mero hecho hedonista y lúdico, del mismo modo que la educación sexual no se puede limitar a una instrucción técnica, con la única preocupación de proteger a los interesados de eventuales contagios o del «riesgo» de procrear. Esto equivaldría a empobrecer y descuidar el significado profundo de la sexualidad, que debe ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad por la persona y la comunidad. En efecto, la responsabilidad evita tanto que se considere la sexualidad como una simple fuente de placer, como que se regule con políticas de planificación forzada de la natalidad. En ambos casos se trata de concepciones y políticas materialistas, en las que las personas acaban padeciendo diversas formas de violencia. Frente a todo esto, se debe resaltar la competencia primordial que en este campo tienen las familias[111] respecto del Estado y sus políticas restrictivas, así como una adecuada educación de los padres.
La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica. Grandes naciones han podido salir de la miseria gracias también al gran número y a la capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema crucial para las sociedades de mayor bienestar. La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado «índice de reemplazo generacional», pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de «cerebros» a los que recurrir para las necesidades de la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad[112], haciéndose cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional.
45. Responder a las exigencias morales más profundas de la persona tiene también importantes efectos beneficiosos en el plano económico. En efecto, la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona. Hoy se habla mucho de ética en el campo económico, bancario y empresarial. Surgen centros de estudio y programas formativos de business ethics; se difunde en el mundo desarrollado el sistema de certificaciones éticas, siguiendo la línea del movimiento de ideas nacido en torno a la responsabilidad social de la empresa. Los bancos proponen cuentas y fondos de inversión llamados «éticos». Se desarrolla una «finanza ética», sobre todo mediante el microcrédito y, más en general, la microfinanciación. Dichos procesos son apreciados y merecen un amplio apoyo. Sus efectos positivos llegan incluso a las áreas menos desarrolladas de la tierra. Conviene, sin embargo, elaborar un criterio de discernimiento válido, pues se nota un cierto abuso del adjetivo «ético» que, usado de manera genérica, puede abarcar también contenidos completamente distintos, hasta el punto de hacer pasar por éticas decisiones y opciones contrarias a la justicia y al verdadero bien del hombre.
En efecto, mucho depende del sistema moral de referencia. Sobre este aspecto, la doctrina social de la Iglesia ofrece una aportación específica, que se funda en la creación del hombre «a imagen de Dios» (Gn 1,27), algo que comporta la inviolable dignidad de la persona humana, así como el valor trascendente de las normas morales naturales. Una ética económica que prescinda de estos dos pilares correría el peligro de perder inevitablemente su propio significado y prestarse así a ser instrumentalizada; más concretamente, correría el riesgo de amoldarse a los sistemas económico-financieros existentes, en vez de corregir sus disfunciones. Además, podría acabar incluso justificando la financiación de proyectos no éticos. Es necesario, pues, no recurrir a la palabra «ética» de una manera ideológicamente discriminatoria, dando a entender que no serían éticas las iniciativas no etiquetadas formalmente con esa cualificación. Conviene esforzarse —la observación aquí es esencial— no sólo para que surjan sectores o segmentos «éticos» de la economía o de las finanzas, sino para que toda la economía y las finanzas sean éticas y lo sean no por una etiqueta externa, sino por el respeto de exigencias intrínsecas de su propia naturaleza. A este respecto, la doctrina social de la Iglesia habla con claridad, recordando que la economía, en todas sus ramas, es un sector de la actividad humana[113].
Respecto al tema de la 46. relación entre empresa y ética, así como de la evolución que está teniendo el sistema productivo, parece que la distinción hasta ahora más difundida entre empresas destinadas al beneficio (profit) y organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) ya no refleja plenamente la realidad, ni es capaz de orientar eficazmente el futuro. En estos últimos decenios, ha ido surgiendo una amplia zona intermedia entre los dos tipos de empresas. Esa zona intermedia está compuesta por empresas tradicionales que, sin embargo, suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones promovidas por empresas concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos de utilidad social; por el amplio mundo de agentes de la llamada economía civil y de comunión. No se trata sólo de un «tercer sector», sino de una nueva y amplia realidad compuesta, que implica al sector privado y público y que no excluye el beneficio, pero lo considera instrumento para objetivos humanos y sociales. Que estas empresas distribuyan más o menos los beneficios, o que adopten una u otra configuración jurídica prevista por la ley, es secundario respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar objetivos de humanización del mercado y de la sociedad. Es de desear que estas nuevas formas de empresa encuentren en todos los países también un marco jurídico y fiscal adecuado. Así, sin restar importancia y utilidad económica y social a las formas tradicionales de empresa, hacen evolucionar el sistema hacia una asunción más clara y plena de los deberes por parte de los agentes económicos. Y no sólo esto. La misma pluralidad de las formas institucionales de empresa es lo que promueve un mercado más cívico y al mismo tiempo más competitivo.
47. La potenciación de los diversos tipos de empresas y, en particular, de los que son capaces de concebir el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de humanización del mercado y de la sociedad, hay que llevarla a cabo incluso en países excluidos o marginados de los circuitos de la economía global, donde es muy importante proceder con proyectos de subsidiaridad convenientemente diseñados y gestionados, que tiendan a promover los derechos, pero previendo siempre que se asuman también las correspondientes responsabilidades. En las iniciativas para el desarrollo debe quedar a salvo el principio de la centralidad de la persona humana, que es quien debe asumirse en primer lugar el deber del desarrollo. Lo que interesa principalmente es la mejora de las condiciones de vida de las personas concretas de una cierta región, para que puedan satisfacer aquellos deberes que la indigencia no les permite observar actualmente. La preocupación nunca puede ser una actitud abstracta. Los programas de desarrollo, para poder adaptarse a las situaciones concretas, han de ser flexibles; y las personas que se beneficien deben implicarse directamente en su planificación y convertirse en protagonistas de su realización. También es necesario aplicar los criterios de progresión y acompañamiento —incluido el seguimiento de los resultados—, porque no hay recetas universalmente válidas. Mucho depende de la gestión concreta de las intervenciones. «Constructores de su propio desarrollo, los pueblos son los primeros responsables de él. Pero no lo realizarán en el aislamiento»[114]. Hoy, con la consolidación del proceso de progresiva integración del planeta, esta exhortación de Pablo VI es más válida todavía. Las dinámicas de inclusión no tienen nada de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de los pueblos y de las personas concretas, basándose en una valoración prudencial de cada situación. Al lado de los macroproyectos son necesarios los microproyectos y, sobre todo, es necesaria la movilización efectiva de todos los sujetos de la sociedad civil, tanto de las personas jurídicas como de las personas físicas.
La cooperación internacional necesita personas que participen en el proceso del desarrollo económico y humano, mediante la solidaridad de la presencia, el acompañamiento, la formación y el respeto. Desde este punto de vista, los propios organismos internacionales deberían preguntarse sobre la eficacia real de sus aparatos burocráticos y administrativos, frecuentemente demasiado costosos. A veces, el destinatario de las ayudas resulta útil para quien lo ayuda y, así, los pobres sirven para mantener costosos organismos burocráticos, que destinan a la propia conservación un porcentaje demasiado elevado de esos recursos que deberían ser destinados al desarrollo. A este respecto, cabría desear que los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales se esforzaran por una transparencia total, informando a los donantes y a la opinión pública sobre la proporción de los fondos recibidos que se destina a programas de cooperación, sobre el verdadero contenido de dichos programas y, en fin, sobre la distribución de los gastos de la institución misma.
48. El tema del desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que nacen de la relación del hombre con el ambiente natural. Éste es un don de Dios para todos, y su uso representa para nosotros una responsabilidad para con los pobres, las generaciones futuras y toda la humanidad. Cuando se considera la naturaleza, y en primer lugar al ser humano, fruto del azar o del determinismo evolutivo, disminuye el sentido de la responsabilidad en las conciencias. El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades —materiales e inmateriales— respetando el equilibrio inherente a la creación misma. Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella. Ambas posturas no son conformes con la visión cristiana de la naturaleza, fruto de la creación de Dios.
La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador (cf. Rm 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud» en Cristo al final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10; Col 1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación»[115]. La naturaleza está a nuestra disposición no como un «montón de desechos esparcidos al azar»,[116] sino como un don del Creador que ha diseñado sus estructuras intrínsecas para que el hombre descubra las orientaciones que se deben seguir para «guardarla y cultivarla» (cf. Gn 2,15). Pero se ha de subrayar que es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona humana misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista. Por otra parte, también es necesario refutar la posición contraria, que mira a su completa tecnificación, porque el ambiente natural no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y que lleva en sí una «gramática» que indica finalidad y criterios para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario. Hoy, muchos perjuicios al desarrollo provienen en realidad de estas maneras de pensar distorsionadas. Reducir completamente la naturaleza a un conjunto de simples datos fácticos acaba siendo fuente de violencia para con el ambiente, provocando además conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo. Ésta, en cuanto se compone no sólo de materia, sino también de espíritu, y por tanto rica de significados y fines trascendentes, tiene un carácter normativo incluso para la cultura. El hombre interpreta y modela el ambiente natural mediante la cultura, la cual es orientada a su vez por la libertad responsable, atenta a los dictámenes de la ley moral. Por tanto, los proyectos para un desarrollo humano integral no pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional, teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico, el jurídico, el económico, el político y el cultural[117].
49. Hoy, las cuestiones relacionadas con el cuidado y salvaguardia del ambiente han de tener debidamente en cuenta los problemas energéticos. En efecto, el acaparamiento por parte de algunos estados, grupos de poder y empresas de recursos energéticos no renovables, es un grave obstáculo para el desarrollo de los países pobres. Éstos no tienen medios económicos ni para acceder a las fuentes energéticas no renovables ya existentes ni para financiar la búsqueda de fuentes nuevas y alternativas. La acumulación de recursos naturales, que en muchos casos se encuentran precisamente en países pobres, causa explotación y conflictos frecuentes entre las naciones y en su interior. Dichos conflictos se producen con frecuencia precisamente en el territorio de esos países, con graves consecuencias de muertes, destrucción y mayor degradación aún. La comunidad internacional tiene el deber imprescindible de encontrar los modos institucionales para ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables, con la participación también de los países pobres, y planificar así conjuntamente el futuro.
En este sentido, hay también una urgente necesidad moral de una renovada solidaridad, especialmente en las relaciones entre países en vías de desarrollo y países altamente industrializados[118]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas pueden y deben disminuir el propio gasto energético, bien porque las actividades manufactureras evolucionan, bien porque entre sus ciudadanos se difunde una mayor sensibilidad ecológica. Además, se debe añadir que hoy se puede mejorar la eficacia energética y al mismo tiempo progresar en la búsqueda de energías alternativas. Pero es también necesaria una redistribución planetaria de los recursos energéticos, de manera que también los países que no los tienen puedan acceder a ellos. Su destino no puede dejarse en manos del primero que llega o depender de la lógica del más fuerte. Se trata de problemas relevantes que, para ser afrontados de manera adecuada, requieren por parte de todos una responsable toma de conciencia de las consecuencias que afectarán a las nuevas generaciones, y sobre todo a los numerosos jóvenes que viven en los pueblos pobres, los cuales «reclaman tener su parte activa en la construcción de un mundo mejor»[119].
50. Esta responsabilidad es global, porque no concierne sólo a la energía, sino a toda la creación, para no dejarla a las nuevas generaciones empobrecida en sus recursos. Es lícito que el hombre gobierne responsablemente la naturaleza para custodiarla, hacerla productiva y cultivarla también con métodos nuevos y tecnologías avanzadas, de modo que pueda acoger y alimentar dignamente a la población que la habita. En nuestra tierra hay lugar para todos: en ella toda la familia humana debe encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente, con la ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el tesón del propio trabajo y de la propia inventiva. Pero debemos considerar un deber muy grave el dejar la tierra a las nuevas generaciones en un estado en el que puedan habitarla dignamente y seguir cultivándola. Eso comporta «el compromiso de decidir juntos después de haber ponderado responsablemente la vía a seguir, con el objetivo de fortalecer esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos»[120]. Es de desear que la comunidad internacional y cada gobierno sepan contrarrestar eficazmente los modos de utilizar el ambiente que le sean nocivos. Y también las autoridades competentes han de hacer los esfuerzos necesarios para que los costes económicos y sociales que se derivan del uso de los recursos ambientales comunes se reconozcan de manera transparente y sean sufragados totalmente por aquellos que se benefician, y no por otros o por las futuras generaciones. La protección del entorno, de los recursos y del clima requiere que todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y demuestren prontitud para obrar de buena fe, en el respeto de la ley y la solidaridad con las regiones más débiles del planeta[121]. Una de las mayores tareas de la economía es precisamente el uso más eficaz de los recursos, no el abuso, teniendo siempre presente que el concepto de eficiencia no es axiológicamente neutral.
51. El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. Esto exige que la sociedad actual revise seriamente su estilo de vida que, en muchas partes del mundo, tiende al hedonismo y al consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se derivan[122]. Es necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos estilos de vida, «a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones»[123]. Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños ambientales, así como la degradación ambiental, a su vez, provoca insatisfacción en las relaciones sociales. La naturaleza, especialmente en nuestra época, está tan integrada en la dinámica social y culturales que prácticamente ya no constituye una variable independiente. La desertización y el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas son también fruto del empobrecimiento de sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y cultural de estas poblaciones, se tutela también la naturaleza. Además, muchos recursos naturales quedan devastados con las guerras. La paz de los pueblos y entre los pueblos permitiría también una mayor salvaguardia de la naturaleza. El acaparamiento de los recursos, especialmente del agua, puede provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas. Un acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas.
La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida. En efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana: cuando se respeta la «ecología humana»[124] en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia. Así como las virtudes humanas están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de una pone en peligro también a las otras, así también el sistema ecológico se apoya en un proyecto que abarca tanto la sana convivencia social como la buena relación con la naturaleza.
Para salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con incentivos o desincentivos económicos, y ni siquiera basta con una instrucción adecuada. Éstos son instrumentos importantes, pero el problema decisivo es la capacidad moral global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas. El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la sociedad.
52. La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su última fuente no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad ni el Amor pueden ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las personas y de los pueblos no se fundamenta en una simple deliberación humana, sino que está inscrita en un plano que nos precede y que para todos nosotros es un deber que ha de ser acogido libremente. Lo que nos precede y constituye —el Amor y la Verdad subsistentes— nos indica qué es el bien y en qué consiste nuestra felicidad. Nos señala así el camino hacia el verdadero desarrollo.
El Movimiento Cívico Militar Cóndor es un conjunto de hombres y mujeres que tienen por objetivo difundir el Pensamiento Nacional, realizar estudios Geopolíticos, Estratégicos y promover los valores de la Argentinidad.